
Que RBD, un grupo de actores y actrices que interpretó a una banda “juvenil” hace casi 20 años se reúna para repetir su performance dosmilero y agote 6 shows en el Foro Sol de Ciudad de México, 4 en el Estadio Atanasio Girardot en Medellín y 30 en Estados Unidos, responde a un fenómeno que amerita cuando menos analizar y analizarnos.
No hablo del fenómeno cultural que fue la telenovela mexicana Rebelde (2004) ni el grupo de pop que nació de ella, ni la serie Rebelde Way (2002), creada por la argentina Cris Morena que fue la precursora de todo eso. Hablo del fenómeno de la nostalgia, una de las tantas secuelas y pocas certezas que nos deja la pandemia. Y es que tuvimos tanto tiempo y silencio de más para sobrepensar y recordar, quizás demasiado, que nos dedicamos a buscar en vidas pasadas un poco de orden entre el caos y algo que nos confirmara que el tiempo pasado sí fue mejor, porque, en tiempos de crisis, es lo que mejor sabemos hacer: buscar certezas en el baúl de las memorias y en el pasado como una suerte de escape a un presente incómodo y a un futuro aún más incierto.
No es casualidad que fuera en 2020, el primer año de la pandemia, que se anunciara que la música de RBD volvería a estar disponible en todos los servicios de streaming y de regreso en tiendas (quizás muchas personas no lo habían notado hasta entonces pero la música de RBD no estuvo en plataformas de streaming online después de que Universal Music comprara EMI).
La nostalgia ha sido y sigue siendo consuelo y mecanismo de supervivencia y afrontamiento popular y el marketing lo sabe y nos la vende en pequeñas dosis. El regreso de RBD es un tarrito de píldoras de nostalgia con corbatas rojas que compramos y consumimos “felices” y endopaminadas como tantos otros productos audiovisuales con el mismo componente activo, nadando en círculos en nuestras propias nostalgias, extasiadas en un opio emocional para la ansiedad colectiva que puede resultar adictivo pero engañoso, pues NO todo tiempo pasado fue mejor.
Pero volver a ver a estos personajes en escena es volver a principios de los dosmiles, a la juventud millennial, a esa época que la sociedad y la cultura se encargaron de hacernos creer que fue la mejor etapa de nuestras vidas, la misma cultura capaz de crear estos productos y mantenernos aferradas a esas ideas, añorando esa juventud y alimentando la espiral de dependencia y consumo. Sobra decir que este fenómeno afecta particularmente a la población millennial que, ya es hora de aceptar, estamos lo suficientemente viejos para añorar nuestros años jóvenes pero con la energía necesaria para aguantar un concierto malo por pura nostalgia. Porque concierto bueno sabemos que no será, y también ya estamos maduras para aceptar que vamos a un show de nostalgia, no por la música ni la calidad vocal de la banda. Mientras tanto el parche centennial, que apenas estaba naciendo cuando nosotras ya cantábamos Sálvame e idealizábamos a personajes tan problemáticos como Mia Colucci, permanece inmune, ya seguramente tendrán sus tarritos de nostalgia generacional propios en unos años, como los han tenido todas las generaciones.
Está clarísimo que la novela del 2004 no pasaría ninguno de los filtros críticos de los que hoy disponemos para decidir si un contenido audiovisual refuerza estereotipos, incluye discursos de odio o normaliza cualquier forma de violencia. Desde el uniforme de colegiala sexy, pasando por el bullying, la gordofobia ejercida contra Celina, el clasismo, la blanquitud absoluta, la homofobia, el acoso, la cosificación, las relaciones violentas, el abuso emocional, los trastornos alimenticios, el slutshaming hacia Vico, los celos y la manipulación de Miguel, hasta el aspiracional más violento para una adolescente en los dosmiles: Mia Colucci (Anahi).
Mia encarnaba el ideal de belleza dosmilero responsable de un montón de violencia estética que todavía nos juega en contra; blanca, rubia, adinerada, extremadamente delgada, insoportablemente caprichosa y consentida y, por supuesto, la más popular. Esto, en un momento de auge de las páginas “pro–Ana y pro–Mía” que promovían la bulimia y la anorexia entre niñas y adolescentes. La misma Anahí sufrió estos trastornos pero la producción no vio ningún problema en poner a dieta a su personaje o incluir líneas relacionadas con su peso.
Prácticamente TODO en la novela era problemático. Y bueno, triste sería si veinte años después no hubiéramos desarrollado una mirada más crítica de la basura emocional que consumimos por tanto tiempo. ¿Pero entonces, por qué volvemos a ese imaginario? ¿Acaso la nostalgia pesa más que nuestra capacidad de consumo crítico? No necesariamente, pero la nostalgia tiene que ver más con las emociones que con lo racional. No solo recordamos el tiempo pasado sino cómo nos sentíamos en ese momento. Entonces quizás podemos cruzar esa nostalgia con una mirada más consciente y recordar que también nos sentíamos inseguras, que sufríamos por unos idiotos iguales o peores que Miguel y Diego pero feos, y la nostalgia se vuelve cringe y momentos que nos mantienen humildes.
No voy a ser yo la que diga que está mal volver a algo que nos genere confort, que bastante difíciles han estado estos años para la mayoría como para ponernos moralistas, y mucho menos la que nos sume más culpas, como si ya no cargáramos suficientes, pero sí podemos reconocer que RBD fue parte de esa educación sentimental que nos formó tan MAL y que hoy tanto nos esforzamos por desaprender.
Y si la nostalgia nos va a seguir llevando a ese lugar común tan peligroso del novelón latinoamericano, al menos lo haremos con otras lecturas y herramientas. Lo cierto es que volver a esos referentes familiares, así fueran pésimos referentes, resulta igual una válvula de escape a cuando la vida nos era más fácil, cuando nuestro bienestar no estaba amenazado –o al menos no tan tangiblemente como en 2020–, a cuando no teníamos que preocuparnos por pagar arriendos, ni planillas de aportes, ni pensiones voluntarias y mucho menos por un virus que iba a llegar a cambiarnos la vida y llevarse a más de 6 millones de personas.
Al final la esencia de la nostalgia es esa, edulcorarnos con recuerdos agridulces porque sabemos que no van volver y de alguna forma, esa misma imposibilidad nos termina protegiendo de la romantización e idealización a la que se presta tan fácilmente nuestra memoria.
No, los primeros dosmiles no van a volver (y en muchos aspectos, se agradece que no vuelvan nunca más) pero por brevísimos instantes como un reencuentro de RBD, pareciera que sí, y aunque seguramente el concierto será musicalmente flojísimo, emocionalmente, la idea de escapar y volver atrás 20 años resulta reconfortante. Pero todavía más reconfortante es no tener que vivir esa ansiedad, esa inseguridad y sobre todo, esa precariedad en términos de discursos, porque bastante se ha avanzado ya. Puede ser que de todo lo que nos dejó RBD, la única enseñanza valiosa sea esta de ver hacia atrás con nostalgia, con un ojo más crítico, sabiendo que no todo tiempo pasado fue mejor, y también con compasión por quienes éramos en ese momento, sin juzgarnos por disfrutar cantar Y soy rebelde, Ser o Parecer, Un poco de tu amor y por supuesto Sálvame a grito herido en un estadio repleto de millennials nostálgicas. Porque esas millennials nostálgicas ya no estamos para más juicios y fiscalización.