Por María Fernanda Cardona Vásquez (La Mala Mamá)
No fue como me dijeron. Cuando nació mi hijo no le di teta de inmediato ni lo cargué, ni lo besé, ni sentí ese amor desbordado del que hablan los libros de maternidad. Nicolás estuvo nueve días en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales por una una falla respiratoria, taquipnea transitoria del recién nacido, consecuencia de la cesárea. Así que tampoco hubo cartel de “bienvenidxs a casa” ni la sensación de felicidad absoluta que mi madre, suegra y amigas con hijxs me habían dicho que seguro sentiría. Las únicas emociones que me acompañaban eran el cansancio y el miedo.
El amor, o eso que nos dicen que es el amor, tampoco hizo su entrada triunfal. Ni siquiera quería ir a ver a mi hijx al hospital. Y si iba, me turnaba con F, su padre. Esto era algo inconcebible para el personal médico: ¿cómo era posible que la madre de ese bebé, que estaba sedado e intubado, no se dejara ver? ¿Cómo era posible que prefiriera recuperarse de su cesárea a pasar horas sentada al lado de una incubadora sin que se le permitieran cargar ni alimentar a su hijo? Y que además le entregara esa responsabilidad al padre, un ser que a sus ojos nunca será tan importante como la madre, era para todos impensable. Cuando entraba a esa sala y me volteaban a mirar, me sentía monstruosa.
F también me veía así. Me lo dijo meses después: “Eras un robot. Pensé que no querías a Nicolás”. A él le parecía increíble que una mujer se sintiera tan desconectada de la maternidad. Y es que, para lxs demás, quienes maternamos debemos tener siempre una sonrisa en el rostro y agradecer todo el tiempo por la familia, el esposo y lxs hijxs porque el mandato es una familia biparental, heterosexual y nuclear. Las madres no podemos estar tristes ni furiosas. Si nos quejamos somos malas. Si el hogar no nos llena, somos desagradecidas. Si queremos ser más que mamás, somos unas locas. En 1850 Maria J. Mclntosh, en Woman in America: Her Work and Her Reward, dio su descripción de una madre ideal: “¿Puede una madre pretender gobernar a un hijo si apenas puede gobernarse a sí misma? Debe aprender a controlarse, a someter sus pasiones; para sus hijos debe ser un ejemplo de docilidad y ecuanimidad”. Y eso era lo que todo el mundo esperaba de mí, incluida yo misma.
Pero yo no era nada de eso y, realmente, nunca lo seré. Ese amor espontáneo, irracional y animal que nos dicen que viene con el instinto materno -que tampoco tengo- no está en mí. Por el contrario, mi amor se construye día a día en la medida que conozco y cuido a mi hijo. Cuando Nicolás salió del hospital y lo llevamos a casa empezamos a trabajar en nuestro vínculo. Me gustaba tenerlo cerca, tocarle la espalda con las puntas de mis dedos y ponerlo en mis piernas boca abajo para que tomáramos el sol juntxs. También lo amamanté, incluso con mis pezones llenos de sangre, porque, aunque era muy duro, me sentía conectada a él y, para mí, no era un sacrificio.
Sin embargo, el sentimiento de culpa me invadía: “¿por qué no lo amé a primera vista? ¿Hay algo mal en mí? ¿Tengo el instinto materno roto?”. Y esa culpa era todavía más fuerte cuando estaba triste, frustrada o furiosa porque sentía que la maternidad me quedaba grande. Pero hoy entiendo que la ambivalencia es normal aunque el patriarcado se haya encargado de construir el mito de la buena madre: una que está feliz todo el tiempo, que es sumisa, sacrificada e incondicional, siempre entregada a otrxs, una que siente amor a primera vista y sabe todo lo que su cría quiere, que no se cuestiona sino que se deja llevar irracionalmente e instintivamente por la experiencia de ser mamá y que no se atrevería a decir nunca que la maternidad no es lo que esperaba. Yo, que no estaba cerca de ser ese arquetipo de madre, sentía que fallaba. En ese momento no era capaz de ver que hay un sistema que nos vende un tipo de maternidad violento hacia nosotras y que, además, nos hace sentir en falta todo el tiempo.
En esos primeros meses de maternidad todas las emociones me golpeaban. Algunas veces al mismo tiempo. Las horas se extraviaban en medio de pañales, un par de tetas y mucho popó. Estaba perdida porque en el Manual del bebé (que la ginecobstetra muy amablemente me regaló en el embarazo) ni siquiera se contemplaba la posibilidad de que alguna de sus lectoras no se sintiera como la mujer de la portada, con una sonrisa de par en par y unos dientes perfectos, sino agotada, con sentimiento de culpa y muy furiosa. Así lo dice la filósofa feminista Adrianne Rich en su libro Nacemos de mujer: La maternidad como experiencia e institución: el amor materno en la sociedad patriarcal “debe ser constante, incondicional. El amor y la cólera son incompatibles. La cólera de la madre amenaza la institución de la maternidad”.
Y yo era esa mamá con rabia que la maternidad patriarcal ve con malos ojos. Estaba furiosa, pero no con mi hijo porque cuestionar el mandato del amor materno hegemónico no es igual a ser descuidadas con nuestras crías. No es negarles lo que necesitan, siempre y cuando esté en nuestras posibilidades, ni mucho menos maltratarles. Eso es lo que nos hace creer el patriarcado cuando una se atreve a vivir de otra forma la maternidad y el amor. Mi cólera era (y es) en contra de una sociedad que nos exalta a las madres al mismo tiempo que nos minimiza y encierra en el ámbito privado. La socióloga Eva Illouz, en el libro El consumo de la utopía romántica: El amor y las contradicciones culturales del capitalismo, afirma que “el amor romántico no es racional sino irracional, no es lucrativo sino gratuito, no es utilitario sino orgánico, y no es público sino privado”. Y aunque Illouz se refiere a las relaciones de parejas (heterosexuales), esto aplica a la perfección al mandato de cómo debe amar una madre.
¿Acaso no es la madre quien ama de una forma animal porque de sus entrañas sale su cría? ¿La que debe cuidar gratuitamente porque lo que se hace por amor jamás puede ser remunerado? ¿La que, al querer esperar correspondencia (sea en dinero, cuidado e incluso amor) es vista como un monstruo ya que cuando se ama sin medida no se debe esperar nada a cambio? ¿La que se queda encerrada en el hogar y no colectiviza su experiencia pues se supone que puede con todo sin el apoyo de nadie? Esto no es más que el amor romántico en la maternidad. Y les digo: es una trampa.
La escritora, feminista y activista Beatriz Gimeno, en su ensayo El nuevo amor romántico, que hace parte del libro de “(H)amor de madre”, explica esa trampa: “Las mujeres amarán de manera aparentemente generosa, pero en el fondo esperan recibir su contrapartida y, como el amor que dan no tiene medida y como nunca reciben en misma cantidad, experimentan frustración, dolor, angustia, sentimientos de culpa y de hostilidad al mismo tiempo”. Entonces el problema de la maternidad y el amor materno es que se nos han presentado como un absoluto: para la sociedad patriarcal solo hay una forma correcta de ser madres y de amar a nuestrxs hijxs. Esa es la maternidad como institución de la que habla Adrianne Rich. Y, mientras tanto, la diversidad de contexto, emociones e individualidades han venido siendo silenciadas. Es por eso que cuando nos enfrentamos a lo que es la maternidad en el día a día, con sus dificultades y bondades, no entendemos lo que nos pasa.
El mito del amor materno es más o menos así: desde el minuto cero las madres amaremos a nuestrxs hijxs porque estamos equipadas de un instinto que no solo nos conectará con él o ella, sino que nos hará saber qué necesita en todo momento. Por esto se supone que solo las madres podemos cuidarles, ya que nadie más, ni siquiera el padre, tiene esa “capacidad biológica”. Incluso es preferible que lo cuide otra mujer -como la abuela o niñera- que el padre, pues los hombres “no están hechos para eso”. Su labor es la de proveer para la familia. No la de alimentar, cargar, cuidar y criar a sus hijxs. Esas son “cosas de mujeres”.
En la actualidad el amor romántico está siendo cuestionado y, gracias a los feminismos, somos cada vez más conscientes de cómo nos oprime y de cuáles son sus consecuencias como, por ejemplo, la legitimidad de la violencia física y psicológica que los varones ejercen hacia las mujeres. Ellos se encargan de “disciplinarnos”, como lo hacen los padres, si no cumplimos con lo que para ellos es ser una “buena mujer, esposa y madre”. Y aunque todavía falta bastante para que el amor romántico deje de ser hegemónico, ya hay un cambio social que por lo menos lo pone en entredicho y hace que instituciones como la monogamia, el matrimonio, e incluso la maternidad, puedan pensarse como elecciones.
Sin embargo, y en reacción al riesgo que representan para el patriarcado esas formas distintas de relacionarnos y amar, se creó una nueva versión del amor romántico: “De la pareja hombre-mujer, hemos pasado a la pareja madre-bebé. Lo importante es preservar la centralidad del Amor en la vida de las mujeres y seguir construyendo sujetos (femeninos) dispuestos a entregarse al Amor”, escribe Beatriz Gimeno.
En perfecta continuidad con el discurso de “la media naranja” y “el alma gemela” crearon un nuevo mensaje que nos dice que lxs hijxs son el amor de la vida de las mujeres, lo que las completa. En este nuevo amor romántico, las madres debemos conectarnos con nuestra animalidad e instinto para asegurar una maternidad feliz, pues solo así sabremos exactamente lo que el bebé necesita. Y entonces, si ese instinto no aparece no es porque no exista, sino porque hay algo que está mal en nosotras.
Es así como todo este discurso adquiere tintes biológicos y, por lo tanto, científicos: la oxitocina y serotonina, las hormonas gestacionales, conocidas coloquialmente como “las hormonas del amor”, son un primer nivel de ese amor materno que se nos augura. Las mujeres las segregamos en el parto natural y en la lactancia, y por eso todo lo natural va apareciendo como el ideal a seguir y la puerta de entrada al instinto. La literatura de crianza natural nos dice que nos entreguemos a todo lo mamífero y biológico de la maternidad, aun cuando esto ni sirve ni es posible para todas. Y olvida que, como lo demostró la antropóloga y primatóloga Sarah Blaffer Hrdy, las madres adoptivas, abuelxs, hombres y demás cuidadores también segregan esas hormonas cuando tienen contacto con bebés.
Entonces la crianza natural -que exalta el instinto materno- olvida que vivimos en una sociedad en donde hay capas de cultura que nos separan de la naturaleza y que hacen muy difícil que nos conectemos con nuestro ser mamífero tan solo a través de prácticas como el parto y la lactancia. Estas prácticas, aunque no parezca obvio, también son culturales porque dependen del valor y el orden que se les dé en una u otra sociedad. No en todas las culturas se pare y amamanta de la misma forma. Y aunque en la actualidad ambos procesos están altamente medicalizados, incluso en las culturas indígenas hay parteras que acompañan el parto y la lactancia porque parir en soledad es altamente peligroso (aunque no imposible) y porque la lactancia es un hábito que aprendemos al ver a otras amamantar.
Lo problemático es que la creencia del instinto materno es generalizada y tiene consecuencias en nuestra vida diaria. De ahí viene la idea de que todas las mujeres debemos ser madres y que en nuestros hombros debe recaer el cuidado exclusivo de lxs hijxs. El instinto materno saca de la ecuación al padre y demás cuidadores, expulsa a los hombres del hogar y los lleva al espacio público a ocuparse de lo que socialmente se considera “importante”: la política, la economía y el trabajo, y a las mujeres se nos encierra en el hogar a cuidar gratuitamente porque “así es amar”. Y quienes nos atrevemos a cuestionar el instinto materno, y con eso el amor romántico, somos calificadas como anormales, perversas y locas antes de aceptar que el instinto y amor materno no son como nos los han contado. El patriarcado prefiere patologizarnos porque así es más fácil seguir usando la biología como mecanismo de control.
Pero eso de “enamorarse” de lxs hijxs es un mandato relativamente nuevo. La diada madre-hijo surge en la Edad Media (siglo XII) y tiene su representación en la Virgen María y el Niño Jesús, pero no fue sino hasta el siglo XVIII, con el desarrollo del capitalismo y posteriormente la industrialización, que en la reorganización de la sociedad y la construcción del Estado moderno empezó a volverse importante que las mujeres se quedaran en casa teniendo y cuidando sus hijos. “Ser madre —escribe Esther Vivas en Mamá desobediente. Una mirada feminista a la maternidad— se convirtió en el eje central de la identidad femenina, al margen del origen o la clase social. Los argumentos religiosos, científicos y naturalistas buscaban convencer a las mujeres para que dieran prioridad a la crianza frente a otros aspectos de su vida”.
Y por supuesto que las mujeres ya éramos madres desde antes que eso, pero a diferencia de lo que se nos ha hecho creer, nuestra capacidad reproductiva no fue siempre el centro de nuestras vidas. Incluso las mujeres privilegiadas delegaban el cuidado y la lactancia de sus hijxs a esclavas o siervas, dependiendo del momento histórico del que hablemos. Y si se quiere hilar más profundo, podemos mencionar que en las sociedades indígenas, que tienden a ponerse de ejemplo cuando se exalta la crianza natural, la madre no es la única que cuida a lxs hijxs: hay una tribu que les apoya y muchas veces esa “función materna” es cumplida por hermanxs mayores. Es en este sentido que la maternidad es una construcción social que depende de la cultura y la época pero que, a partir de su romantización en el siglo XVIII, se nos ha mostrado como ahistórica. Como si todas las madres amaran a sus hijxs sin importar la época ni el lugar.
Entender que tanto la maternidad romántica como el amor e instinto materno tienen una historia (una que responde a un modelo de sociedad en el que a la mujer se le exigía parir trabajadores y patriotas y en el que ni siquiera éramos consideradas ciudadanas) me ayudó a darme cuenta de que yo no había fallado por no amar a primera vista a Nicolás. Que no había nada de malo en sentirme a veces ahogada con todo lo que implica tener un bebé que depende tanto de una misma. Que tal vez no es que no lo amara, sino que no lo hacía como me decían que debía hacerlo, pues no soy el tipo de persona que ama sin medida, a primera vista y sin pensar. No soy la mujer que lo da todo por otrx ni la madre que se entrega y se deja llevar por una corriente de emociones que, aunque sean muy bellas, también asfixian.
Soy, por el contrario, quien construye vínculos solo cuando hay una relación de por medio. Cuando hay contacto, cuidado y correspondencia. Soy la mamá que no pudo amar a su hijo apenas nació porque mi amor no se define desde lo que socialmente es aceptado y entendido como “amor”. En ese momento no entendía las implicaciones que tiene el mandato del amor romántico en las madres, y entonces sentía culpa. Pero ahora que lo entiendo me siento libre porque me niego, conscientemente, a amar de esa manera.
Gracias gracias… al leerte se me ha caído un peso de encima.