Cualquier persona del siglo XXI con acceso a internet puede afirmar que ha vivido en menor o mayor medida de algún tipo de violencia estética. Justo esto es lo que muestra Coralie Fargeat, directora francesa, con su última película La Sustancia: un comentario sobre la violencia estética, el sexismo y la obsesión de Hollywood con la belleza hegemónica. Si ya la vieron saben que el horror corporal es un vehículo importante para contar la historia y si aún no la han visto, prepárense que van a presenciar un carnaval grotesco de sangre, pellejo y desgarros musculares.
Octubre es el momento perfecto para explorar terrores, fantasmas y demonios que, desde la ficción, nos pueden llevar a reflexiones significativas sobre nuestras sociedades. Y es que el terror social pone bajo la lupa temas que sí asustan de verdad como la misoginia, el racismo, la transfobia, la homofobia, el clasismo, la gordofobia, el capacitismo y con un tinte hiperbólico le dice a la audiencia: vea que estas cosas dan más miedo de lo que usted se imagina.
Es importante recordar que en otras ocasiones hemos hablado del terror para discutir sobre la exploración que hace este género sobre marginalización de experiencias o identidades de ciertas personas como se expuso en la columna “La realidad siempre supera a la ficción” y La sustancia no se queda atrás en esa búsqueda.
La imposición constante y aguda de las sociedades postmodernas sobre lo que es bello determina otras muchas valoraciones sobre capacidades, uso del tiempo, autoestima, relevancia, credibilidad, etc. Si bien esta imposición es una intersección inescapable de nuestra época y contexto, no se puede negar que los cuerpos que más cargan con esta opresión son los de las personas cuyas identidades o expresiones de género se relacionan con la feminidad. En el caso de esta película es una mujer cisgénero quien nos lleva de la mano a través de la conflictiva historia que tiene con su cuerpo, su edad y su carrera.
Elisabeth Sparkle, el personaje principal que es representada por Demi Moore, es una celebridad en decadencia que solía ser famosa por su figura, su belleza y su juventud. Dentro del marco del horror social, la incomodidad es crucial para el desarrollo de cualquier película de esta índole. Desde el principio, la audiencia se ve interpelada por un productor desagradable, morboso, ruidoso, descuidado, Harvey, que es interpretado por Dennis Quaid, que saca a Elisabeth de su programa sin ningún tipo de decoro.
Lo grotesco juega aquí un rol que resalta lo terrorífico que es el sexismo, pues él representa justo esa estatuilla de un hombre cisgénero, blanco y con plata que no tiene que esconder sus arrugas, ni sus precarios modales, no esconde sus deseos sexuales por personas mucho más jóvenes que él; es la antítesis de Elisabeth, porque aunque no tiene nada de lo que exige: belleza hegemónica, juventud y talento, sí es quien juzga que la protagonista ya carece de esos elementos y quien tiene el poder de dejarla sin empleo y de minimizar sus contribuciones.
Esta relación entre Elisabeth y Harvey es el abrebocas de algo que será una línea narrativa muy importante en toda la película: este es un mundo de hombres cisgénero blancos y ricos. Es decir, en este mundo cualquiera que no sea como ellos debe someterse a sus visiones, reglas e ideas. Elisabeth solía ser aceptada entre ellos porque era un producto de consumo aceptable, pero la vejez no es algo que se tolere en su medio.
Entre las cosas más aterradoras a las que se enfrenta la audiencia es que pese a todo lo que podría disfrutar Elisabeth en su retiro: dinero, reconocimiento, tiempo libre; ella también ve en su belleza “perdida” y su juventud los únicos factores que determinan su valor y relevancia. La vemos rodeada de una soledad y un silencio que en un principio nos inquieta y más tarde nos aterra. Y la película se encarga de mostrarnos qué tan apabullante es ese aislamiento con planos donde vemos mucho espacio: grandes pasillos, grandes paredes vacías, grandes ventanales que no muestran más gente, un montón de espacio y distancia. Ese juego con la perspectiva nos lleva a sentir el mismo ahogo que siente la protagonista.
Y cuando el dolor de su propia insignificancia le gana, la protagonista decide comprar una sustancia que le permitirá obtener una versión más joven y más hermosa de ella misma. A partir de este momento, las cosas se ponen más gráficas y más tortuosas. La película habla a través del cuerpo de Elisabeth, quien básicamente da a luz a otra ella que la desgarra, la rompe y la transforma para siempre.
Aquí, la experiencia corporal es una estrategia de terror, porque el sexo, la comida, la limpieza, el dormir, el vestir se usan para resaltar que solo un cuerpo blanco, delgado, hegemónico merece, en esta idea de mundo, reconocimiento de sus necesidades de la más básica hasta la más sofisticada. Es la doble de Elisabeth, Sue, interpretada por Margaret Qualley, quien la pasa bien cuando se asea, cuando sale a bailar, cuando se viste, cuando trabaja, cuando está con otras personas.
El cuerpo también está enmarcado en la pregunta por el gozo y el placer, las mujeres cis que participan de este mundo y en especial de las dinámicas de Hollywood, ¿conocen qué es lo que realmente les gusta o es todo un horroroso reflejo del sexismo y la cosificación? Porque vemos que cuando Sue tiene sus siete días la pasa bien. La vemos convertirse en este producto de consumo en una felicidad que después descubrimos como plástica y débil, pero que en un principio leemos como genuina.
A ella la relacionamos con la productividad, Sue sí se levanta temprano, con la idea de salud y bienestar que nos vende el capitalismo, es Sue a quien sí se le “nota el ejercicio”. Es Sue el cuerpo que abusa de la sustancia, quien merece atención, quien justifica el abuso de Elisabeth: que debe ser aislada, que es despojada de toda humanidad. Queda esta idea en el aire que comparten ambas o que es de Elisabeth, la original, de que sin belleza y sin juventud la vida no vale la pena. La audiencia queda también con ese frío en las entrañas, digno del terror, de no entender qué es lo que busca Elisabeth, qué es lo que busca Sue, porque ella misma se somete al escrutinio de una cosificación salvaje y despiadada; parece que es ahí donde ella encuentra algo de paz. Vemos más adelante que el costo de esa validación, de esa mirada de aprobación del hombre cis, heterosexual, blanco y con plata es demasiado alta; ella queda literal y figurativamente sin ningún tipo de forma.
Al final, Elisabeth/Sue termina desfigurando todo lo que considera significativo, porque no encuentra un balance. Vivir en una realidad tan desprovista de empatía, tan frívola y tan superficial es vivir en el absurdo y así es como la película cierra: deja a la audiencia en un absurdo total, donde todo carece de sentido, donde ni la anatomía, la física o la moral tienen sentido alguno. Solo una regadera de sangre que en medio del asco nos hace reír, pero no porque el horror sea menor, sino porque ya no podemos escondernos de lo ridículo que resulta pretender y desear encajar en estándares tan inhumanos. Siento que esa última versión de Elisabeth sí es una burla a los estamentos más tontos sobre lo que hace a una mujer bella: sonreír de manera permanente, no tener pelo, tener pechos firmes y notables. Fíjense en esa monstruosidad con la que cierra la película.
Una vez más el terror social trae preguntas envueltas en sombrías formas que nos llevan a decir que si bien la ficción hace un esfuerzo magnánimo, la realidad del sexismo la supera.