
Un blanco insulso y desabrido, el más neutro de los neutros, fue anunciado por Pantone, la industria del color, como su color oficial para el 2026: el Cloud Dancer o Bailarina Disociada, como preferimos llamarlo. Es la primera vez en 27 años (desde que Pantone anuncia el color del año) que se elige un blanco y la decisión, como todo en esta industria, no es un gesto inocente ni aislado. El Cloud Dancer viene con su carga política de orden, higienización, pureza y seguridad, columnas vertebrales de las narrativas de ultraderecha.
Hablamos de una respuesta estética planeada por un grupo de personas en un salón, como explica Miranda Priestly a Andy en esa escena inmortalizada de El diablo viste de Prada: “Tú crees que esto no tiene nada que ver contigo; vas a tu clóset y escoges, no sé, ese viejo suéter de color azul, por ejemplo, porque quieres decirle al mundo que te tomas muy en serio como para interesarte por lo que te pones (…) y no te interesa el hecho de que en el 2002 Oscar de la Renta hizo una colección de vestidos cerúleos y luego creo que fue Yves Saint Laurent, si no me equivoco, el que hizo chaquetas militares cerúleas… Luego, el cerúleo apareció rápidamente en las colecciones de ocho diseñadores y después se fue filtrando en las tiendas de departamentos para ir luego a parar a un trágico Casual Corner donde tú, sin duda, lo sacaste del canasto de liquidación. No obstante, ese azul representa millones de dólares e incontables empleos y es cómico que pienses que tomaste una decisión que te exime de la industria de la moda cuando, de hecho, estás usando un suéter seleccionado para ti por la gente de esta sala entre un montón de cosas”. Y eso, más que el color mismo, es lo que habría que problematizar. ¿Quién determina eso que se va a usar? ¿Quién fija las tendencias? ¿Quién tiene el poder para hacerlo y por qué algo como la elección de un color del año que, además, sabemos que no es más que una estrategia comercial lejos de una medida real de uso, sigue siendo relevante?

Pantone justifica su elección como un llamado a la calma, al equilibrio y a reiniciarse, en respuesta a un clima global “saturado”. En otras palabras, un detox visual cuando el mundo se pone pesado. Pero esa calma —como tantos discursos de autocuidado individualistas— no es más que otro producto que se vende y solo es una posibilidad para quienes puedan comprarla empaquetada en prendas, productos de belleza y de diseño que se irán reforzando con el tiempo en colaboraciones con Sephora, Ikea y más. Es una simulación de calma forzada, casi una calma de I.A.; un impulso artificial hacia aquello que se percibe como neutral, puro, virtuoso, VIRGINAL, limpio, y se aleje de lo “ruidoso” o “excesivo”, borrando toda tensión en un performance ficticio, como el Nobel de Paz. Estamos frente a una apuesta por la estética de la desafección y la neutralidad: nada que produzca emoción, nada que produzca sentimiento, nada que narre demasiado, nada que denuncie, nada que nos conmueva. Esa neutralidad es solo otra forma de fijar un estándar, de normalizar unos cuerpos —y colores— y, en consecuencia, alienar otros. Y “tú crees que esto no tiene nada que ver contigo (…)”.
Valiéndose de mecanismos como la estandarización de las tallas y del color, la industria de la moda sigue instaurando y perpetuando un discurso, autolegitimándose a sí misma y a las estructuras de poder que la sostienen. El disciplinamiento social, como hemos dicho tantas veces, es una de las funciones que cumple la moda y lo logra mediante el control de los cuerpos, las siluetas y los colores.
Más que una decisión estética, la elección del Cloud Dancer es una movida política que coincide con el giro conservador y las búsquedas estéticas de pureza y limpieza visual de las estéticas hegemónicas en auge: wellness, tradwives, clean look, mujeres de valor, cultos de artistas, genocidios y limpieza étnica y social. Este blanco, un marcador de clase históricamente asociado a las clases privilegiadas, a sus deportes de élite (golf, tenis) y a espacios y entornos minimalistas que requieren tiempo, dinero, dueñidad y trabajo tercerizado y precarizado para mantener limpios e impolutos esos uniformes, pisos y paredes, es la contranarrativa para los colores alegres e intensos, asociados a las clases populares, trabajadoras, a otras representaciones culturales más allá de lo blanco/blanqueado y, por supuesto, a la diversidad sexogenérica.
Es cierto que la moda sigue siendo un síntoma de nuestros tiempos, y que esta elección por estéticas que transmiten control, calma, orden, habla de tiempos blancos, higienizantes y ultraconservadores, pero está dejando de lado lo que está provocando estos esfuerzos por restablecer un orden social cada vez más cuestionado y rechazado: las luchas sociales y la organización colectiva están avanzando, cambiando paradigmas y transformando sociedades. Por eso es ingenuo pensar que, ante las amenazas y nuevos ataques, en 2026 la respuesta será un silencio visual; por el contrario, la respuesta será ruidosa y a color, y lo realmente disruptivo será dejar de alimentar la espiral monstruosa de las tendencias de la moda “oficial” y boicotear esta idea anacrónica de que exista un “color del año”.
By linking whiteness to order, purity and class privilege, it exposes how aesthetic trends often serve existing power structures while masking themselves as harmless or apolitical. Its strongest point is the reminder that “neutral” is never neutral, and that fashion—whether through silhouettes, sizes, or colors—continues to discipline bodies and reinforce hierarchies. The closing argument, calling for noisy, collective resistance to imposed trends and Eggy Car to the very idea of a “color of the year,” effectively reframes style as a site of agency rather than passive consumption.
nice post!!