En El Salvador “aborto” es una mala palabra. No se nombra, no se escucha, no se ve. Somos uno de los países que tiene las leyes más duras y restrictivas del mundo en esa materia y sobre el país se escriben año a año recomendaciones para frenar la tortura que, en nombre de la “protección de la vida”, se comete en contra de las mujeres encarceladas injustamente. Somos ese cuento de terror que los países que han tenido ese derecho garantizado relatan para prevenir su reversión y somos el caso de éxito que organizaciones conservadoras repiten en países de América y Europa con la esperanza de lograr más retrocesos.
En ese afán por esconder debajo de la alfombra una de las deudas más importantes del Estado salvadoreño con sus mujeres fue censurada en agosto pasado la exhibición en cines locales del documental Nuestra Libertad. El filme, dirigido por la cineasta suizo-salvadoreña Celina Escher, cuenta la historia de Teodora Vásquez y algunas de Las 17 (como fue bautizado el grupo de mujeres que han sido condenadas hasta a 50 años de prisión por haber sufrido una emergencia obstétrica), tanto al interior de Cárcel de mujeres como una vez que les fue otorgada su libertad.
Las 17 son muestra del abandono del Estado en materia de salud sexual y reproductiva, pero en lugar de asimilar sus circunstancias de vida (todas son mujeres pobres, la mayoría con bajos niveles de escolaridad) y garantizar atención médica para su salud física y mental, el Estado las criminaliza y acusa de no querer ser madres. Las esposan a la camilla aún estando inconscientes y les abren un expediente por aborto. Cuando despiertan, en lugar de darles una explicación médica sobre lo que les pasó, les anuncian que del hospital van a ir a la cárcel. Pero a quienes los médicos sí dan una explicación es a los fiscales, a quienes les aclaran que no fue un aborto, sino un parto de término –que ocurrió en un ambiente inhóspito–. Con esa explicación, que por ningún lado está mediada por un enfoque de género ni socioeconómico, las acusan y casi siempre condenan por homicidio.
Este detalle lo conocen en El Salvador activistas y médicos por el derecho a la despenalización del aborto, algunos políticos y quienes, como Celina, hemos reporteado y estudiado el tema para darle voz a estas mujeres. Pero no es una comprensión generalizada en un país en donde sus casos han sido socializados como homicidio agravado en comunicaciones oficiales y medios de comunicación. El aborto es un tema tan tabú, tan impopular, que es mejor no hablarlo. Quien ose ponerlo en la palestra tendrá un grupo de organizaciones con suficiente influencia política como para evitar, por ejemplo, que un documental que relata estas historias se reproduzca en cines.
El estreno estaba listo para ocurrir el 18 de agosto de 2022. La cinta había pasado con éxito los filtros de la Dirección General de Espectáculos públicos, sin ningún tipo de reparo más que el de clasificarlo para mayores de 18 años, por considerar que su contenido podía ser lesivo para audiencias menores de edad. Cuatro días antes, sin embargo, llegó a las oficinas de la cadena de cine una carta firmada por 12 organizaciones que, en medio del respetuoso saludo y los deseos de éxito, les solicitaba retirar la película de cartelera, no sin antes advertirles que exhibirla sería una “apología de un delito doloso” que, según el Código Penal salvadoreño, tiene una pena de dos años y seis meses de cárcel.
Los abogados del cine, según cuenta la directora por sus reuniones con ellos, están convencidos de que exhibir la película no conlleva a la comisión de un delito y, sin embargo, prefirieron no hacerlo. ¿La razón? El Salvador está en su séptimo mes consecutivo de régimen de excepción, el cual ha eliminado garantías legales en procesos jurídicos. La productora y el cine han acordado exhibirla cuando las excepciones sean levantadas, pero eso está lejos de ocurrir. Los mismos funcionarios oficialistas han asegurado que lo van a prolongar las veces que sea necesario. El régimen de excepción en El Salvador hace rato dejó de ser excepcional.
La primera vez que se dijo algo sobre las 17 fue en abril de 2014, cuando se lanzó la campaña Una flor por las 17, la cual pedía que se les concediera el indulto a 17 mujeres que habían sido condenadas, entre 1999 y 2011, hasta a 40 años de prisión por haber sufrido una emergencia obstétrica. Del total solicitado solo se le concedió el indulto a dos y solo tres fueron liberadas por revisión de la sentencia. Las demás lograron su libertad por conmutación de la pena, o por beneficios penitenciarios o por una combinación de ambas, después de estar entre 6 y 11 años en prisión. Ellas son solo una pequeña muestra de las 181 mujeres a las que El Salvador encarceló entre 1999 y 2019, y de las cuales solo 65 han recuperado su libertad, aunque no su inocencia. Algunas, como Manuela, han muerto en la cárcel.
El aborto siempre ha sido un delito en El Salvador, pero no siempre fue prohibido de manera absoluta ni siempre existió ese afán por silenciar cualquier asomo del tema. Desde 1973 hasta 1998 las mujeres tenían el respaldo legal de tres causales que les permitían interrumpir un embarazo en caso de problemas de salud, inviabilidad del feto fuera del vientre y violación. En 1997 fue el mismo ministro de salud, Eduardo Interiano, quien, acuerpado por organizaciones llamadas “provida”, pidió a la Asamblea Legislativa que se eliminaran las causales. Por si fuera poco, agregaron otra reforma: la de incluir en la Constitución que se reconociera la vida desde el momento de la concepción. Ambas fueron aprobadas por mayoría y la segunda fue ratificada en 1999, también por mayoría calificada.
Desde entonces, las mujeres de El Salvador han tenido que elegir uno de dos caminos: la clandestinidad o poner en peligro su vida a la espera de que su embarazo de alto riesgo llegue a término. Para ellas la salud no es opción. Interrumpir un embarazo es un privilegio en El Salvador, así los motivos por los que se requiera sean médicos. En enero de 1998, cuando la reforma entró en vigencia, en los hospitales públicos se hizo correr un memo que ataba a los médicos especialistas a hacer su nuevo trabajo: era ahora prohibido realizar un aborto incluso en los casos en que el embarazo fuera producto de una violación, incluso si la violación había sido en contra de una niña. También estaba prohibido en caso de que la ciencia certificara que el feto no podía sobrevivir fuera del útero o si era un embarazo ectópico… Aun si había probabilidades de que la madre muriera en el parto, se mantenía la prohibición.
Eso mismo que las mujeres en Estados Unidos empezaron a experimentar el 24 de junio de este año con la reversión del derecho constitucional al aborto lo vivieron a finales de los 90 las mujeres en El Salvador. Pero, contrario a las reacciones que ha habido en ese país, incluso por parte de mujeres congresistas que se han manifestado en contra de la medida, en El Salvador solo hubo silencio y aceptación por parte de la mayoría, médicos incluídos. Las únicas que han estado desde siempre poniendo resistencia en las calles han sido las organizaciones feministas.
Ese silencio generalizado se mantuvo casi intacto hasta 2013, cuando le presentamos al mundo el caso de Beatriz, una joven de 22 años quien a las 13 semanas de embarazo descubrió que la vida del bebé que estaba esperando era inviable porque no tenía cerebro y que seguir con la gestación ponía en peligro su vida. Ella tenía un padecimiento de lupus que había derivado en otros problemas de salud: le generó hipertensión arterial, artritis, anemia e insuficiencia renal. Todo eso complicaba su cuadro de salud, razón por la cual su médico en el Hospital Nacional de la Mujer le propuso interrumpir el embarazo. Él sabía que su propuesta iba en contra de la legislación –aunque no de su especialización– y la recomendación no surgió de un momento de lucidez repentina, sino de la frustración de ver morir mujeres por no poder interrumpir embarazos de alto riesgo. Apenas un mes antes de dar el diagnóstico a Beatriz, el médico había visto morir a una joven de 17 años con insuficiencia renal. El miedo a la ley que castiga el procedimiento fue el principal impedimento para interrumpir el embarazo.
El caso de Beatriz desencadenó una serie de declaraciones de “manos atadas” que la obligaron a esperar hasta las 27 semanas de gestación para que sus médicos por fin le practicaran una cesárea. Una semana antes, la Sala de lo Constitucional le había denegado el amparo aduciendo que los derechos de la madre no podían anteponerse a los del no nacido ni viceversa, y que la amenaza a la vida o a la salud de ella era algo eventual, no inminente, “una posibilidad a futuro”. Su bebé vivió cinco horas, pero el desgaste a su salud fue perpetuo.
Pasaron casi 20 años desde de la reforma y tres desde el caso de Beatriz, para que en El Salvador se planteara la posibilidad legal de devolverle a las mujeres causales para interrumpir un embarazo si así lo deseaban. En 2016, el partido de izquierda FMLN –que para entonces llevaba 7 años en el poder– presentó una propuesta de reforma para que se discutieran cuatro causales. Aun así, el proyecto se mantuvo inmóvil en la Asamblea. En 2017 se introdujo una segunda propuesta que incluía solo las causales de cuando peligre la vida de la madre y cuando el embarazo sea producto de violación a menor o estupro. Esta propuesta la acompañó un diputado del partido de derecha conservadora que gobernaba cuando se aprobó la penalización absoluta e incluyó un trabajo de lobby por parte de mujeres ligadas a la derecha conservadora. Pero el tema no es popular y, aunque en privado encontró entendimiento de parte de suficientes congresistas para aprobar la moción, había una campaña electoral a la vuelta y no alcanzó los votos necesarios.
Desde entonces ni la palabra aborto ni la posibilidad de una reforma a la estricta penalización han vuelto a ser nombradas en el congreso y ningún político pretende siquiera promover a una iniciativa como esa. Hablar de aborto es para los políticos tremendamente impopular, aunque reconozcan que debería haber excepciones para que se practique. Cuando Bukele era candidato a la presidencia, por ejemplo, dijo que él estaba de acuerdo en que el aborto fuera permitido cuando la vida de la madre está en peligro y que ninguna mujer debería ir presa por una emergencia obstétrica. A tres años de su presidencia, el único pronunciamiento que ha hecho al respecto es para aclarar que la reforma constitucional que su vicepresidente está liderando no incluirá “ningún tipo de reforma a ningún artículo que tenga que ver con el derecho a la vida (desde el momento de la concepción)”, pero que sí consideraba que deberían de cambiarse otros para garantizar, por ejemplo, el acceso a internet.
Lo único que ha habido es silencio, incluso después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenara al Estado salvadoreño por la violación de los derechos humanos y la muerte de Manuela, una mujer que, como las 17, fue condenada a 30 años por homicidio luego de haber sufrido una emergencia obstétrica. La sentencia manda a El Salvador a que se legisle sobre el secreto médico, se garantice la confidencialidad del historial clínico y se elabore un protocolo de atención para estos casos. Nada de eso ha ocurrido. Ni siquiera la publicación en el Diario Oficial del resumen de la sentencia que reconoce que Manuela era inocente ni en las páginas web de las instituciones vinculadas a los hechos del caso, pese a que el Estado se comprometió a hacerlo en los seis meses posteriores. El plazo se cumplió en mayo de este año.
El caso de Manuela vs. El Salvador es importante no solo por el reconocimiento de la tortura a la que el Estado la sometió desde el más alto tribunal de derechos humanos, sino porque marcó también una derrota al lobby conservador que se presentó como querellante en el caso. La Fundación Sí a la vida –la misma que lideró la reforma constitucional en 1997– se acompañó de 27 organizaciones de Europa y Estados Unidos para presentar argumentos legales en favor del Estado salvadoreño, alegando que el caso se trataba de “aborto e infanticidio”.
Ese mismo argumento fue repetido por las 12 organizaciones que lograron censurar la proyección del documental de Celina en cines. En esa carta, además, se revela su temor a que los casos sean conocidos, pues uno de sus argumentos es que “los casos mencionados en la película son utilizados para litigios estratégicos, presentados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado salvadoreño, para que cambie su legislación en materia de protección de la vida de la persona por nacer”.
En El Salvador “aborto” es mala palabra. No se nombra, no se escucha, no se mira, porque es más fácil y cómodo pretender que no existe, aunque le pueda costar la libertad o la vida a una hermana, esposa o amiga y porque, como expliqué antes, las mujeres y “sus problemas” están permanentemente en lista de espera. En su lugar, se proponen ideas absurdas, como la creación de una ventanilla en los hospitales con área de maternidad para que las mujeres “que no quieren ser madres” entreguen a sus recién nacidos sin sentirse “coaccionadas” ni “juzgadas”. ¿Cómo creen estos políticos, entonces, que se sienten las mujeres que son obligadas a parir? Las coacciones y los juicios de valor frente a las mujeres que deciden no parir, las que abortan o las que tienen una emergencia obstétrica en El Salvador vienen de todas partes y son una misma cosa: violencia.