Las manecillas del reloj marcan pasadas las 5, antes de que el sol se asome o despida: ese gesto con el que la naturaleza marca el inicio o fin de las jornadas. Las mujeres del municipio de Neza, en Estado de México, madrugan para llegar a tiempo a sus empleos, escuelas y mandados en CDMX.
Aunque la capital queda a 14 kilómetros de distancia, no suelen salir de su casa con menos de tres horas de anticipación. Algo hay en las políticas de urbanización que sigue sin funcionar, piensan durante el recorrido, mientras aprovechan para maquillarse, remendar prendas o planificar la distribución del gasto de la semana.
Se miran en sus espejos de bolsillo, unos muy monos que imitan la textura del mármol o cautivan con estampados de orquídeas, y como parte del reflejo alcanzan a leer las calcomanías que decoran los vidrios de la combi y el microbús: la oración “Bendice Nuestro Camino” y el rostro de Jesucristo en vinilo o sticker. Estos son los escenarios protagonistas de la mirada de Sonia Carolina Madrigal Loyola.
“Es importante que empecemos a narrarnos desde adentro, desde las historias que nos tocaron vivir: situar nuestra práctica fotográfica y nuestra circunstancia de vida”, me dice Sonia cuando recupera el aliento y sus pies la guían por calles marcadas por las huellas de mujeres que han sostenido la vida en el municipio por generaciones.
“Soy originaria de Ciudad Neza, en el Estado de México”, introduce sin titubeos para trazar nítidamente la cartografía del lugar que la vio crecer, enamorarse de su gente, (re)conocerse entre las mujeres de su familia y convertirse en una de las fotógrafas que, con el tiempo y mucho acompañamiento, ha aprendido a esquivar uno de los enredos más frecuentes en la creación artística: la reducción de los territorios a una sola palabra, como retomó de la escritora y dramaturga nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie.
En cada trayecto en transporte público, Sonia esboza fragmentos y teje lenguajes propios que la definen como una mujer de la periferia: su trabajo —ya sea fotoperiodístico o más cercano a la indisciplina del fanzine— abraza a las estudiantes de secundaria que viajan juntas como una medida de seguridad, ‘marchantas’ de los mercados, amas de casa, señoras de traje sastre que son empleadas de algún negocio de la Plancha del Zócalo, vendedoras por catálogo, maestras, abuelas que llevan a los nietos en las piernas, mujeres que sustentan la economía familiar con la venta de comida corrida y niñas que observan con anhelo a pubertas y adolescentes que han dominado el arte de delinearse los ojos pese a los baches. Pero Sonia no siempre narró su historia desde el día a día de las demás.
Como otrxs 320 mil 748 mexiquenses, la también artista visual se trasladaba a la CDMX para estudiar y trabajar. En ese entonces, cuando cursaba ingeniería y luego biología en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), no había profundizado en cómo sus circunstancias de vida —ver lejanas las posibilidades de dedicarse al arte por la falta de espacios culturales, por ejemplo— eran también las circunstancias de otras jóvenes.
Sin embargo, desde muy pequeña tuvo presente cómo la mirada externa —atravesada por el clasismo y la aporofobia— sobre su territorio impactaba en la forma de pensar, sentir y percibir su propio futuro. “Desde niña entendí que por vivir a la orilla siempre me iba a costar más trabajo acceder a cualquier cosa. Lo asimilé y normalicé, hasta que me empecé a dar cuenta que no era normal hacer tres horas de camino a la escuela o que una niña no tuviera posibilidades de formarse en una cuestión artística. Siempre estuve alejada del cotidiano de Neza; desde que entré al Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), hasta que empecé a trabajar como desarrolladora de sistemas. Estaba despegada no solamente del territorio, sino de mi historia familiar”, me platica.
Su relato me regresa a los paisajes urbanos que describía mi papá, un taxista con más de 20 años de experiencia que domina cada atajo del Valle de México, cuando le tocaba llevar pasaje a Neza: bardas anunciando servicios de plomería, mecánica y albañilería; la angostísima distancia entre mototaxis y patrulleros de vigilancia auxiliar en los carriles, niños con los tenis enlodados echando la cascarita*, lonas con rostros de políticos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), señores cargando exuberantes ramos de flores sobre la espalda, una señal de tránsito que dice “Valle de los Galanes” y otra que da la bienvenida al municipio con la frase “Coyote Hambriento”, en referencia a la escultura de Enrique Sebastián Carbajal en la avenida Adolfo López Mateos ; grupos de mujeres pintando cruces rosas en ladrillos, seguidas de la consigna “Ni Una Menos”.
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Durante siglos, el raciclasismo ha señalado a Neza como la causante de ‘los males’ de la Ciudad de México. En la colonia, la Nueva España inició con un proyecto para secar el Lago de Texcoco bajo el argumento de que inundaba la capital. A mediados de 1940, las poblaciones agrícolas de Guanajuato, Hidalgo, Michoacán, Puebla y Tlaxcala comenzaron a asentarse en la zona y se les quiso hacer responsables de la todavía presente y aguda irregularidad del mercado inmobiliario.
La estigmatización fue estratégica. Era más sencillo hablar de “ocupas de paracaidistas” (personas que están en inmuebles vacíos o abandonados sin autorización) que de la crisis que atravesaba el campo mexicano o el incremento de las rentas de vivienda en el entonces Distrito Federal que provocaron desplazamientos de familias enteras.
Aunque en abril de 1963 Neza fue declarado oficialmente uno de los 125 municipios del Estado de México, para la década de los 80 —en medio de un crecimiento poblacional acelerado y el auge de la apertura de negocios de manufactura y comercio—, diarios de gran alcance y tiraje como El Universal describieron al municipio como un “desierto salado” en el que sus habitantes “no eran los de abajo, ni los de hasta abajo, ni los marginados siquiera; simplemente, ellos”.
Ellxs: ese apunte que abandona su uso gramatical para cumplir la función de un indicador de exclusión, discriminación y criminalización. Ellxs: protagonistas de historias a medias escritas por periodistas —en su mayoría extranjeros— seducidos por el sensacionalismo y la exotización de adjetivos como “Nezahual-polvo”, “Nezahual-lodo” y “Nezayork”: un desierto que se convirtió en un barrio marginal y luego en un caso de éxito : de ciudad dormitorio a polo de desarrollo.
Ellxs: a quienes la prensa y el extractivismo intelectual quisieron desconocer como comunidades que se organizaron para acceder a la electricidad, el agua y conformar mixtas y asambleas vecinales que exigen justicia por mujeres víctimas de feminicidio cuyos rostros y nombres están en pancartas, bardas, flyers pegados en postes, murales y memoriales: Valeria Teresa Gutiérrez Ortiz, Ximena Paola Vargas Romero y María Concepción Pérez Apolonio. Junto con Ecatepec, Neza encabeza los municipios de Estado de México con más casos de feminicidio, la mayor parte de ellos perpetrados por la pareja o la expareja y en viviendas particulares.
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“Yo no niego que existan situaciones de violencia y que Neza sea una ciudad muy compleja, desde su propia historia y construcción”, escucho a Sonia al otro lado de la línea. Hablo con ella un 5 de noviembre. Estamos a 20 días del Día Internacional para Erradicar la Violencia hacia las Mujeres y Niñas (25N); colectivas y asambleas empiezan a convocar a movilizaciones para denunciar los crímenes de odio en razón de género, la desaparición, la violencia vicaria, el acoso en las calles y el transporte público y la inoperancia de las instituciones para que las consignas “Ni Una Menos” y “Ni Una Más” sean una realidad para todas y en todo momento.
Al tener en mente la colección La muerte sale por el Oriente (2014) —que incluye fotografía documental, intervención en los territorios y mapeos digitales colectivos— le comparto la duda que, a diario, forma parte de mi trabajo como periodista de investigación: ¿Cómo construímos una narrativa que no invisibilice las violencias, pero en la que también desestigmaticemos a los territorios y su gente?
Primero, Sonia me responde que revisa lo que se ha hecho desde la prensa para no replicar discursos que espectacularicen o nieguen la violencia de género: la fórmula infalible de la nota roja. En estos años, también se ha cobijado en las enseñanzas de mujeres como Ivonne Ramírez Ramírez, activista y trabajadora comunitaria que ha mapeado los feminicidios en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Segundos después de que discutimos que Chihuahua fue la última entidad que tipificó el feminicidio como delito de alto impacto —pese a haberse configurado uno de los focos rojos de la cartografía impune y feminicida en México desde los 90—, Sonia hace una pausa y destaca que el pilar de su trabajo como artista visual ha sido el acercamiento a la vida diaria de las mujeres.
“Los espacios del olvido” —una fotografía vernácula, precisa— no sólo fue un trazo íntimo a uno de los anhelos de su madre (conocer el mar). También es uno de los trabajos con los que Sonia Madrigal recapitula que su interés en las artes fue detonado por las dinámicas y roles de género en su familia.
Observar, construir y narrar a partir de las fotografías análogas de su madre, abuela y su bisabuela “es un homenaje” y, al mismo tiempo, una serie de pasos con la que guía su trabajo en las calles. “Siento que eso engloba todo lo que pudo haber sido para las mujeres de diferentes generaciones. Para mí, siempre ha sido muy importante contar la historia de las mujeres de mi familia y de las que nunca tuvieron oportunidad de contarle su historia a alguien”, explica.
Además de trayectos en combis, microbuses o vagones del metro, en el archivo fotográfico de Sonia Madrigal destacan escenarios urbanos en los que las mujeres hacen las compras, enlistan en voz alta los productos de su canasta básica, van a misa, llevan de la mano a sus hijxs, se abotonan suéters que ellas mismas confeccionaron, sonríen cuando reciben flores y globos, se acomodan el pelo y hablan con sus vecinas o conocidas para organizarse, ya sea para celebrar un cumpleaños o para discutir cuáles son las necesidades de su comunidad.
El fotoperiodismo de Sonia recuerda que son los trabajos de los cuidados los que hacen posible la vida en todos los sentidos: en lo público, lo privado, lo íntimo y lo político. Así lo reafirma cuando pregunta a las pasajeras si puede sacar su cámara o cuando curiosea un álbum familiar que reitera que en Neza, uno de los grandes de la periferia del Oriente, las mujeres forman parte de su historia y luchas de resistencia.
Sus recorridos al Lavadero El Lodazal antecedieron a las acciones gubernamentales para garantizar el derecho al acceso al agua de lxs habitantes de la colonia Las Virgencitas en los años 40. Antes de que el municipio fuera incluido en las políticas de urbanización, participaban en las jornadas para buscar suministros de energía eléctrica en zonas aledañas o juntaban los envases vacíos de detergentes y latas de refresco para las instalaciones de luz que tanto demoraba la administración local; a finales de los 50 y principios de los 60, cuando Neza ya contaba con al menos 33 colonias, abuelas, madres, hijas y vecinas salían a recolectar firmas para solicitar la pavimentación. Pensemos también en cómo su trabajo fue primordial para el auge del comercio en los 80.
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“Mujeres por un México Mejor” es la leyenda que aparece en uno de los muros de propaganda priista que llamó la atención de Sonia en 2015, año en el que la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado de México registró un repunte de las muertes violentas de mujeres en Chimalhuacán, Neza y Ecatepec. Actualmente, Neza cuenta con dos Alertas de Género: una por feminicidios y otra por desaparición. Desde febrero de este año, su geografía salitre también es sede de un Refugio Temporal para Mujeres, una demanda que colectivas y asambleas mexiquenses plantearon en abril de 2021.
Desde hace años el trabajo de los cuidados ha consistido en la organización comunitaria contra la violencia de género. Las mujeres protestan, convocan a talleres, brindan asesoría jurídica y a través del lenguaje del arte urbano nombran a las niñas y adolescentes que no han regresado a casa o a mujeres a las que les han arrebatado la vida al interior de lo que ellas consideraban un hogar. Esto también edifica el archivo de Sonia Madrigal.
De sus viajes en el transporte público, visitas al tianguis y contemplaciones a parques y espacios donde las infancias juegan, la fotógrafa ha aprendido que platicar entre pares es una de las formas en las que, históricamente, las mujeres han ocupado y transformado el espacio público. En estas charlas, las abuelas, en un argot muy coloquial, han problematizado los impactos que tiene la desaparición de cuerpos de agua (como el Lago de Texcoco) en las identidades personales y comunitarias y las madres han expresado su hartazgo frente a la invisibilización de las tareas domésticas y la crianza.
“Pienso mucho en que las mujeres siempre estamos pensando en alguien más. Pero estos trabajos nunca fueron reconocidos y mucho menos remunerados”, manifiesta Sonia en eco a los recuerdos que tiene de su vida familiar; era su madre la que se encargaba de la educación de ella y de la de su hermano y su abuela y bisabuela a las que solían rodear los silencios.
Los intercambios entre vecinas también han tejido una solidaridad y empatía en las que confían para que las niñas puedan vivir sin miedo. A lo largo de los poco más de 10 años que se ha dedicado a la fotografía y las artes visuales, Sonia ha acompañado a mujeres que se aferran a un futuro menos hostil y exigen justicia, como Irinea Buendía Cortés, madre de Mariana Lima Buendía y defensora de derechos humanos.
De ella y de las intervenciones político-artísticas que se hacen en memoria de víctimas de feminicidio, Sonia ha aprendido que, además de una responsabilidad social, la fotografía tiene un potencial para recuperar y fortalecer las genealogías de la protesta feminista.
“Es necesaria una narrativa de la protesta. Eso me lo reafirmó Irinea, cuando estábamos participando en la colocación de cruces. Yo estaba ahí observando y se me hacía un poco difícil, que en lugar de ayudar físicamente, estuviera ahí para tomar las fotos. Pero ella me dijo que era importante que hiciera las fotos porque en ese momento nadie lo estaba registrando”, me contesta después de que debatimos sobre las distancias que algunxs artistas, periodistas y documentalistas marcan con las historias y la gente.
Sonia y yo coincidimos: sentimos cierto alivio de que cada vez la falacia de la “objetividad” y “mostrarse desapercibida” son recomendaciones menos frecuentes en el gremio. “Al momento de hacer mi trabajo, yo también me inserto en la narración (…) Es importante narrar las historias que nos tocaron vivir desde dentro. Es importante que nosotras empecemos a narrarnos”, expresa mientras recapitulo las veces en las que sus fotos —esas en las que sus protagonistas son mujeres de diferentes edades que visten pantalones de mezclilla, sudaderas deportivas a la cintura y playeras con estampados; se dirigen al trabajo, la escuela o alguna reunión con sus amigas o convocan a restaurar los murales o memoriales— me recordaron que somos muchas las Mujeres por un México Mejor, por un municipio, un estado y un país que a diario grita “Vivas y Libres Nos Queremos”.