Hay una escena que guardaré por el resto de mi vida: mi abuelo en su cama, con un párkinson en su fase más severa, ya sin habla y sin movilidad, rodeado de ocho mujeres: su esposa, sus tres hijas, sus tres nietas y su única bisnieta. Semejante matriarcado en función del bienestar de mi abuelo en su etapa terminal.
Esta experiencia reciente de acompañar a mi abuelo a morir me dejó muchas reflexiones acerca de lo que implica el cuidado, sobre quiénes recae y lo poco (o nada) remunerado que es. Sin ir muy lejos, en todos los países de la región las mujeres dedican más tiempo a cuidar que los hombres, según las estadísticas de cuidado en América Latina de la CEPAL. En Colombia, las mujeres dedican en promedio 7 horas y 46 minutos al día en actividades de trabajo no remunerado y los hombres 3 horas y 6 minutos, según el DANE.
Estos datos coinciden con mi historia familiar: mi abuela nació en un hogar pobre de la vieja Habana, conoció a mi abuelo en la misma vereda y se casó a los 19 años. Al año siguiente, dio a luz a mi madre. Corría el año 1967 cuando emigraron a Venezuela. Desde entonces, mi abuela se dedicó a los trabajos del hogar. En Venezuela tuvo dos hijas más. Sin mayor red de apoyo, mi abuela ocupó sus días en función de la familia, en cocinar alimentos para todas y alistar la ropa para que mi abuelo, comerciante, saliera a trabajar.
Esa dedicación de mi abuela sostenida en el tiempo permitió que mi madre entrara en la facultad de medicina y estudiara una carrera universitaria, algo que ella no pudo hacer al estar tiempo completo al frente de los cuidados del hogar. Mi abuela nunca recibió una retribución económica por sus miles de horas de trabajo, ni tampoco se pensionó.
“Eso que llaman amor es trabajo no pago”, decía incansablemente la activista feminista Silvia Federici, una italo-estadounidense que desde la década de los setenta reivindicaba la idea de un salario justo para el trabajo doméstico. La economista Nancy Folbre profundiza este tema en su libro The Invisible Heart: Economics and Family Values, argumentando que el cuidado de niñas, niños y adultos mayores es absolutamente necesario para la sociedad, pero a menudo invisible para las economías de mercado.
Lamentablemente el problema no se quedó en las vidas de las mujeres del siglo pasado. Este tema está más vivo que nunca: por ejemplo, en las mujeres cuidadoras sobre quienes recayó todo el peso de la pandemia, o sobre las mujeres que desempeñan trabajos de cuidado remunerado, como las trabajadoras domésticas, cuyas condiciones laborales y salariales se alejan de lo que es justo. Este llamado corresponde a las luchas históricas de las mujeres cuidadoras.
Las mujeres seguimos expuestas a dobles y hasta triples jornadas. Esto revela que el género se intersecta con otros factores de desigualdad, tales como la condición socioeconómica, la discriminación étnico-racial o la nacionalidad. Un ejemplo de esto es que en muchos casos, las trabajadoras migrantes asumen roles de cuidado no remunerado en países extranjeros. Estas mujeres pueden enfrentar desigualdades significativas debido a su estatus migratorio, lo que a menudo se traduce en salarios bajos, condiciones laborales precarias y falta de acceso a servicios sociales.
Por esto el pasado 8 de marzo, en Bogotá, la concentración por el Día de la mujer inició frente al Ministerio de Trabajo, donde exigimos que el cuidado sea reconocido, remunerado y compartido. Sumado a este impulso, Dejusticia junto a varias organizaciones de la sociedad civil entregó una serie de intervenciones dirigidas a la CorteIDH para aportar a la discusión sobre el derecho al cuidado. En ellas se solicitó la definición del contenido y el alcance de este derecho, así como las obligaciones que derivan para el Estado. Desde la Red de Justicia Fiscal se argumentó la necesidad de un sistema tributario progresivo que priorice la infraestructura del cuidado para la materialización de este derecho.
Si los presupuestos son un reflejo de las prioridades del Estado, aumentar la inversión pública en el cuidado sería una forma de apuntarle a una responsabilidad compartida entre el Estado, el sector privado, la sociedad y las familias. Pensar en esa búsqueda del equilibrio, desde las políticas macroeconómicas y de protección social, es una manera de ir, literalmente, pagando la deuda con mujeres cuidadoras –como mi abuela– cuyo trabajo no remunerado equivale al 20% del producto interno bruto (PIB). Para paliar la pobreza y las necesidades básicas de las cuidadoras, distintos gobiernos han implementado políticas públicas como el ingreso mínimo vital, que consiste en brindar un estipendio monetario para las poblaciones más vulnerables, con el fin de que puedan acceder a una canasta de bienes mínima que les permita subsistir. Estas políticas tienen, a su vez, medidas que priorizan el acceso a mujeres pobres o cabeza de familia, así como a mujeres trans y mujeres migrantes.
Las consecuencias de la no remuneración del trabajo de cuidado son amplias y complejas para las mujeres, una de ellas es la dependencia económica hacia la pareja, lo que resta autonomía para tomar decisiones sobre su vida, como separarse, porque simplemente no tienen recursos propios. Esta situación las ha obligado muchas veces a sufrir violencias domésticas. Lo que nos lleva a concluir que un mejor reparto de las labores de cuidado, bajo el apoyo del Estado, es uno de los factores esenciales para reducir la discriminación y la violencia contra las mujeres.
Por quienes cuidan y para quienes necesitan cuidado: #CuidarEsUnTrabajo.
Por mi abuelo, que fue un hombre amoroso que tuvo la suerte de contar con mujeres a su alrededor que le aseguraron una vida íntegra y una muerte digna, y por mi abuela, que lo dio todo y que sigue buscando nuevas formas de reinventarse, ahora fuera del hogar.
Este 12, 13 y 14 de marzo, en San José de Costa Rica, se lleva a cabo la audiencia pública sobre el derecho al cuidado. Desde Dejusticia, insistiremos en mayores compromisos y garantías por parte de los Estados, en conformidad de los instrumentos internacionales de derechos humanos. Sigue los detalles en @dejusticia
Hacer visible el trabajo de cuidados es pugnar por hacer que la justicia para las mujeres sea un hecho y no una buena intención. Las consecuencias del trabajo No remunerado es una forma de discriminación y un atentado contra la dignidad de las mujeres. Es tiempo de que el Estado y la Sociedad en su conjunto procuren que haya políticas públicas que favorezcan a este sector mayoritario en nuestros naciones Latinoameticanas.