
La Casa Blanca, Nayib Bukele, la Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México, Susana Muhamad González (exministra de medio ambiente de Colombia), nuestros contactos más cercanos e incluso nosotres mismes fuimos un respiro para Sam Altman, CEO de Open AI y su gente, al generar más de 200 millones de imágenes con un filtro que simulaba el característico estilo de Studio Ghibli, casa productora fundada por los animadores y directores Hayao Miyazaki, Isao Takahata y Toshio Suzuki.
Mientras se llamó la atención a autoridades ambientales —de supuestas presidencias de izquierda— que, sin hacer una crítica o concientizar, se sumaron a esta tendencia, la circulación de imágenes de deportaciones y de milicias con este mismo estilo exhibió que los gobiernos derechistas como el trumpista y bukelista han encontrado en la inteligencia artificial generativa una vía ventajosa para el impulso de una estética fascista, como explicaron le crítique de medios Danielle Cruz Villanueva y el escritor Gareth Watkins.
La publicación de miles de notas entusiastas que detallaron el paso a paso de cómo crear una escena Studio Ghibli y de cómo explorar las nuevas funciones de Grok (chatbot de X) se empalmó con preocupaciones sobre el impacto ambiental de la inteligencia artificial generativa, especialmente en el consumo de agua.

Aunque no hay una cifra estándar u oficial de la huella hídrica, especialistas han señalado que no sólo se trata de la cantidad utilizada para el enfriamiento de los centros de datos. También se ha expresado una gran angustia frente a la contaminación de ríos y lagos con sustancias necesarias para el desarrollo de esta tecnología, sobre todo en países de América Latina y África, donde la falta de una regulación apropiada ha sido aprovechada por las élites empresariales para no hacerse cargo de la explotación de los recursos naturales y las afectaciones que trae consigo.
“El debate ya no es tanto si la usamos o no. Es algo que ya llegó y posiblemente va a ser parte de nuestra cotidianidad por los años que vengan. No sé cuántos, pero es un hecho que va muy ligado a lo que estamos haciendo todos los días, inclusive las personas más reacias a utilizarla” dice Mariana Mastache-Maldonado, bióloga de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y periodista de Ciencia, sobre la inminente presencia que tiene la inteligencia artificial en nuestras vidas: al hacer una consulta en los buscadores de Google, mandar un mensaje en los servidores de Meta o usar dispositivos móviles.
Si bien el grueso de la conversación se ha enfocado en las llamadas inteligencias artificiales generativas —es decir: en aquellas que se basan en modelos de lenguaje entrenados con datos para la generación de textos, imágenes y audios—, la definición y las aplicaciones de la IA son mucho más amplias. De acuerdo con la organización Access Now, la IA es “un sistema computacional que puede, para un conjunto determinado de objetivos, generar resultados tales como predicciones, recomendaciones o decisiones que influyen en entornos reales o virtuales. Estos sistemas pueden estar diseñados para operar con distintos niveles de autonomía”.
Uno de los ámbitos que la ha incorporado es el de la medicina. “Hay muchísimas cosas para las que la IA ayuda a la sociedad y al mundo en general. Por ejemplo, la detección de cáncer de mama o el hecho de que las vacunas sean posibles de desarrollar más rápido. Hay muchos aspectos relevantes que no son la inteligencia artificial generativa”, rescata Carmen Alcázar, politóloga y directora de Wikimedia México.
Para Eugenia Islas Arroyo, maestrante de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO) y activista comunitaria y ambiental, tener presente la complejidad de la Inteligencia Artificial es un primer paso para una postura crítica sobre el uso y el discurso político-económico detrás de ellas:
“Creo que no tendrían por qué usarlas las empresas que su quehacer no sea sumamente importante. Por ejemplo, ¿por qué el sector publicitario tendría que estar usando la inteligencia artificial al nivel que lo hace actualmente? Todo es un discurso de venta de cosas que no son relevantes para sostener la vida. Salieron unas investigaciones que mencionan que si juntáramos toda la creación de contenido digital que se ha hecho desde 1997 y lo guardáramos en los iPods con mayor capacidad, podríamos apilar esos iPods de la Tierra a la luna como dos o tres veces. En el ámbito laboral, según la IA está ayudando a avanzar los pendientes y a agilizar las tareas. Pero ahí encontramos una de las trampas del sistema capitalista: es que nunca se acaba el trabajo, sobre todo cuando son trabajos que están diseñados para sostener niveles de vida de gente ultra rica”, ahonda.
En una postura similar a la de Islas, José Andrés Velázquez, periodista de Ciencia y Ambiente, enfatiza la importancia de problematizar el desmesurado entusiasmo por el uso de las IA en un contexto de aceleración de la crisis mundial de consumo excesivo, precarización laboral, el despojo artístico y de fenómenos acentuados por y en los entornos digitales, como el llamado síndrome FOMO (fear of missing out):
“Realmente, como humanidad, no necesitamos inteligencias artificiales, no necesitamos un desarrollo económico tan voraz como el que estamos viviendo. No vamos a negar que el uso de las herramientas es inevitable, pero creo que sí podemos decidir no subirnos a un trend cuando sabemos que tiene implicaciones fuertes. Esto hablando de temas ecológicos, impacto ambiental y consumo energético. Pero también hay temas éticos como el plagio al trabajo de artistas humanos”, explica.
Hablemos de ecofascismos: qué son y cuáles son sus impactos socioambientales
Las posturas críticas no solamente son necesarias para entender los sistemas de IA y sus usos. También evitan que caigamos en los ecofascismos, que de acuerdo con el Observatorio de Bienes Comunes: Agua y Tierra, de la Universidad de Costa Rica, encuentran sus raíces en el pensamiento de Thomas Malthus (que sostenía que las crisis ambientales, económicas y políticas eran resultado de cuestiones demográficas) y Charles Darwin, conocido por la obra El origen de las especies.
En el siglo XX, los postulados malthusianos y darwinianos fueron utilizados por gobiernos fascistas (especialmente el Tercer Reich, con Adolf Hitler, en Alemania) para sustentar políticas xenófobas y nacionalistas. En las décadas siguientes, entre 1960 y 1970, en Reino Unido los ecofascismos insistieron en un sentimiento antiinmigrante. Libros como The Population Bomb (Paul R. Ehrlich, 1968) partieron del discurso de que las poblaciones migrantes tenían un mayor coste ambiental.
En los últimos años, los ecofascismos han sido conceptualizados como ambientalismos burgueses altamente conservadores y académicos como Jason W. Moore han identificado sus cercanías con los ambientalismos centristas y liberales en los que las derechas instrumentalizan la lucha contra la crisis climática para consolidar sus agendas.
Además, desde la perspectiva de Eugenia Islas, una de las particularidades actuales es la superioridad moral, el señalamiento exclusivo a las personas usuarias de herramientas de IA sin tomar en cuenta los vínculos entre el capitalismo, la tecnología y sus actores:
“En cualquier momento entramos al fascismo cuando hacemos estos ejercicios condenatorios de decir: ‘No, que nadie haga su imagen de Studio Ghibli’. Tenemos que preguntarnos: ‘¿De veras estoy criticando a la otredad, a la persona a un lado de mí que no es un magnate millonario que se la vive volando por todo el planeta?‘ Ahí volvemos a caer donde el sistema capitalista nos quiere, que es peleándonos entre nosotres”, precisa.
¿Y cuáles son los riesgos de caer en los ecofascismos en medio de una crisis climática y ambiental? Uno de ellos es la fetichización de la tecnología. Es decir: cuando se abstrae a las tecnologías, sus aparatos y herramientas de las relaciones de poder, las ganancias y los impactos materiales en el mundo, como explica nuevamente Jason W. Moore y como detalla a continuación Eugenia Islas:
“No se están tomando en cuenta los contextos políticos y económicos en los que se está desarrollando la IA. De pronto, nada más vemos los avances tecnológicos, pero no nos detenemos a pensar quiénes financian las investigaciones y para qué. La inteligencia artificial no ocurre en el vacío”
A los peligros de inclinarse por una postura ecofascista, el Observatorio de Bienes Comunes: Agua y Tierra agrega la obviación de la agudización de las desigualdades ambientales y la defensa de los privilegios de los sectores dominantes a través del abaratamiento de los costes de producción, el avance de las fronteras extractivistas, la criminalización, la represión, el despojo y la expulsión de comunidades. Dicho de una manera más simple y concreta: no se habla de la responsabilidad de magnates tecnológicos.
“Los promotores de Inteligencia Artificial actualmente son grandes capitales”, apunta Mariana Mastache-Maldonado para recordar que detrás de estas empresas se encuentran los hombres más ricos del mundo: Elon Musk, dueño de X y Tesla, Jeff Bezos, de Amazon, Mark Zuckerberg, director ejecutivo de Meta, Larry Ellison, de Oracle Corporation, Bill Gates, cofundador de Microsoft, Larry Page y Sergey Brin, accionistas mayoritarios de Alphabet.
Estos sujetos, que pertenecen al 1% más rico de la población mundial, no sólo han sido señalados de las cuotas más altas de contaminación —el 15% de las emisiones de carbono acumuladas y el consumo del 9% del presupuesto de carbono entre 1990 y 2015, según la organización Oxfam Intermón y el Instituto del Medio Ambiente de Estocolmo—. En su libro Atlas de inteligencia artificial: poder, política y costos planetarios (2022), la investigadora emérita Kate Crawford también ha insistido en la urgencia de enmarcar a corporaciones, dueños y accionistas de inteligencias artificiales en los extractivismos y las expansiones territoriales, especialmente derivadas de la explotación minera.

El escritor y profesor Jussi Parikka (Universidad de Southampton) explica que esta perspectiva nos permite considerar el agotamiento radical de los recursos no renovables que se necesitan para el desarrollo e impulso de estas tecnologías y, a la vez, hace más visibles las condiciones que aprovechan las élites empresariales para no ser transparentes. Desde el punto de vista de Mariana Mastache-Maldonado, una de las ventajas que los magnates han encontrado es la falta de una regulación adecuada, que ha sido un factor clave en el traslado de centros e instalaciones de datos de Estados Unidos y Europa a países como México, Costa Rica, Panamá, Brasil y República Dominicana.
“La legislación no va al ritmo que está creciendo y que está agregando habilidades a la Inteligencia Artificial. Y justamente en estos huecos legales se dan estas dinámicas extractivas y también van enriqueciendo las narrativas que nosotros como individuos, ya sea por falta de información o por culpa, podemos ir generando, narrativas que pueden caer hasta lo fascista de demonizar al usuario y no ver a la la plataforma que está sosteniendo al sistema de Inteligencia Artificial”, insiste la bióloga.
¿Y como consumidores y usuaries no hay responsabilidad?
Además de tener claridad en qué perfiles económicos y políticos están empujando y normalizando el uso de las herramientas de IA, como lo subrayó le crítique de medios Danielle Villanueva Cruz, es indispensable que repensemos las discusiones sobre el llamado “consumo consciente”. Para ello, es urgente seguir señalando y exigiendo la responsabilidad que tienen las corporaciones y sus dueños en la transparencia y rendición de cuentas respecto a los impactos que generan.
“También necesitamos mantener una postura crítica sobre los beneficios que las empresas obtienen del uso que damos a las herramientas de IA. No es nada más nosotros obteniendo algo a partir de estas inteligencias, sino que están sacando estos grandes capitales de nosotros como usuarios. Al nosotros estar introduciendo cada prompt y en términos ambientales, qué se está perdiendo. Eso también es muy importante y que nosotros podemos hacer como individuos o también en colectivo para tratar de mitigar todo esto”, agrega Mastache-Maldonado en eco a los señalamientos que han hecho organizaciones como la Red en Defensa de los Derechos Digitales (R3D) sobre la explotación y categorización de los datos.
Bajo este panorama la labor del periodismo especializado se vuelve clave. Como recupera José Antonio Velázquez: “el desarrollo tecnológico es inevitable y es para donde vamos, creo que entonces lo que tenemos que hacer es apuntar a que sea lo menos dañino posible. Las empresas tienen que transparentar el uso de recursos energéticos e hídricos. Pero también uno debe ser consciente de qué implicaciones tiene. Y verlo como eso, como un recurso limitado que no sabemos, o más bien que tenemos que preguntarnos si realmente queremos exprimir por modas o si queremos aprovecharlo de maneras más astutas. Nuestro trabajo como periodistas de ciencias ambientales y como divulgadores tendría que apuntar a informar a la gente, no a satanizar el uso de estas herramientas. No educar como una figura de autoridad ni nada, sino desde un punto de vista horizontal, de compartir esos conocimientos”.

Por su parte, para Eugenia Islas, alejarse de narrativas ecofascistas y fetichistas de la tecnología también implica visibilizar, entender y acuerpar movimientos populares —particularmente los indígenas— que han denunciado los impactos de la expansión territorial del desarrollo y suministro de servicios de inteligencia artificial: la instalación de centros de datos en Latinoamérica, las sequías —como ocurre actualmente en el estado de Querétaro, en el centro de México—, la contaminación de cuerpos de agua con las llamadas sustancias químicas eternas, las afectaciones a la salud causadas por minerales como el germanio, el despojo y la expulsión de comunidades enteras.
“Tenemos que hacer algo material concreto para quitarles ese poder que tienen [las empresas]. No solamente podemos estar pensando y diciendo cosas. Debemos tener bien presentes a esas otras personas que están poniendo el cuerpo para defender los recursos naturales y plantar cara a magnates saqueadores. La idea no es fomentar culpas individuales, pero tiene que haber reciprocidad”, concluye la ambientalista popular.
