December 6, 2025

Del día de las velitas y los rituales que no desaparecen

La celebración del Día de las velitas en Colombia es uno de esos rituales que se resiste a desaparecer en la modernidad tardía.

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Uno de los recuerdos que más atesoro de mi infancia en Cali es la celebración del Día de las velitas. Eran los noventa. Nos reuníamos primos, tías y tíos en la casa de mi abuela a prender velitas y comer el primer plato navideño de la temporada. Para ese día, mi abuela ya tenía el arbolito hecho, la casa vestida de Navidad y, sobre la mesa, el mantel de velitas que mi mamá todavía usa en diciembre. Se sentía como un 24 chiquito.

Los adultos sacaban tablas de alguna cama y las acomodaban en el antejardín, como delineando los bordes de la casa hasta el andén, en una suerte de simetría ceremonial para luego poner en ellas las velitas de colores y los faroles de cartón y papel celofán. A mí me gustaban más las velas sin farol porque podía ver la cera derretirse y calcular el momento y temperatura precisas para armar las bolas multicolor que, todavía calientes, servían para corretear a mis primitos y hacerles un quemón en el brazo y, ya frías, quedarían para la posteridad (unos días o semanas, máximo).

El plato que acompañaba la noche y circulaba entre vecinas y vecinos llevaba natilla, buñuelos, hojaldre, Manjar Blanco o cortado y, en mi casa, no podía faltar el desamargado, un dulce típico del Valle hecho de cáscaras de frutas cítricas cocidas, brevas y almíbar. Mis tíos lo maridaban con cerveza, aguardiente y una playlist decembrina que pasaba por Pastor López, Los Corraleros de Majagual, Tania, Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, Guillermo Buitrago y otros clásicos decembrinos.

La cuadra se llenaba de sillas Rimax, platos de comida y botellas de trago que pasaban de casa en casa, de abrazos, música, gente que salía a bailar a la calle y lucecitas de colores en el cielo. Yo odiaba los estallidos de los cohetes; hubo una época en Cali en la que no se sabía si era pólvora o bala. Mis tíos siempre prendían algo y me angustiaba pensar que alguno podía salir quemado, pero me encantaba el olor de la pólvora y tener una chispita mariposa en la mano. Al día siguiente, por más tabla y farol, siempre había cera de colores regada en las baldosas del antejardín y, por más que se intentara quitar, algo quedaba; supongo que se integró con la baldosa y ahí debe seguir, una con el todo.  

Nunca entendí el significado religioso de la fecha. De pequeña creía que encendíamos velitas para iluminar el camino de la virgen porque esa noche salía a recorrer las calles… No sé de dónde o de quién habré sacado eso. Ya grande, supe que lo que celebra la Iglesia católica es la Inmaculada Concepción de la Virgen María, o más bien la proclamación del dogma en 1854 por el papa Pío IX, y que la noche anterior, el 7 de diciembre, las personas encendieran velas y faroles como muestra de apoyo y devoción. Lo cierto es que el origen y sentido católico de la celebración era lo que menos importaba. Vine a entender lo que le daba sentido ya vieja, después de años de no estar allá; se trataba de estar juntos, de habitar un espacio en común, en tiempo, cuerpo y presencia, y performar el ritual de apertura de la Navidad. Cualquier excusa para reunirnos y celebrar era bien recibida sin mayor escrutinio.

Cualquier excusa para reunirnos y celebrar lo que fuera era bien recibida sin mayor escrutinio. Así pasaba con las novenas. No importaba en absoluto nada de lo que estaba leyendo y, con el tiempo, recitando de memoria; importaba el gesto de estar ahí, presente, con esas personas, todas concentradas en una misma cosa, una oración, un código, una estética compartida, un creer en algo aunque no fuera en eso que rezaba. Y luego, siempre, la fiesta, los cunchos de trago que los pequeños a veces robábamos, y las colillas de cigarrillo amanecidas en el mantel de velitas…

En “La desaparición de los rituales”, Byung-Chul Han advierte que, en las sociedades contemporáneas, hiperindividualistas, solitarias, aceleradas y orientadas al rendimiento, los rituales que dan estabilidad a la vida social, generan sentido compartido y construyen comunidad, están desapareciendo. Y una sociedad sin rituales es una sociedad desvinculada y agotada. Se refiere, claro, a los rituales colectivos, no a prender un incienso en soledad; a esos rituales que estructuran simbólicamente la convivencia, que organizan el tiempo en comunidad porque se repiten, marcan un momento, desaceleran la vida, invitan a la pausa, crean continuidad, memoria, pertenencia y una narrativa compartida, en contraposición a una temporalidad líquida donde nada dura, nada se inscribe, nada permanece y la narrativa es individual.

Hace años no celebro velitas en Cali, pero no falta la amistad que organiza algo en su casa para encontrarnos, reunirnos y celebrar el inicio de la temporada navideña que, para muchas de nosotras provincianas, más allá de cualquier connotación religiosa, es el primer gesto de una secuencia vital: volver a nuestras ciudades, a nuestras casas, a nuestras familias, a nuestras costumbres, descansar por unos días de la tiranía de la hiperproductividad y entregarnos sin más a las fiestas, al baile y al goce decembrino.

Supongo que esa es la densidad simbólica de la que habla Han: la memoria familiar, la continuidad generacional, el recuerdo que opera como ancla afectiva vinculante. Pero todo eso que él dice que está desapareciendo en la modernidad tardía permanece en un ritual tan sencillo como este y en tantos que sobreviven y sostienen tejido social en otras geografías: las fiestas tradicionales, las fiestas de los pueblos, la fiesta, los carnavales, los conciertos, las peñas y otros ritos de fiesta y de paso que siguen produciendo un sentir común.

Es cierto que tenemos cada vez menos tiempo, energía y espacios para sostener el encuentro; es cierto que son tiempos de desafección y desvinculación exacerbadas por la sensación mediocre de conexión que instalaron las plataformas digitales y ahora también por las ficciones afectivas delirantes que ofrece la IA. Pero los rituales aún están ahí, este y tantos más, resistiendo y apelando a lo que queda de humanidad.

Quizás Byung-Chul Han debería pasar un día de las velitas en Cali y quedarse, de paso, todo diciembre.

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Autor

  • Feminista colombiana, cofundadora de la colectiva feminista Las Viejas Verdes y autora de los libros "La suma de todos los afectos" (Planeta, 2025) y “Que el privilegio no te nuble la empatía” (Planeta, 2020). Es economista de la Universidad Icesi de Cali y tiene más de una década de experiencia en análisis de tendencias sociales y culturales, cambio narrativo, creación de comunidades y comunicación digital. Desde 2018 se dedica de lleno al trabajo por los derechos humanos y es, actualmente, la editora general de Volcánicas.

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Comentarios

One thought on “Del día de las velitas y los rituales que no desaparecen

  1. Por años mi familia a llevado estos rituales y últimamente siento que se van perdiendo de a pocos; me abrió los ojos leer como no es tanto por el elemento católico, si no por la posiblidad de vernos y me conecto mucho con el porque me gustan tanto estos momentos de diciembre, gracias por el artículo.

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