
Los primeros síntomas de este mal los empecé a percibir poco antes de la pandemia, en mis conversaciones como tallerista en diversos espacios supuestamente pedagógicos y de formación política antirracista, feminista y descolonial, cuando la gente más jovén empezó a sentir temor de hacer preguntas sobre asuntos políticos; temor a decir algo racista y ser señalados como racistas, misóginos, retrógrados; temor a la sanción social; temor a la “cancelación” que les dejaría en ese lugar de una vez y para siempre.
En ese clima social la híper corrección política se volvió igual o peor de engorrosa que las expectativas de pureza y buenismo de la iglesia católica, y también igual o peor de hipócrita. Poner sobre la carne de figuras destacadas nuestras expectativas de “coherencia política” hasta volverlas ídolos y dioses es completamente insostenible. Si algo nos han enseñado las luchas populares es que, aunque los liderazgos son importantes, los cambios se consiguen desde lo colectivo. Y como desde el poder la únicas figuras mesiánicas que pueden cumplir sus promesas, aunque estas sean de violencia, saqueos, genocidios y explotación, son las fascistas, son esas figuras las que lideran el mundo.
En medio de la angustia que genera este sistema capitalista decadente, que amenaza a gran parte de la población con morir de hambre y en la miseria, y en pleno caos y violencia resultado de las desigualdades abismales producto de la acumulación originaria del capital, la gente solo quiere la promesa de un lugar de privilegio, fuera de las gruesas filas de la pobreza. Y, con tal de aferrarse a esas ventajas reales o imaginarias, las personas están dispuestas a sostener en el poder a los multimillonarios fascistas, que se presentan como genios en finanzas, aunque todo lo han heredado, y los únicos salvadores que pueden prometer tal lugar favorecido, así sea a costa de las más terribles atrocidades. Son ellos, los hombres blancos, nazis y genocidas, empresarios y políticos, la fuerza fascista que controla el mundo.
Del otro lado, las corrientes políticas que se enuncian progresistas han demostrado sus incoherencias e incapacidad de sostener la confianza del electorado. Al menos los fascistas han prometido violencia, atentar contra los derechos humanos y seguir apoyando el genocidio, y lo están cumpliendo… Si bien los movimientos progresistas no pueden resolver cinco siglos de desigualdad en pocos años de mandato, y mucho menos en el contexto de un sistema capitalista que nunca va a dejar de favorecer a los acumuladores originarios, no han logrado mantener la esperanza de que ese cambio es posible.
Ejemplo de ello son las recientes elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Los demócratas creyero quen la representación de una mujer negra como Kamala Harris era suficiente para ser vencer a Trump, mientras hablaban de justicia y apoyaban el genocidio en Palestina. Pero parte del electorado, el “centro” -un eufemismo para las derechas tibias-, se sumó al proyecto político fascista en nombre de la “coherencia” y le dio a los demócratas un voto de castigo.
Es precisamente en ese contexto de frustración económica y silencio para evitar ser canceladxs, que pareciera que hemos “ganado” el debate porque no nos están confrontando. Pero es ahí donde van a seguir apareciendo los votos de castigo, los votos por desesperanza, que sumados a las tendencias históricas de la ultraderecha, facilitan la llegada al poder de personajes abiertamente fascistas, racistas, misóginos y supremacías blancos que hacen saludos nazis como Trump, Bukele y Milei, con esas políticas autoritarias y antiderechos que ahora resultan muy “cool” para algunos, porque representan las fantasías más salvajes de consumo y nueva “rebeldía”. Para los más jóvenes, los fascistas son los nuevos rebeldes porque dicen lo que ellos piensan pero no se atreven a decir, vociferan sus discursos de odio y responsabilizan a lxs más vulnerables del fracaso económico, prometiendo enviarles a la cárcel para que sean “productivos”, porque representan un peligro, una amenaza para la sociedad.
La fuerza de los nacionalismos ha regresado a partir de la nostalgia de aquellos años en que, para ciertos cuerpos blancos o blanqueados de clase media, era posible comprar una casa, un carro y demás aspiraciones de la vida moderna, o migrar a otro país, con ciertos privilegios, documentos en regla, para cumplir “el sueño americano”. Paradójicamente, estos últimos, “los buenos migrantes” que eligieron creer que no encarnaban en el perfil criminal en ek norte global, que la limpieza social nunca les tocaría porque ellos sí eran “gente de bien”, son los que ahora se sienten traicionados con las deportaciones masivas. Hombres, mujeres y niñxs, encadenados y estigmatizados en las noticias como criminales de alta peligrosidad/terroristas, a quienes les han revocado residencias o cancelado sus procesos de migración, aunque, en muchos casos, como en de ese primer y controversial avión que llegó a Colombia, no tuvieran antecedentes penales.
Otra cara de ese fascismo abiertamente racista y aniquilador es la del gobierno de Luis Abinader en República Dominicana, contra la gente dominicana de ascendencia haitiana, contra todas, s, y todes quienes no encarnan las aspiraciones de blanqueamiento, eurocentrismo e hispanofilia del estado colonial. Ochy Curiel, en su libro Un golpe de estado: La Sentencia 168-13 Continuidades y discontinuidades del Racismo en República Dominicana, cuenta detalles del proceso histórico que dio lugar a la desnacionalización de miles de personas dominicanas desde el 2013. Esta continuidad del racismo antihaitiano deviene en política de estado, en racismo institucional que imposibilita la vida de todas las personas que, hasta entonces, habían sido dominicanas, y que tampoco cuentan con una nacionalidad haitiana, muchas no hablan francés, y no tienen una red de apoyo para rehacer sus vidas en Haití. El fascismo del estado dominicano, como todos los fascimos, ha convertido el cuerpo negro de piel oscura en un enemigo común, un chivo expiatorio, el culpable de la pobreza, la inseguridad y todos los problemas de la nación, como lo expone Ochy en su análisis sobre la Sentencia 168-13. Lejos de ser repudiado por la ciudadanía y la comunidad internacional, el fascismo de estado es aplaudido y respaldado por el silencio cómplice.
En mi momento más inocente creía lo más obvio, que las deportaciones masivas serían inconvenientes a largo aliento para los países del norte, como Estados Unidos, que no pueden sostenerse sin la mano de obra barata, y sin derechos laborales de los migrantes. Pero al parecer Trump tampoco quiere migrantes ni como mano de obra barata, porque el capitalismo ya no aguanta más. Él necesita “criminales” que pueda explotar en las cárceles, perseguidos bajo perfilamiento racial: negros, indígenas, mestizos, de Latinoamérica y El Caribe), los que son acusados en este sistema racista sin pruebas, pero tampoco dudas, para alimentar el negocio de las megacárceles de otros líderes políticos neofascistas como Bukele, y poco a poco regresarnos a un sistema esclavista, una vez más con la excusa moral, asociada a ciertos rasgos para deshumanizar y explotar.
Y es que el fascismo ahonda en las desigualdades, el caos, la violencia, la inseguridad, e invita a la sed de castigo. Me ha sorprendido ver a tanta gente cercana a mis afectos, muy pensante y progresista, pidiendo pena de muerte para los que “roban”, como si toda la riqueza en el capital inicialmente no tuviera su origen en el robo y el saqueo de tierras, oro, y cuerpos racializados, como si a los blancos que administran el estado no se les fuera a garantizar la impunidad. Está demostrado que la pena de muerte es racista, y es desproporcionadamente aplicada a los cuerpos negros en Estados Unidos. El fascismo atenta contra los derechos humanos que, históricamente, han sido un privilegio de la gente blanca.
Fuimos inocentes al creer que las herramientas del amo destruirían la casa del amo, aun cuando ya Audre Lorde nos había advertido que no sería así. No es posible destruir la casa del amo desde pedestales morales o idolatrías en la lucha. Si bien tenemos claro que el objetivo es desmontar el capitalismo, hasta ahora nada existe por fuera del sistema. Gran parte del activismo y de los lugares de lucha contra el sistema se han construido en dependencia de la cooperación internacional, haciéndolo insostenible por fuera de la lógica de las ongs y las fundaciones. En Colombia, uno de los países de latinoamérica que recibía mayor cantidad de dinero de cooperación internacional de USAID, organizaciones feministas, afro e indígenas, ya están desapareciendo por la desfinanciación y el capricho de Trump. Esta crisis de financiación es un recordatorio de la necesidad urgente de que el trabajo comunitario y el activismo sean sostenibles con recursos autogestionados y agendas completamente autónomas.
En este contexto de polarización, se ha vuelto fácil cancelar y expulsar de “nuestro bando” a personas que, aunque hayan dicho algo ofensivo o inapropiado, están cerca de nuestras ideas o son susceptibles a nuestra influencia política. Mientras tanto, el espectáculo fascista sigue en marcha, sin pudor, sin miedo a lo políticamente incorrecto, capitalizándolo y haciendo pedagogía al odio a plena luz del día. Nosotres, en cambio, nos vigilamos el tono, nos cerramos a la conversación y muchas veces no ofrecemos espacios seguros para que les más jóvenes puedan equivocarse, dudar o replantearse sin que sientan que serán cancelades. Y a veces confundimos su silencio con victoria. Sentimos que “ganamos” cuando se callan. Pero luego, en otro acto de esta democracia performática, nos cae como balde de agua fría la amarga realidad: les votantes primerizos, las juventudes que deberían ser nuestro lugar de influencia, terminan más cerca de la ultraderecha que sus propios abuelos. Porque en un mundo donde el miedo a hablar pesa más que el miedo al odio, ser fascista empieza a parecer lo más “seguro”.