La frase pertenece al diseñador francés Yves Saint Laurent, quien fuera uno de los mayores defensores del prêt-à-porter como respuesta al elitismo de la Alta Costura y quien ubicaría su boutique en la rebelde Rive Gauche, «la orilla izquierda del Sena», la zona más bohemia y combativa de la París de inicios del siglo XX, un hito en la democratización de una moda que se reducía entonces a los salones de la alta costura a los que solo podían acceder mujeres ricas. Una frase que nos viene muy bien para hablar de lo ocurrido hace unos días en la posesión del nuevo Congreso.
El 20 de julio se posesionó un nuevo Congreso en Colombia, con más mujeres que nunca antes (86) y muy cerca de cumplir con el 30% de la cuota legal, y aunque esos números aún no sean suficientes para hablar de igualdad, sí son suficientes para que la misoginia aflore en los comentarios. Cuando las mujeres irrumpimos en lo público, el escrutinio es diferencialmente mayor y particularmente estético y si estas mujeres además son de izquierda, la crítica viene con calculadora en mano como bien pudimos confirmar. El acto de posesión estuvo lleno de resignificaciones y símbolos, y la moda, por supuesto, fue uno de los más visibles y asimismo, uno de los blancos más fáciles de críticas misóginas y opiniones tendenciosas.
Ese día se posesionó una bancada progresista fortalecida y en ella, varias feministas como Maria José Pizarro, Angélica Lozano, Cathy Juvinao, Mafe Carrascal, Jenniffer Pedraza, Susana Boreal, Martha Alfonso, Julia Miranda y Lina Garrido, quienes atendieron el llamado de la campaña ¡Paridad Ya! a portar prendas moradas para visibilizar su compromiso con los derechos de las mujeres. Pero, además del simbolismo morado, la moda fue portadora de otros recados. Vimos mensajes de reivindicación en los estampados africanos de Kolo Altamixtura que lució Cha Dorina, la primera mujer palenquera en llegar al Congreso; en el atuendo tradicional de Aida Quilcue, la primera mujer indígena que llega al Senado por la circunscripción especial Indígena, y en la manta Wayuu y el bastón que portaba Karmen Ramírez Boscán, congresista electa de los colombianos en el exterior, que le fue entregado por los pueblos indígenas de Cauca y la Amazonía. Y vimos el compromiso con la paz, presente en el cinturón de Tejidos Chakana usado por Mafe Carrascal y en el blazer de la marca Tarpui (teñido naturalmente con flores ojo de poeta y eucalipto) y la pañoleta con un mensaje claro contra los feminicidios, firmado por la marca Manifiesta, que usó Jenniffer Pedraza; tres iniciativas de moda reconocidas por su trabajo con firmantes de paz y su compromiso con la sostenibilidad.
Y es que la moda, lejos de ser un asunto superficial, es un lenguaje en sí mismo, un compendio de códigos y símbolos que usamos, a veces de manera consciente, para hablarle al mundo. Es ahí, cuando tomamos una postura que va desde las prácticas que financiamos con esa compra hasta las implicaciones de vestir una prenda retando al statu quo como lo hizo el congresista Andrés Cancimance que llegó en tacones, cuando decimos que la moda es política. Es político que cada vez más feministas ocupen espacios de poder; es político que se apoyen emprendimientos que emplean firmantes de paz; es político que lleguen mujeres palenqueras e indígenas al Congreso; es político usar moda colombiana de una diseñadora que paga salarios justos y dignifica el oficio artesano.
Pero todo esto pasó a un segundo plano para dar espacio, una vez más, a esa discusión insulsa y estereotipante sobre lo que deben usar y pueden pagar las mujeres de izquierda, una discusión ligada directamente a los lugares que estas mujeres deben y pueden ocupar en el mundo, al control de sus acciones, decisiones, agencia, gastos y finanzas, lógicas patriarcales reforzadas con los prejuicios que persisten frente a la izquierda y que arrojan consignas tan retrógradas y lamentables como que las mujeres de izquierda no deben usar ropa de diseñador. ¿Por qué creen que la izquierda no puede ganar lo mismo que ganan personas de derecha por desempeñar el mismo trabajo y gastar conforme a ese sueldo? ¿Quién les hizo tanto daño? Ya va siendo hora de que reformateen esos imaginarios obsoletos y referentes distópicos, se replanteen las críticas y amplíen su percepción limitada de izquierda a algo más allá del fantasma castrochavista que habita sus prejuicios.
Se desmayarían estas señoras si se enteran de que sus gafas de la temporada las firma una mujer que militó en el comunismo italiano de los 70s y asistía a las manifestaciones del partido usando Saint Laurent, cuestionando el mismo prejuicio que hoy nos atañe: que la izquierda no puede consumir moda de diseñador o lujo. Y la joven Miuccia no era la única, pero a las narrativas de la industria a veces se le “olvidan” esos detalles.
La moda es un lenguaje que también pueden hablar las mujeres de izquierda (y sí que lo han hecho), de manera fluida y diversa, en un espectro cada vez más amplio, ocupando espacios de poder, un poder que antes se les negaba y del que también se hablaba desde el vestir pero claro, eso nunca se le ha cuestionado a los hombres ni a las mujeres de derecha porque se ha naturalizado por siglos que el poder se sostenga de un solo lado. Pero el poder se ocupa, se habita y se viste de muchas formas y ahora nosotras también lo estamos ocupando, acostúmbrense.