Por Antoinette Torres Soler
He vencido al cáncer. Y todos los días doy gracias por ello porque, con solo 46 años, siendo madre de una preciosa afroespañola de 9 años y con mis aspiraciones profesionales a medio cumplir, me decía que no era justo dejarme tantas cosas por hacer. Entonces he vencido el cáncer de mama pero no el racismo, la xenofobia ni el machismo. No podría estar más sorprendida con el monto de prejuicios a los que tuve que enfrentarme durante todo este periplo.
Entre las malas costumbres a las que nos ha obligado el covid, está la irremediable falta de contacto, el distanciamiento de la gente y, en consecuencia, la frialdad en las relaciones humanas. Cuando recibí la noticia sobre mi padecimiento, tuve que entrar sola a la consulta y, a tres metros de mí, la doctora y enfermera me soltaron «el notición». Pero hasta aquí todo era normal, dentro de un contexto pandémico. Horrorosamente normal.
Luego, cuando llegaron las citaciones para todas las pruebas que debían hacerme antes de operarme, la rueda de la deshumanización cogió velocidad. Yo veía que nadie me explicaba nada. Parecía que tenía que venir explicada y llorada desde casa. Durante las pruebas que me hacían, varias personas me hablaban al mismo tiempo: una me pedía que firmara papeles que apenas alcanzaba a leer, otra me informaba sobre los días en los que tenía que venir y otra última me pinchaba antes de meterme dentro de un aparato de resonancia magnética en donde, sin moverme, tenía que escuchar los sonidos más agobiantes del mundo. Todas estas personas sabían a la prueba que me enfrentaría, pero les daba igual. Mientras tanto, yo estaba cada día más aterrada
Poco a poco me fui convirtiendo en un cuerpo inerte al que le daban órdenes. Fue así una, dos, y hasta tres veces, hasta que yo misma paré todo.
Siendo mujer negra, cubana y migrante en España, sabía muy bien que para toda esa gente yo era una “pobre migrante ignorante que no se entera de nada”. Daba vergüenza ajena ver a todas esas mujeres blancas (sí, todas eran mujeres blancas) montadas en los zancos de sus títulos de doctoras para luego ofrecer una atención que dejaba mucho que desear.
Saber qué pasa cuando se entrecruzan las opresiones está muy bien y deconstruirnos como víctimas está aún mejor. Porque la realidad te dice que, aunque reservemos muchas energías para educar y facilitar la humanización de «los otros», el sistema y la empatía suelen fallar. Y llegadas aquí, ¿qué puede pasar? ¿Cómo podía defenderme de la mala praxis de unas personas que me entendían como una «migrante ignorante que no se entera de nada» sin pasar a ser también una «mujer negra violenta»? Es decir, la interseccionalidad facilita comprender a los otros, pero si estás en un contexto de opresión, y además pierdes el derecho de estar acompañada, ¿qué pasa entonces? ¿A quién tenemos dentro de un contexto de suma vulnerabilidad?
Pues nos tenemos a nosotras mismas. Pero, siendo sincera, cuando yo tenía cáncer no quería actuar como activista. No quería defenderme porque pensaba que los profesionales que me rodeaban estaban para eso. Sin embargo, creo que la idea de IMPONER NUESTROS LÍMITES, dentro del debate sobre la interseccionalidad, es vital para entender todos los marcos posibles.
Durante una de las consultas llegué y, sin apenas dirigirse a mí, como ya era habitual, las profesionales me dijeron «debes acostarte ahí». Y fue entonces cuando desperté y les planteé que, antes de continuar con todo este proceso, ellas debían darme explicaciones porque era mi cuerpo, era mi dolor, y estos debían ser respetados. Es indignante que mientras estés herida de cáncer, tengas que tener en cuenta todo esto.
Utilicé el viejo truco de usar sus mismas palabras, esas que suelen usar en los congresos de medicina y que no llevan a la práctica ni en sueños. Les comenté que hasta el momento nadie me había explicado quién iba a acompañarme durante todo el proceso ni me habían siquiera mencionado el apoyo psicológico. También les pregunté si ellas iban a luchar por mí y si me podía fiar del hospital. Porque, siendo negra, no doy por sentado nada. A la historia me remito.
Y a partir de ese instante el cambio fue radical. Cada acción que hacían en mi cuerpo se explicaba y si había dolor o molestias posteriores se me avisaba. A partir de ese día me preguntaban qué tal estaba. Yo, por mi parte, comenzaba a sentir que había tomado el control de la situación, de mi cuerpo y de mis nervios. Me sentía empoderada.
Aún, sin saberlo, me esperaban tres operaciones y la pérdida completa de una mama. Sin embargo, y esto también lo he aprendido viviéndolo, además de lo doloroso que puede ser físicamente el cáncer (aunque no lo ha sido en mi caso), tiene también un componente psicológico apabullante: mencionar la palabra cáncer ya aterra.
Al retomar el mando de mi vida, tuve tiempo para disfrutar de mi familia en un contexto de incertidumbre. Todavía no me habían operado y no sabía qué iba a pasar. Aún así decidí sembrar en mis huertos de la terraza para reconducir la ansiedad de la espera. Tengo que decir que en esa época me partía de la risa con mi marido y mi hija. Es raro decirlo y escribirlo pero lo cierto es que si tienes el control, y una relación sana con tus pensamientos, todo se lleva mejor.
A los pocos días de esa conversación, me citaron para operarme. Fue genial, estaba muy tranquila. Tanto así que las enfermeras se sorprendieron de mi paz interior. Pasado un tiempo, me dijeron que, aunque no había metástasis, cosa que ya era una gran noticia, tendrían que operarme otra vez para quitar la mama por completo, por un problema de localización del cáncer.
“Nunca digas nunca más”, pienso y sonrio. En la primera operación temía por las pequeñas cicatrices que me quedarían. Pero, al anunciarme que perdería la mama por completo, recordé mi signo en Orula » perdiendo se gana». Y así fue. Pasé de tener miedo por las cicatrices a aceptar con normalidad la pérdida de una parte de mi cuerpo. Hice incluso un duelo, me despedí de esa mama y me quedé en paz.
Y, después de estos momentos de tranquilidad, aquí llegué a la faceta machista de mi proceso médico. Al parecer el protocolo establece que en una operación radical de mama, inmediatamente finalizada la cirugía te colocan un expansor para comenzar la reconstrucción de la mama. Me tocó un cirujano plástico (al que denuncié en atención al paciente del hospital) quien asumió que estaba tratando con una persona que se haría una cirugía plástica en lugar de una persona que acababa de perder la mama por un cáncer. Y estas son dos cosas muy diferentes.
A los 7 días de mi segunda operación, me vio y hasta me echó la bronca porque él entendía que a mí “no me podía doler nada”. Probablemente ni siquiera había leído mi historia clínica. Sus desplantes y el lenguaje utilizado daban la impresión de que sin la cirugía plástica no habría belleza ni dignidad posible. Todo esto acabó en una tercera operación para extraer el expansor, y así dar fin al proceso de reconstrucción de cirugía plástica.
Debo decir a todas las mujeres que están en mi caso, que hay mucha vida después de interrumpir la reconstrucción de la mama. Hay gente que asume su realidad, que busca sujetadores para mastectomías y que sigue viviendo sin necesidad de enfrentarse al duro momento de ingreso, anestesia general y larga recuperación que implica la reconstrucción de mama. Incluso hasta se tiran fotos con su nuevo cuerpo.
Yo me operé en febrero y en los meses que siguieron me fui a las piscinas. Tuve unas vacaciones fantásticas. No me pusieron quimio ni radiaciones pero si debo tomar durante 5 años una pastilla. Dentro de todo lo malo, estoy muy bien.
Entonces diré que tener cáncer es un gravísimo problema, pero ser maltratada padeciendo la enfermedad, es incalificable. Si estás en una situación parecida no olvides poner tus límites: la enferma eres tú, es a tí a quien hay que mimar y explicar todo lo que sea necesario. Ya es más que suficiente con la carga que te ha impuesto la vida. Y me gustaría decir que siempre de todo se sale, pero sé que eso no es verdad. En cualquier caso, lo importante es que la vulnerabilidad no te reste dignidad.