
Hay 3 tipos de personas en enero. Las que empiezan el año sin aspavientos, pragmáticas, como si nada cambiara, como si solo empezara cualquier mes más. Están también las que se agobian con el regreso a la rutina, el trabajo, la continuidad y se arrastran en modo supervivencia porque no queda más. Y luego están las que reciben el año con la ilusión de los nuevos comienzos, la seguridad ontológica en cada afirmación de este año sí y la promesa de la hoja en blanco. O quizás todas somos un poco de las tres, pero siempre me seduce más la última.
Es como darle un voto de confianza al año que comienza, a una misma, a lo que viene y lo que haremos o dejaremos de hacer. Si bien nada cambia, todo siempre está cambiando y los comienzos, aunque simbólicos, traen consigo una maleta de posibilidades y un dejo de apertura y asombro desde los gestos más pequeños. Abrir la agenda nueva, escribir las primeras ideas y performar el ritual de empezar algo “limpio”, sin tachones, sin borrones, sin las 365 reuniones que pudieron ser un mail, sin los propósitos incumplidos, sin decepciones. Hasta Alejandra Pizarnik tenía ilusiones de año nuevo. “Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado ponerme buena y no buscar lo imposible sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo. Que me sea dado el interesarme por este mundo”, escribía un primero de enero en uno de sus diarios más a modo de plegaria que cualquier otra cosa.
Yo quisiera que me fuera dado este ímpetu de los enero cada mes. Que no se fuera extinguiendo semana a semana, que se mantuviera cándido, confiado, ajeno a las desgracias del mundo, a las presiones externas, al deber ser y hacer, que pasan por una trituradora ese ímpetu y lo devuelven en productividad. Y ya no se trata de cuántas ideas, cuántos proyectos, cuántas ganas, sino de resultados, mediciones, listas, comparativos, llegar a fin de mes, a fin de año y ver que las cuentas de los propósitos nunca dan.
Es 20 de enero, Trump es presidente otra vez. Es 22 de enero, Milei amenaza en tuiter y delira en Davos. La guerra en el Catatumbo escala. Las redes cada vez se ponen más hostiles y la engañosa sensación de poder ser mejores este año se diluye ya no con los meses, con los días, con las horas. No agobia enero, agobia la derecha timoneando el barco. Marea, confunde y desmoraliza. Es algún agosto y Alejandra escribe en otro diario que “Hay que luchar todos los días, como Sísifo. Esto es lo que no comprendo. Que la vida contiene días, muchos días, y nada se conquista definitivamente. Por todo hay que luchar siempre y siempre. Hasta por lo que ya tenemos y creemos seguro. No hay treguas. No hay la paz.”
Es 23 de enero y el ímpetu no alcanza ni para llegar a fin de mes con un mínimo de optimismo pero salgo de ahí, voy a un concierto en el centro, abrazo a mis amigas, me recargo en ellas, bailo, canto, vuelvo a confiar, a querer hacer cosas y enero vuelve a empezar, todas las veces que haga falta, enero vuelve a empezar.