
Su legado está sembrado en la tierra; florece con la fragancia de los duraznos que recolectan abuelas y nietas. Es nómada e inquieta; vive en la copa de los árboles, en el agua y en el viento que trenza el cabello de mujeres lencas que, de generación en generación, han aprendido el arte textil, la alfarería y la conservación de artículos antiguos encontrados en los plantíos de café.
Su nombre está escrito en los más de 30 años de historia del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), en los pronunciamientos del movimiento ambientalista regional y en el respeto con el que la gente se acerca a su hija. “Su memoria está presente en todo el territorio, en la naturaleza viva. Habita en el río”, dice Bertha Zúñiga Cáceres mientras piensa en su madre, la activista Berta Isabel Cáceres Flores, de quien aprendió a reír y a tener confianza en las y los demás.

Bertha es la tercera de cuatro hijxs: su hermana mayor, Olivia, la menor, Laura y Salvador, el más pequeño. “Nacieron en la lucha” y bajo una crianza que nunca marcó distancia con el activismo hondureño y centroamericano. Desde muy joven, su abuela materna, María Austra ,se involucró en la defensa del territorio y durante el conflicto armado en El Salvador (1979-1992) ayudó a mujeres refugiadas, pues en ese entonces trabajaba como enfermera y partera.
Su papá, Salvador Edgardo Zúñiga Delcid, referente en la educación popular en la comunidad Ojo de Agua, creó el Frente Estudiantil Revolucionario de Occidente (FERO) y se opuso fervientemente a la ocupación militar estadounidense en Honduras. Olivia, Bertha, Laura y Salvador crecieron a la par de los primeros años del COPINH. Su madre y padre, ambxs cofundadores, les llevaban a asambleas en las que se hablaba de la organización como un contrapeso urgente a la persecución y el despojo en el departamento de Intibucá.
“Vengo de un entorno muy politizado. Vivíamos en casa de mi abuela. En las cenas se hablaba de política y analizábamos temas de coyuntura. Siempre escuchábamos noticias. No nos restringían nada […] Participé en obras de teatro y presentaciones con los pueblos garífunas. Cuando cumplí los seis o siete años empecé a tener un programa de radio en el que leía cuentos sociales”, reflexiona Bertha en alusión a su infancia y la de sus hermanxs.
Disfrutaban correr por el monte, sumergir los pies en los lagos, esconderse detrás de pinos diminutos —bosques enanos, les llaman—y sentir la brisa cuando montaban a caballo. Pero desde muy corta edad lxs Zúñiga Cáceres fueron conscientes de las amenazas contra su hogar.

En la década de los 90 Honduras atravesó por un proceso de transición en el que se agudizó la dependencia económica del capital extranjero y los gobiernos implementaron políticas dirigidas a la reducción del gasto público y la explotación de recursos naturales para saldar la deuda internacional.
La Esperanza, municipio en el que nacieron y crecieron, se convirtió en un sitio de interés turístico y en un punto estratégico para la industria petrolera. Las comunidades garífunas advirtieron una grave erosión costera, afectaciones a los manglares y bloqueos en las fronteras con Guatemala y Belice. Organizaciones locales, entre ellas el COPINH, también denunciaron cómo estos cambios —promovidos como requisitos para la “consolidación de la democracia”— tendrían un impacto en la crisis climática y la vulneración del derecho a la tierra y la soberanía alimentaria.
Para familias como la de Bertha, el silencio nunca fue opción. “Mi mami era bien estricta en eso. Decía: ‘no quiero que mis hijas y mi hijo sientan apatía ante la situación de Honduras, que no se involucren o sean todo lo contrario a lo que sus padres defienden”, comparte sobre uno de los recuerdos más nítidos que tiene de su madre y en eco a las palabras que escuchaba cuando, de niña y junto a otras personas de la comunidad, visitó El Tigre, isla biodiversa al occidente del país que hoy es epicentro de la deforestación, cultivos del narcotráfico, construcciones de carreteras, minería ilegal y represión contra ambientalistas.

“Desde que comenzaron las luchas por la represa de El Tigre a mí me montaron a un camión con gente que conocía a mi mami; me cuidaban, daban de comer y acompañaban. Yo era una persona más […] La comunidad siempre estuvo muy involucrada. Se reclamaba mucho al Estado la posesión de las tierras y hubo unos terratenientes que arrestaron y torturaron a varios líderes”, relata.
De acuerdo con Front Line Defenders, en 2023, Honduras ocupó el cuarto lugar con el mayor número de asesinatos de defensores en Latinoamérica, antecedido por Colombia, México y Brasil. Entre 2012 y 2024, el 62% de las agresiones documentadas por la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos (IM-Defensoras) correspondió a ambientalistas y desde 2016 esta problemática se ha agravado por la criminalización mediante el derecho penal. Las personas más afectadas —víctimas de asesinatos, desapariciones, desalojos forzados, incendios en sus viviendas, detenciones arbitrarias y racismo institucional — son las que se oponen a proyectos en beneficio de empresas aceiteras y azucareras.
“Cuando era pequeña sentía mucho terror. De adolescente, en alguna ocasión llegué a decirle a mi mami que ya no trabajara en eso, que hiciera otra cosa. Le decía: ‘¿por qué no podemos tener una vida normal?’”, cuenta Bertha sobre la vez en la que ella y su hermano Salvador, en ese entonces de cinco años, tuvieron que irse a una comunidad remota por toda una semana, mientras la persecución a líderes de La Esperanza y El Tigre cesaba un poco.
Recuerda cómo la situación de violencia fue el único motivo por el que ella y sus hermanxs pudieron tener perros. “Había muchas amenazas contra la gente que estaba en la lucha. Nos dejaron tener perros, no por algo que tuviera que ver con las mascotas, sino por nuestra seguridad”, dice antes de que su mirada delinee los detalles del retrato de su madre para encontrar fuerza y hablar sobre los días en los que, atravesada por un duelo interrumpido, se acercó a las compañeras del COPINH y otras organizaciones hondureñas y centroamericanas para prometer que Berta Cáceres Flores seguiría viva en el río, el viento y las montañas.
El río se llama Berta, Tomás, Maycol y Paula
Sus aguas fluyen con fuerza, acaricia manos campesinas y se camufla entre el follaje del carao. Así es como el pueblo lenca describe al Río Gualcarque, un tesoro ancestral en la comunidad de Río Blanco que les permite llevar sustento a sus hogares y preservar su cultura. El cuerpo de agua también es una fortuna a arrebatar para corporaciones privadas y trasnacionales.
En 2010, el Congreso Nacional de Honduras aprobó 49 contratos para la explotación ambiental en la costa del Caribe y del Golfo de Fonseca. Del total de las concesiones, el 47% fue otorgada a la Asociación Hondureña de Pequeños Productores de Energía Renovables (AHPPER), lo que además de mantener y fortalecer el control de estos grupos económicos, se traduciría en negocios millonarios y el despojo.
Meses después de la decisión del Congreso, organizaciones indígenas denunciaron la autorización al proyecto de la hidroeléctrica Agua Zarca, propiedad de la familia Atala Zablah y a cargo de la empresa Desarrollos Energéticos Sociedad Anónima (DESA), señalada de actos de corrupción y violaciones de derechos humanos contra lxs lencas.

Desde un principio lideresas, líderes y habitantes de Río Blanco acusaron que no hubo una consulta previa a la construcción de la presa y que funcionarios públicos como los exalcaldes Raúl Pineda Pineda y Martiniano Domínguez incurrieron en la emisión de documentos falsos. A esto se sumó la denuncia del COPINH ante la fiscalía por abusos de autoridad perpetrados por Rigoberto Cuéllar Cruz, entonces titular de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente (Serna).
En respuesta, en abril de 2013, más de 100 organizaciones y asambleas indígenas levantaron la Toma del Roble, acción de defensa territorial que fue reprimida y criminalizada por DESA, la policía y batallones de ingenieros. En los bloqueos de carreteras, las lecturas de pronunciamientos contra proyectos neoliberales y la siembra colectiva de maíz participaron lideresas, líderes, infancias y adolescencias. La hostilidad e incertidumbre eran innegables.
“No era la primera vez que el COPINH luchaba por procesos transformadores complicados. Pero nunca habíamos vivido algo similar a lo que se vivía en esos años. Había amenazas, intereses de por medio, gente encarcelada y asesinada. Hubo un clima muy particular. Era como una guerra, como un conflicto armado. Mi mami tardó mucho en dejarme ir a Río Blanco. Ella manejaba mucha información y tenía mucha cautela. Para que yo pudiera visitar la comunidad de Río Blanco me obligó a decir que yo no era su hija e incluso tuve que presentarme con mi segundo nombre, con el que nadie me conocía”, recapitula Bertha sobre las noches en las que veía a su madre preocupada por las agresiones físicas, mediáticas, judiciales en su contra: un supuesto delito por posesión de armas, acusaciones por presunta usurpación de tierras, una captura a manos de la Policía Nacional, acoso sexual, intentos de secuestro, amenazas de muerte, la milicia amurallando su casa y notas de prensa que la retrataban como la cabeza de una familia disfuncional.

“Cuando quieran matarme lo harán”, fue una de las declaraciones que compartió Berta Cáceres con la periodista Nina Lakhani y también una de las heridas más presentes en los recuerdos de sus hijxs. Berta Cáceres dimensionaba el hecho de (sobre)vivir con medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) desde 2009 y pensaba en lxs compañerxs a lxs que les arrebataron la vida por defender su territorio. El río se llama Tomás García Domíguez, Paula González y Maycol Ariel Rodríguez García. El río se llama Berta Cáceres Flores.
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Laura y Salvador, lxs menorxs de lxs Zúñiga Cáceres, salieron de Honduras; les recibieron líderes y lideresas de otras organizaciones populares de la región. Bertha también estaba fuera. Se movió a México después de enterarse que DESA la estaba investigando. La violencia territorial se hizo espacio en las relaciones familiares: “Mi abuela estaba muy preocupada y, a veces, hasta enojada con mi mami porque varias veces no dormía en la casa; estaba en distintos lugares. Mi abuela siempre estaba pendiente en las ventanas y alerta de cuando se acercaban carros desconocidos”.
En la década de los 80, cuando brindaba apoyo a víctimas del conflicto armado en El Salvador, María Austra desapareció. Vivió en carne propia la fuerza abusiva del Estado. Las posibilidades de no volver a ver a su hija la mantenían en vela. Semanas después, María Austra y sus nietxs fueron ajenxs al consuelo y la paz que encontraban en la lluvia alimentando la vida a la que tanto se aferró Berta Cáceres.
2 de marzo de 2016
El defensor de derechos humanos Gustavo Castro Soto se cubrió los ojos con las manos, pero la visión de esa noche es tan cristalina como las lágrimas que empapan la tierra. Atónito y agradecido que la bala no le alcanzó la frente, escuchó tres detonaciones en la habitación de al lado.
Gustavo viajó de México a Honduras para impartir un taller a las y los integrantes del COPINH. Regresó con una herida en el dedo índice izquierdo y una ruptura que conmocionó a América Latina: ser el único testigo del crimen ambiental contra Berta Cáceres.
Horas antes de tenerla en los brazos con heridas de bala, Gustavo vio a Berta reír con su madre mientras cenaban en un restaurante de comida típica en Intibucá. De regreso al domicilio de Berta, en La Esperanza, Gustavo le dijo que la casa no contaba con las medidas de protección necesarias. Casi a la media noche —alrededor de las 23:40 hrs, ha detallado el activista—, cuatro hombres armados entraron a la vivienda y les atacaron. Gustavo sobrevivió y Berta falleció a causa de los disparos.
Fuera de Honduras, la CIDH, el Movimiento Amplio por la Dignidad y la Justicia, la Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo y Front Line Defenders repudiaron el feminicidio político y se sumaron a la demanda internacional de que la investigación estuviera a cargo de un equipo especializado.
En el COPINH, las actividades quedaron completamente paralizadas casi una semana, como recuerda Bertha: “Mi mami no sólo era la coordinadora; era una persona muy querida en las comunidades de Honduras y otros países. Los primeros días hubo un shock muy fuerte. La gente lloraba y yo trataba de consolar diciendo que mi mamá seguiría viviendo en el río y en la naturaleza”.

Paralelo al florecer de la primavera, los movimientos ambientalistas hondureños y regionales hablaron del crimen contra Berta como una llaga en la memoria histórica y como una estrategia para marchitar el futuro. “Las compañeras de Río Blanco tenían miedo de que se repitiera lo que pasó con mi mamá. Había mucha tensión […] Incluso en algún momento llegué a valorar que el COPINH pudiera destruirse. Las compañeras decían que el asesinato de mi mamá era una forma de querer acabar con la lucha de la organización”, sostiene.
A lo largo de casi una década el COPINH, asambleas, colectivos y movimientos populares de distintas partes del mundo han denunciado que la pregunta “¿Quién mató a Berta Cáceres?” no se puede plantear —y mucho menos responder— en singular.
En 2016, la labor del Grupo Asesor Internacional de Personas Expertas (GAIPE) fue clave en la identificación de los presuntos autores intelectuales, representó un contrapeso a las irregularidades cometidas por las autoridades hondureñas —desviar la investigación sugiriendo que se trataba de un crimen pasional y la remoción de abogados, por ejemplo— y documentó actos de corrupción detrás de la concesión del Río Gualcarque.
Para noviembre de 2018, el Tribunal Penal Nacional de Honduras condenó a siete hombres vinculados a DESA y el Ejército: Douglas Geovanny Bustillo, Henry Hernández, Mariano Díaz Chávez, Óscar Torres, Sergio Ramón Rodríguez Orellana, Edwin Rapalo y Edilson Duarte Meza, pero hasta 2021 las sentencias en su contra no eran firmes, según la Federación Internacional por los Derechos Humanos (FIDH).

En 2025, la CIDH instaló un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en Honduras para continuar con las indagaciones y la familia de Berta Cáceres y el COPINH han estado en comunicación con la Corte Suprema de Justicia, pues demandan que no se omitan los señalamientos contra los accionistas mayoritarios de DESA. También les preocupa que los abogados de los imputados argumentan que los juicios han sido arbitrarios.
Las luchas no se heredan; se acuerpan ¡Berta vive!
“- ¿Qué fue lo que te hizo dejar de creer que no podrías hacerte cargo de la coordinación del COPINH y asumir el rol en memoria de tu madre?
– La guía espiritual de las mujeres”
A la famila Zúñiga Cáceres y la comunidad de La Esperanza “les robaron buena parte de su vida y de lo que proyectaban para un futuro”. Mientras Bertha organizaba el reencuentro con sus hermanxs y las diligencias judiciales, en el COPINH sugerían que ella quedara en la coordinación. “Me resistí mucho tiempo”, dice la activista sobre un trabajo que hoy describe “como uno de los mayores aprendizajes” que le dejó su madre.
Después del feminicidio político de Berta Cáceres, los días en La Esperanza fueron difíciles: las defensoras dormían máximo cuatro horas y, por el cansancio, se les olvidaba comer. Recuperar el sentido y caminar hacia delante sin negar el pasado fue gracias a las guías espirituales, que año con año realizan actos de memoria en los que también participan artistas locales.
A Berta no la enterraron. A Berta la sembraron en su tierra, donde su gente siempre puede visitarla y sentirla en la fuerza del agua y las palabras de mujeres que se aferran a una existencia revolucionaria: en las artesanas, campesinas, educadoras populares, parteras, ambientalistas y niñas lencas a las que dedicó su discurso cuando recibió el Premio Goldman.


Berta dejó semillas. Su hija, con quien comparte nombre y una rebeldía contagiosa, sabe que la naturaleza la mantiene viva. Los ríos, los tallos de las hortensias, la fragancia de la madera, el viento, la viveza de los cultivos de chile, las tonalidades tornasol de los colibríes y el regocijo de lideresas que la cuidan y acompañan son lugares—espacios en los que Bertha Zúñiga Cáceres ve el rostro de su madre. Berta Isabel Cáceres Flores vive y Honduras seguirá levantándose por La Esperanza en que nunca más a una comunidad le roben parte de su vida y futuro.
