Desde que entró en vigencia el régimen de excepción el 27 de marzo de 2022, se han escrito artículos y producido videos en Youtube alabando la gestión de Nayib Bukele como el presidente que hizo de El Salvador, hasta 2019 unos de los países más violentos del mundo, el país más seguro de Latinoamérica. Sin duda alguna, los asesinatos violentos, una de las marcas registradas de las pandillas que han agobiado al país desde la posguerra han mermado lo que ha generado una mayor percepción de seguridad en aquellos territorios otrora dominados por estos grupos. Eso, sin embargo, no hace verdadera la afirmación de que somos ahora “el país más seguro”, al menos no para las mujeres. La violencia de género sigue reinando. Pese a que ahora en El Salvador los feminicidios no prescriben, las cifras de violencia sexual y los feminicidios se mantienen invariables.
El año pasado, cuando esta revista me invitó a publicar por primera vez una columna, escribí sobre cómo la violencia contra las mujeres ha estado, desde siempre, al final de la lista de prioridades de este y los gobiernos que le han antecedido. Explicaba cómo, ante la amenaza que representaban las pandillas, los delitos contra las mujeres debían esperar largos turnos en un país donde la impunidad representa el 90 %. Ahora que se celebran días con cero homicidios, a partir del pacto entre el Gobierno con las pandillas y la restricción de derechos fundamentales, el presidente decidió que era momento de armar una estrategia contra los feminicidios. El 12 de febrero de este año se anunció el despliegue de “fuerzas especiales” de la Fuerza Armada para “prevenir feminicidios”. Porque, claro, desde 2019 que Bukele llegó al poder, los fusiles han sido la respuesta para todo: desde combatir una plaga de langostas hasta llevar agua potable en un país con crisis hídrica, por mencionar algunos. Para todo mal un militar, para todo bien, también.
Ese despliegue, además de ridículo y de sumarse a los esfuerzos de meter a los militares hasta en el desayuno, es poco efectivo. Recién el 18 de junio de 2022, a tres meses de implementado el régimen de excepción, un grupo de militares fue protagonista de una golpiza a una joven de 17 años. Karla García estaba esperando en la parada de buses, a la espera del transporte que la llevaría a su destino, cuando un grupo de soldados se bajó del vehículo en el que se dirigían y la detuvo junto al otro joven que estaba en el lugar. Según el relato de la madre, “la hincaron y luego la botaron de un empujón frente a unas piedras”. Karla advirtió a los uniformados que tenía cuatro semanas de embarazo, pero ni siquiera eso impidió que la golpearan. Karla perdió a su bebé y un mes después de su captura, le hicieron un legrado por un aborto espontáneo incompleto. En el país que criminaliza las emergencias obstétricas los militares, que provocaron que una menor de edad perdiera a su bebé, tienen el beneplácito del presidente para “prevenir” los feminicidios.
A la mamá de Karla le notificaron que su hija había perdido el bebé, pero no la dejaron verla. Ninguno de los detenidos durante el régimen ha tenido acceso a comunicarse con sus familiares y la única forma de interacción, si acaso, son los paquetes con comida que tienen disponible las tiendas del sistema penitenciario. El 14 de octubre, cuatro meses después de la captura de Karla, su mamá envió un mensaje vía video al presidente Bukele, a quien le ruega que la deje ver a su hija. Dos días más tarde, en una reunión con su gabinete de seguridad, Bukele se refirió al caso como un “caballito de batalla de esos que la oposición monta”, y aseguró que él tuvo acceso al expediente de la joven y que en él consta que ella ha recibido atención médica oportuna y que “no hay nada imputable a nosotros”.
Karla fue condenada a dos años de prisión en noviembre de 2022. En una de esas audiencias logró hablar con su mamá y le confirmó que había perdido al bebé y que la habían llevado al hospital. El oficialismo defiende su captura y la acusa de ser pandillera. Ella es una de las 474 mujeres capturadas durante el régimen de excepción, según datos de la organización Cristosal hasta el 10 de abril de 2023.
Aun si el caso de Karla fuera la suma de una serie de eventos desafortunados, o “margen de error”, como el Gobierno prefiere referirse a la captura de personas inocentes, la militarización impulsada por el régimen de excepción tampoco ha logrado que las mujeres se sientan más seguras. En los primeros seis meses de 2022, incluidos los primeros tres de la medida de seguridad estrella del bukelismo, se registraron 3299 hechos de violencia sexual: la mayoría, 1864, en perjuicio de niñas y adolescentes entre los 10 y los 19 años. No es que el régimen haya hecho crecer los números, es que el régimen en realidad no es una medida para erradicar la violencia, menos para las mujeres. Según el Observatorio de hechos de violencia contra las mujeres de Ormusa (una organización feminista salvadoreña) en 2019 y 2022 los hechos de violencia sexual se han mantenido arriba de los tres mil, a excepción de 2020, donde el registro bajó a 2491.
La violencia contra la mujer, así la propaganda insista en lo contrario, sigue sin estar en la agenda del Gobierno. Posterior al anuncio de que los militares prevendrían los feminicidios, el presidente se reunió con su gabinete de seguridad en una reunión –en la que no había ni una sola mujer– para definir su estrategia contra los feminicidios. El resultado derivó en dos medidas. La primera fue una campaña revictimizante, en la que el oficialismo instaba a las mujeres a huir de sus hogares ante cualquier indicio de violencia. Por más lógico que parezca –¿cómo no se les ha ocurrido antes?– una afirmación como esta invisibiliza el ciclo de violencia que las mujeres atraviesan, no solo dentro de sus hogares, sino durante toda su vida. “Si el régimen sirvió para traer seguridad, esta ha tenido un enfoque de seguridad solo para los hombres, porque a las mujeres las siguen violentando”, me aseguró recientemente la abogada Silvia Juárez, coordinadora del programa por una vida libre de violencia de Ormusa.
La violencia física nunca es solo un exabrupto, está casi siempre precedida, como mínimo, por violencia psicológica y económica. De ahí que decirle a las mujeres “huye, salva tu vida”, como llegó a decir en televisión nacional un diputado oficialista, es reduccionista y revictimizante. Sobre todo en un Estado que está reorientando todos sus recursos a una sola medida y que ha desfinanciado las oficinas de atención a víctimas de violencia de género, según han asegurado defensoras feministas, y en donde las mujeres no confían en la Policía ni en el Ministerio Público que debería defenderlas.
La segunda medida fue la reforma aprobada por la Asamblea Legislativa el 21 de febrero 2023 para eliminar la prescripción del delito de feminicidio. Por supuesto que siempre será una buena noticia que se juzgue y condenen los feminicidios sin importar hace cuánto tiempo ocurrieron, el problema es que la obtención de justicia –y si acaso reparación para su familia– pasa por el asesinato de una mujer en lugar de la prevención del delito. Como bien acotó Morena Herrera, una de las líderes del movimiento feminista en El Salvador, “la prevención es mejor cura que el fusil o la cárcel”. Los números de feminicidios durante los últimos años dan fe de ello.
Según datos de los Informes anuales de hechos de violencia contra las mujeres, publicado por el Ministerio de Seguridad y Justicia, las cifras por feminicidios han sido invariables con y sin régimen de excepción. En específico los feminicidios íntimos, es decir, los cometidos por personas con relaciones de confianza con la víctima: pareja, familiares, amigos, vecinos, etc. Entre 2019 y 2022 se han registrado en promedio 17 por año, y en lo que va de 2023, hasta el 15 de marzo, se han registrado cinco. Si la base de la política pública o la medida de obtención de justicia pasa por seguir contando feminicidios, así sea uno solo, sobra decir que no es efectiva ni eficiente.
Si la estrategia con los militares en las calles y las penas es infundir miedo al castigo, los números evidencian que no está funcionando. Tampoco ayuda que en lugar de asumirlo como un problema real que hay que tratar de fondo el oficialismo use mujeres como voceras para afirmar, contrario a la evidencia que el mismo Gobierno (aún) produce, que el régimen de excepción ha contribuido con la disminución de los feminicidios. Este delito, se sabe y se ha repetido una y otra vez, apenas es la punta del iceberg. El desenlace más trágico de un ciclo de violencia que se repite con el beneplácito de un Gobierno que en lugar de ir a la raíz del problema quiere seguir luciéndose como modelo de represión.