May 11, 2024

¿Quién lleva la cuenta de los muertos?

¿Cómo vivir la maternidad en medio de la incertidumbre de la violencia y la militarización de un país? Gilda Orellana-Rodríguez reflexiona sobre su experiencia llevando una maternidad consciente en medio de la escalada de la violencia en su país, Ecuador.

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Ilustración por Isabella Londoño

…se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo. 

Y yo sólo quiero que se haga 

justicia, y no sólo para mis dos niños 

los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, 

los 

fúlgidos perdidos 

sino para todos. Justicia

 La reclamante

Luz María Dávila, Ramón López Velarde, Sandra Rodríguez Nieto y Cristina Rivera Garza 

Me llamo Gilda. Tengo 41 años y hace nueve parí a Marina, mi única hija. Fue el lunes 15 de enero de 2015 a las cuatro y veinte de la tarde, en el Hospital CIMA del distrito de Sarrià, en Barcelona, a diez mil kilómetros de distancia de Guayaquil, la ciudad desde la que escribo hoy y donde está enterrada mi madre. Traer a mi hija al mundo fue un hecho poderoso y justo, un sobrevenir-se de la vida abundante: toda la tierra latía mientras yo gritaba y pujaba para que ella saliera. El amor es radical y también es sobre todo, un acto salvaje.

Cuando con Luis, mi marido, supimos que estaba embarazada comenzamos a planear nuestro último año en España: dejar nuestros trabajos, capitalizar el paro, dedicarse él finalmente a su tesis y yo a mi hija. A amamantarla, a hablarle -¿de qué se habla con una bebé?- a sacarla todas las mañanas a la Plaza de la Concordia para que recibiera un poco de sol y sus oídos escuchen el lenguaje que tejen las ciudades. Recuerdo que fue un año feliz. Queríamos que Marina creciera en Guayaquil, la idea de dejarla desde los cuatro meses en una guardería nos generaba angustia. Nos negábamos al hecho irrevocable de que, al llegar el momento, sin el respaldo de una red familiar que habilite la crianza, tuviera que estar en la escuela hasta las cinco de la tarde, sin un hogar-refugio al cual volver después de las clases. En Ecuador, éramos Luis y Gilda, pero allá éramos solo un número más en la estadística migratoria, escrutados con sospecha en las oficinas de la Administración.

Pasó la primavera, luego el verano. Ese otoño Marina tenía como juego habitual explorar las hojas secas que ya caían de los árboles. Conservo una imagen específica congelada en una fotografía: ella está en el césped del parque, boca arriba con las cejas fruncidas, tocando una hoja café enorme. Una niña y su primer otoño. 

A pesar de ser,otra vez, invierno, la mañana del 26 de diciembre de 2015 se sentía tibia. Mientras Luis cerraba las maletas y revisaba los papeles de Gandalf, nuestro gato, vestí a Marina. Bajamos para siempre del entresuelo  de Taquigraf Garriga 20 y fuimos por un café en la plaza, luego cruzamos la Avenida de Les Corts para comer una chapata con tomate en la cafetería que atendía Mónica, una mujer colombiana experta en el arte catalán de rallar primero el ajo y luego el tomate maduro. Nos dijo que nos iría bien, que a los hijos hay que criarlos en la tierra de uno para que no crezcan con esa pena sin nombre que se nos pega en el pecho a los migrantes y que tanto entristece a los niñitos reagrupados. Nuestros niñitos. 

-Me la traen, me la dejan ver, me mandan foto. 

Chao, Mónica ¿qué será de tí cuando escribo esto? 

En el aeropuerto de El Prat nos despedimos de nuestros amigos, nos dimos abrazos, dije te quiero comadre, te vengo a visitar, te lo juro.  Esa noche, aterrizamos en la terminal José Joaquín de Olmedo de Guayaquil con una niña de ojos inmensos y un gato gordo y amable. Construyo un lugar común: fue el amor lo que nos salvó al regresar al caos de esta ciudad-pantano, de la locura que acecha cuando los cuarenta grados de este último puerto del Caribe se sienten en las pisadas que damos sobre el pavimento humeante, de la peste del estero salado que se intensifica con el sol y se cuela por todas partes. Durante esos días, lidiábamos con la burocracia ecuatoriana en silencio y sin quejas, porque nadie nos llamó, fuimos nosotros los que habíamos decidido volver.

“Sí es mi hija señorita, está inscrita en los dos países, no ve que ella es huracán y orilla del pacífico, ¿no le huele el mediterráneo ahí en medio de la mollejita de la cabeza?”

Han pasado ocho años y cuatro meses desde esa noche. Por esos días el Ecuador, el país de la línea imaginaria y los 18 millones de habitantes, era visto como un lugar de paz y bonanza. En España, los diputados de Podemos no dejaban de aplaudir la tesis del milagro ecuatoriano y la citaban como ejemplo en su Congreso. Miren todos a ese paisito de prietos y gente chiquita, sin desigualdad ni desempleo. Miren bien a la ex colonia, sin esa crisis cruel como la que vivimos en el Reino. Lo que no decían era que ese ‘milagro’ se sostenía por el sobreprecio del petróleo, porque en este país los dólares salen de extraer y talar, de cortar, de esclavizar y desplazar a las madres y a las niñas. De acabar con la tierra hasta dejarla yerma, vacía de salvia y clorofila.  Ese desplome petrolero después nos arrastraría a todos nosotros hasta las puertas del infierno. Ardan todos, hijueputas, por codiciosos y por pendejos, nos diría cualquier Dios si nos viera.

El 16 de abril de 2016, cuatro meses después de regresar a Guayaquil, un terremoto de 7,8 puntos, 20 kilómetros de profundidad y 75 segundos de duración paralizó este país. El epicentro fue Pedernales, un pueblo de la costa del Pacífico, en la provincia de Manabí. A veces le digo a Luis que ese fue el día en el que nos fuimos al despeñadero sin freno. Ese día, poco antes de las siete de la noche, murieron 661 personas y 6274 tuvieron que ser ingresadas en hospitales por heridas graves; los informes dicen que, de las 430.000 personas evacuadas, 80.000 no pudieron volver a sus casas de manera definitiva por un daño permanente en las estructuras. Al mes siguiente, cuando Rafael Correa todavía era Presidente, se aprobó la Ley de Solidaridad y nos subieron el IVA del 12% al 14% durante un año entero. El 90% de esa plata nunca llegó de manera directa a Manabí, se depositó en un Fondo de Solidaridad para luego ser engullida por los corruptos que abrieron sus fauces y dejaron sin nada a gente que ya lo había perdido todo. Hoy, nadie sabe muy bien qué pasó con ese fondo, porque de las 1.070 obras previstas para reparar el desastre, solo 535 contaron con recursos para ejecutarse.

¿A dónde fueron esas familias? ¿Qué hicieron esos niños sin escuelas, ni parques, ni amigos? ¿Cuánto dura en la tierra la fractura de un terremoto? ¿Pueden vivir en paz esos hombres monstruosos que se llevaron la plata que eran para las casas de los sin casa? Y si pueden ¿cómo pueden?

Nací el 27 de diciembre de 1982. En los años 90 mi mamá me enseñó a no confiar en la policía. No te les acerques, me decía. Unos años antes, en 1988 durante el gobierno de León Febres Cordero, Santiago y Andrés Restrepo, hijos de una pareja de inmigrantes colombianos de clase media fueron detenidos arbitrariamente por la Policía Nacional por manejar sin licencia. Colombia era la enemiga mayor del Estado y a ellos los denunció su acento. Se los llevaron a los calabozos del SIC, el comando especial del febrescorderismo creado para luchar contra las guerrillas y el terrorismo. Santiago tenía 17 años y Andrés 14. Ambos fueron torturados y desaparecidos en Quito por la policía especial del régimen, el comando SIC -10, con ayuda y complicidad de la Policía Nacional. En el testimonio que rindió durante el juicio que se llevó a cabo muchos años después, el teniente Hugo España contó que, mientras veía cómo torturaban a Santiago, Andrés gritaba que paren, que se lo contaría todo a sus padres. Solo recibió golpes al grito de CÁLLATE, NARCO.  Sus cuerpos nunca aparecieron. 

Por esa época los noticieros entrevistaban de vez en cuando a Pedro Restrepo y Luz Elena Arismedi, los padres de Santiago y Andrés. Recuerdo una imagen específica:  Luz Elena sostiene un cartel escrito en letras enormes y negras: Por nuestros niños, hasta la vida.

Ella murió en un accidente de tránsito en 1994. Nunca pudo enterrar a sus hijos. Hoy, una maternidad en Quito lleva su nombre.

El martes 9 de enero de este año terminé de dar clases antes de lo habitual. La salida del colegio donde estudia M es a las 14h30, pero ese día la recogí más temprano. Camino a mi casa se formaba un tráfico apresurado, distinto: los carros pitaban y aceleraban con urgencia en el lado contrario de la vía. Aceleré. Dos minutos antes de cruzar los árboles que anuncian la llegada a mi barrio contesté una llamada: DÓNDE ESTÁS, ÁNDATE YA A TU CASA. Era Corina, la hermana mayor de mi madre, la tía que vive pendiente de todos. Un grupo armado se había tomado el set de noticias de TC Televisión y había secuestrado a los periodistas. 

El terror transmitido en vivo, a la hora del almuerzo. Las horas siguientes fueron caos, dolor, rabia, tristeza.  Las calles estaban llenas de gente que llamaba y buscaba a los suyos, gente que solo quería llegar a su casa y cerrar la puerta para siempre. En medio de la incertidumbre, hombres armados dispararon desde sus motos. Esto es la violencia. Esa tarde en Guayaquil, el puerto por el que sale el 90% de la droga que se trafica desde el Ecuador, murieron 14 personas y la posibilidad de la vida fue finalmente desbancada. Por la noche, el Presidente Daniel Noboa firmó el Decreto 111 que anunciaba la existencia de un Conflicto Armado Interno y decretaba estado de excepción en todo el territorio nacional por 90 días a causa de la grave conmoción interna; entre otras cosas, el decreto ordenaba de manera urgente a las Fuerzas Armadas dar apoyo a la Policía Nacional para retomar el control de las calles, barrios y cárceles. 

Esa noche las caras de los asaltantes que entraron al canal con armas y explosivos estaban en todos los noticieros: tres eran menores de edad, uno era inmigrante  y todos ellos -sentados en fila y en el suelo- tenían la expresión que en nuestros países tiene la pobreza más canalla. La mirada fija en el vacío.

Pero antes de ese martes en Ecuador nos pasaron otras cosas muy crueles: la deserción escolar durante y después de la pandemia – los sesenta mil niños que no van a la escuela juegan con pistolas- , los muertos en las veredas, amortajados; el saqueo de los hospitales públicos y sus recursos, la corrupción de la cúpula militar -porque querían una mejor casa, un carrito para la señora, la membresía de ese club en el que sus socios más viejos les harán sentir que no son de ahí, que sus apellidos no pertenecen- , las nuevas rutas del narco, el Paro Nacional del 2021, la miseria de los políticos que compraron para ellos cortes enteras, los jueces y fiscales que llenaron su clóset con plata lavada para que los muertos los pongan los otros, los mismos de siempre, mientras ellos juegan a ser los nuevos dueños de esta aldea.

¿Con quién se queda la criatura de una madre de la periferia que sale a cocinar el pan de otros para ganarse las migajas del propio?

Mami, todavía descreo de los hombres con uniforme.

Hasta hoy esta tierra ha visto cuerpos colgados desde los puentes, cabezas rodando en las masacres carcelarias, cuerpos calcinados hasta los huesos, piernas en maletas, madres de rodillas pidiendo, suplicando, información sobre los suyos afuera de los centros de detención; ha visto entrañas abiertas y ha visto Ministros de Estado repetir en los medios que la responsabilidad es de todos los otros que estuvieron antes que ellos. 

Los periódicos son nuestras radiografías: cuentan lo que pasó, quién murió y cómo, pero sus palabras no nos ayudan a encender la luz en medio del sinsentido. ¿Qué vida es posible si no se arma el relato de esos cuerpos fragmentados? 

Dice Cristina Rivera Garza que el horror no es igual al miedo. Que el horror paraliza, se te mete en el cuerpo y te despoja del lenguaje, porque es imposible narrar lo inenarrable. Mientras escribo todo esto en mi casa me cobija lo doméstico: mis gatas, mi marido, el ruido de la lavadora, mi hija lavándose los dientes.  Afuera hay mucha muerte. 

La muerte de los 800 niños y niñas a los que mató la violencia el último año. Porque léanme bien: ellos no son daños colaterales, a ellos los mató el narcoestado viendo televisión en su casa, durmiendo en sus camas junto a sus madres, los mataron en los parques mientras jugaban Ecuavolley, en las canchas de su barrio en medio de un partido de fútbol, los agarró la bala perdida de alguna banda, de algún policía, afuera del colegio una tarde entre semana.

La muerte de Carlos Javier Vega, ejecutado por los militares el 3 de febrero de 2024 de manera extrajudicial mientras iba camino a vender a un cachorro de la última camada que había parido su perra.

La muerte de los fiscales y los jueces que  decidieron investigar a los capos.

La muerte de tantos es un poco la muerte de todos. Somos, sobre todo, los cuerpos que ya no están.

El cuerpo de Milton Rivera, el chofer de la unidad 350 de la línea 45, asesinado frente a su hija.

Los 80 cuerpos baleados a lo largo del país durante la pasada Semana Santa. 

A veces hablo sola en los trinos de Twitter. El otro día escribí “La vida es interior: la casa, el amor, la belleza, el pensamiento. Afuera ya no es posible, afuera estamos sobreviviendo, afuera un niño de 14 años te puede matar, afuera somos víctimas de la guerra, del Estado”. La Selva del Darién es una jungla ubicada entre el noreste de Colombia y el suroeste de Panamá. Tiene casi 600 mil hectáreas y aquí es conocida porque se traga a la gente. Desde el año 2021, más de 500.000 ecuatorianos han cruzado por esa ruta para llegar a Estados Unidos. Unos llegan, otros no. Morir en la selva del Darién es mejor que la vida en Ecuador. Aquí quedamos cada vez menos.  Todos se van del país al que yo decidí volver, del Ecuador de los 21 homicidios por día. La otra migración, la de los pasaportes extranjeros heredados de los abuelos y los bisabuelos, la de los pasaportes con las visas a Canadá, Australia y Estados Unidos también estalla. Así se fueron mi amiga Marisabel, mi amiga Johanna, mi amiga Estefanía. Así se fueron las 16 familias que este año lectivo no matricularon a sus hijos, mis alumnos.

¿Qué muro nos alcanzará para escribir tantos nombres? 

El nuevo curso arranca. M va a quinto grado y su colegio envía un mail que entre otras cosas dice lo siguiente:

  • Los guardias de seguridad tienen radio para comunicarse entre ellos, con el colegio y con su empresa.
  • Los guardias de seguridad tienen relación directa con la policía y con el personal del colegio, quienes pueden activar la alarma de sonido en caso de necesidad.
  • Hay 2 garitas elevadas con guardias debidamente entrenados y armados.
  • Nuestra ubicación  hace que el colegio sea un lugar más fácil de proteger.
  • Las puertas de acceso nos permiten tener visión desde el interior del colegio.

A veces lloro en los semáforos. A veces Luis me mira y no se atreve a preguntar ¿y si nos vamos?, a veces olvido. Pero yo no quiero olvidar.

Nota de la autora:

Después de su publicación las cifras de este texto se volverán inexactas. En Ecuador todos los días asesinan gente, todos los días matan a los niños y las niñas. Todos los días una madre entierra a su hijo.

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Autor

  • Periodista y docente. Tiene una maestría en Literatura y Filosofía por la UPF. Ha colaborado de manera independiente con varios medios de comunicación digitales con enfoque en derechos como Indómita, La barra Espaciadora y Edición 111; dicta clases de escritura de no ficción en un colegio de Guayaquil-Ecuador. Migró y volvió. Trabajó algunos años en medios locales tradicionales hasta que se encontró con la potencia de la educación, está convencida de que solo respetando el derecho a la educación de calidad de las infancias es posible articular sociedades menos desiguales. Madre.

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Comentarios

2 thoughts on “¿Quién lleva la cuenta de los muertos?

  1. Excelente, Excelente. Yo también regrese, pensando tener la tranquilidad de estar en mi país, considerada “Una Isla de Paz” En realidad, no existe.

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