abril 14, 2024

Más allá del debate sobre regularización y abolición: las mujeres y sus derechos en el centro de las luchas feministas

La discusión alrededor del trabajo sexual se ha convertido en una de las más álgidas en los feminismos y se reduce a dos esquinas: regular o abolir. Sin embargo hay feministas que se imaginan y proponen un camino medio.

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Ilustración: Isabella Londoño

El debate sobre la prostitución/trabajo sexual al interior de los movimientos sociales feministas y de izquierdas es global. En todos los países se ha abierto una grieta entre dos posiciones políticas que parecen incompatibles y mutuamente excluyentes: por una parte, la abolición de la prostitución como una manifestación histórica de la subordinación y explotación sexual cuya mayoría de víctimas, aunque no las únicas, son mujeres y niñas. Por otro lado, la regularización del trabajo sexual como una forma legítima y válida de ganarse la vida que ha sido condenada a la marginalidad por razones morales y prejuicios estigmatizantes. Esto ha expuesto a las mujeres a un mayor riesgo de marginalidad y violencia. 

En este artículo hablaré en femenino, lo cual no debe entenderse como la negación de la existencia de hombres adultos que se reconocen como trabajadores sexuales o están siendo prostituidos. También me refiero solo a una población mayor de 18 años, ya que la demanda u oferta sexual de niños, niñas y adolescentes es un delito y debe combatirse de manera decidida. Esto debe entenderse  independiente a la edad de consentimiento sexual en Colombia, que es de 14 años. El consentimiento de mayores de 14 años no es válido en escenarios de desigualdad de poder económico, coacción, autoridad o gran diferencia de edad, como los que se presentan en la explotación sexual de niñez o adolescencia, lo cual constituye una conducta punible. 

Hecha la aclaración continuemos, la discusión entre abolicionistas y regulacionistas ha sido álgida y produce la sensación de ser un problema de “todo o nada” o de “quien no está conmigo, está contra mí”. He de reconocer que también estuve ahí. La cosecha de esta siembra no puede ser nada distinta a dos grupos enfrentados con intereses contrarios que se perciben y actúan como antagonistas. A los bordes y en las fronteras habitan otras feministas que no tienen clara su postura al respecto, encuentran argumentos razonables en ambas posiciones, o bien, no ven porqué las discusiones acerca de este dilema ético y político son fundamentales para los feminismos contemporáneos. 

Aquí no pretendo otra cosa que aportar a este debate que parece reducirse a la dicotomía abolición/regulación y señalar algunos elementos para pensar y discutir en el futuro juntas. No pretendo ser una fuente más de discordia o desencuentro entre las feministas, sino tejer un ejercicio de imaginación de un mundo posible. Un pensar en voz alta otras formas donde la injusticia que vivimos a diario las mujeres no sea tan generalizada. 

Deseo hacer explícito el punto de vista desde el cual escribo este artículo. Mi lugar de enunciación como feminista abolicionista a favor del reconocimiento de los derechos humanos, en especial laborales, de las personas mayores de edad prostituídas o trabajadoras sexuales. Nada en esta enunciación es contradictorio, como suelen señalar mis contradictoras. A mis 50 años aprendí, quizá un poco tarde, que en los matices es donde hay más certidumbre. 

Ese matiz nace de una conciencia de clase. Soy hija de trabajadores, nunca he pertenecido a una élite ni mi familia es dueña de nada importante. Sin embargo, soy consciente del capital cultural que me dieron a través de la educación, de la protección y el amor que recibí en mi infancia y del apoyo que gocé para la construcción de mi autonomía como humana en todas las dimensiones. Nunca tuve lujos, pero no sentí carencia material o emocional alguna. Sé, con tristeza, que es una situación excepcional. 

Muchas niñas en nuestra sociedad aún crecen sintiéndose indeseadas por sus propias familias, sometidas a abusos desde muy temprana edad, bajo el cuidado de adultos negligentes, agredidas, menospreciadas, subvaloradas, obligadas a servir a los niños u hombres de su entorno, solo por el hecho de ser niñas. Además si crecen en familias que no cuentan con lo más básico para tener una vida digna ni garantía alguna de derechos, están mucho más expuestas a ser convertidas en moneda de cambio para la sobrevivencia de su grupo familiar.   

Esta vulnerabilidad se agrava si son mujeres trans y sus familias, por prejuicios religiosos o de otro tipo, sumados a la discriminación y matoneo en el sistema escolar, las expulsa, margina o violenta por disentir de la norma impuesta por el sistema de sexo/género. No me referiré aquí a una minoría de mujeres, cis o trans, que pueden ser trabajadoras sexuales autónomas, es decir, no son víctimas de las redes de proxenetismo ni trata de personas, cuya supervivencia no depende de este tipo de trabajo y son dueñas de todas las ganacias de su labor sexual. Me referiré a la situación de la mayoría de mujeres en prostitución que no son las descritas con anterioridad.

En cada crisis económica quienes llevan la peor parte son las mujeres, pero no todas por igual. El peso mayor recae sobre las más jóvenes de sectores populares y empobrecidos. Son ellas quienes, frente a salarios miserables, acoso sexual y laboral, falta de oportunidades en educación, imposibilidad de movilidad social ascendente y bajo presiones sociales para obtener dinero, encuentran una fuente de ingresos en el trabajo sexual, incluso una más estable y segura que la que les darían en otros oficios como el de cuidado o trabajo doméstico. 

Por una parte, la prostitución o el trabajo sexual no cuenta con valoración social, pero a algunas mujeres les permitió pagar sus carreras profesionales, sostener a sus hijes, conseguir unas condiciones de vida dignas para ellas y sus familias. Otras en cambio solo lograron conseguir la supervivencia básica y otras ni lo mínimo. Sus posibilidades en la industria sexual dependen de los caprichos de un mercado inhumano que desecha y reemplaza a mujeres como si fueran muñecas. 

Los derechos fundamentales que debería garantizar el Estado a todas las niñas y mujeres colombianas, sin importar su condición social, están siendo resueltos por ellas mismas como pueden y con lo que una sociedad clasista y desigual les ofrece. En ese contexto la prostitución se convierte en una fuente de ingresos más significativa a la que podrían generar trabajando en otras labores, pero también las expone a riesgos más altos de violencia de diverso tipo a causa del contexto marginado y estigmatizado donde se ejerce el trabajo sexual: violencia sexual, física, económica, psicológica, policial y aquella resultado de la discriminación. 

Esas violencias se basan en la estigmatización de las mujeres prostituidas y no afecta a sus explotadores ni a sus “clientes”, quienes son los que reciben la mayor parte de los beneficios y ganancias de esta industria. Toda la furia y el rechazo social recae sobre ellas por ser la encarnación del arquetipo negativo de la “mala mujer”. Este juicio moral reproduce estructuras culturales primitivas que demonizan lo femenino como sucio, tentador, pecaminoso y merecedor de castigo y sanción social.  

Por otro lado, hay quienes creen que el trabajo sexual es una decisión individual y libre y que la prostitución es un trabajo como cualquier otro. Sin embargo, esa posición olvida un análisis de clase social. La mayoría de mujeres que están en diversos tipos de trabajo sexual pueden haberlo decidido por sí mismas, pero bajo circunstancias socioecónómicas desfavorables e inequitativas para ellas. 

Dentro del capitalismo hay otras labores cuya contribución no es valorada ni económica ni socialmente como el trabajo doméstico, asignado en la mayoría de culturas a las mujeres. Este trabajo algunas veces se desarrolla también en condiciones serviles y debería ser dignificado o abolido, como la prostitución. Sin embargo, el tabú sobre todo aquello relacionado con la sexualidad humana, de origen religioso, pone en mayor riesgo de violencia a las mujeres prostituidas o trabajadoras sexuales. Sacar la sexualidad de la oscuridad de lo privado y lo innombrable producto de ese tabú es también parte de una buena educación sexual integral a la que se oponen sectores retardatarios. 

Entonces, ¿de qué libertad hablamos cuando nos referimos a la prostitución o trabajo sexual? por lo menos deberíamos aceptar que está fuertemente restringida por las condiciones materiales de existencia y su distribución desigual de oportunidades, es decir, que puede tratarse de un consentimiento viciado. A esto se le conoce como sexo por sobreviviencia. También habrá que reconocer que ese tipo de circunstancias desfavorables son aprovechadas por redes de proxenetas, muchas veces vinculados con estructuras criminales, que usufructúan y explotan sexualmente a las mujeres a través de la prostitución. ¿Qué libertad es posible en este contexto?

Todas las personas de clase trabajadora tenemos que trabajar para sobrevivir, pero no todas recibimos la misma valoración simbólica, social y económica por ello. No podemos hablar de libertad, en el sentido más amplio y garantista del concepto, cuando las únicas opciones para las mujeres jóvenes, hijas de la clase trabajadora, sean prostituirse o morirse de hambre en países como Colombia. 

Este dilema no parece ser de interés de quienes intercambian dinero por sexo, en su mayoría hombres. Para la mayoría da igual si su prestadora de servicios sexuales es una mujer víctima de trata de personas con fines de explotación sexual, una mujer prostituida por sobrevivencia en redes del proxenetismo, una trabajadora autónoma o una escort para “clientes VIP”. Todas, unas y otras, están en una posición de objeto de satisfacción, no de sujeto deseante. En la mayoría de estas transacciones hay una mercantilización de la libertad sexual bajo las lógicas feroces del capital. 

Con todo y ello, las mujeres luchan por defender su dignidad desde las realidades que habitan. Las reivindicaciones de las mujeres prostitutas o trabajadoras sexuales por el reconocimiento de sus derechos es una muestra de esto. Ninguna de nosotras debería oponerse a ello. Antes de identificar de inmediato su causa con los intereses del proxenetismo, deberíamos intentar comprender mejor lo que reivindican. No pretendo hablar por ellas, sino con ellas y con todas las feministas. 

Pienso que la regulación del trabajo sexual, como la han diseñado y propuesto desde el Estado patriarcal e impulsada por algunos sectores liberales que se reconocen como feministas, profundiza la subordinación de las mujeres en función de los intereses de los dueños de las industrias sexuales, frente a esto las trabajadoras a través de sus organizaciones ponen sus derechos, en especial los laborales, en el centro como una causa justa del feminismo. Por ejemplo, la formulación de acuerdos éticos en la industria del porno son un importante avance. 

Ahora, los proyectos de Ley que pretenden flexibilizar exigencias a la industria sexual no están centrados en las necesidades de las trabajadoras, sino en aumentar las ganancias para los dueños de los burdeles y estudios webcam, incluso para el Estado que se convierte en un proxeneta más a través de la expectativa de tributación a estos rentables negocios. La política pública que hay que impulsar no es esa. Es aquella que se centre en la garantía de los derechos de las mujeres prostituidas o trabajadoras sexuales: salarios dignos y proporcionales a las ganacias, participación directa en los beneficios económicos de las empresas del sexo, afiliación a seguridad social, pensión anticipada, protección de riesgos laborales, etc. De esto hablan las organizaciones autónomas de trabajadoras sexuales con conciencia de clase trabajadora, a ellas hay que escucharlas. 

Podemos pensar en una sociedad donde ninguna mujer se sienta obligada o sea obligada por otros, o por sus precarias condiciones materiales de existencia y desigualdad de oportunidades, a prostituirse para sobrevivir. Mientras de forma simultánea, las mujeres hoy prostituidas deben contar con el apoyo necesario para re/construir su autonomía personal, económica y laboral, sea fuera o dentro del trabajo sexual. Con esa base de seguridad, algún margen de libertad sí sería posible. Decidir continuar en el trabajo sexual o no sería su decisión, no la nuestra. 

La única forma que existe para garantizar esa libertad y posibilidad de decidir es que el Estado y la sociedad en su conjunto reconozcan a las mujeres prostituidas o trabajadoras sexuales como una población de especial protección en alto riesgo y establezcan, junto con ellas, programas sociales encaminados a la garantía integral de sus derechos fundamentales: una renta básica digna y permanente, el acceso a educación y beca de sostenimiento, vivienda segura, apoyo al trabajo de cuidado de sus hijes, integración social y laboral no sexual, derechos laborales en el trabajo sexual y seguridad migratoria y jurídica para las extranjeras. Ese debe ser el enfoque de las políticas en este campo, tienen que estar centradas en los derechos y necesidades de las mujeres, no en la promoción ni regulación del trabajo sexual pensado en clave de maximizar el beneficio exclusivo de los dueños de la industria sexual. 

Si en Colombia existe un programa del actual gobierno del Presidente Gustavo Petro para garantizar un ingreso mínimo vital para muchachos en riesgo de ser cooptados por bandas criminales, a través de las transferencias de “Jóvenes en Paz”, ¿por qué no incluir también a las miles de niñas y mujeres jóvenes que están en condiciones de igual o mayor riesgo de ser capturadas por proxenetas o redes criminales de explotación sexual? 

Nadie legítimamente desde los feminismos debería oponerse a este avance en la garantía de los derechos de ellas, menos las abolicionistas, porque haríamos evidente que si las condiciones materiales de existencia de las mujeres mejoran significativamente, lo más probable es que los prostíbulos queden casi vacíos. En otras palabras, garantizar los derechos de las mujeres en prostitución puede redundar en la erradicación de esta forma de subordinación y la desaparición de otras formas mercantilización de la sexualidad de las que se lucran proxenetas y tratantes. 

Sin embargo, algunas colegas abolicionistas parecen estar más interesadas en cuestionar públicamente a las mujeres prostituidas o a las modelos webcam -que ven en la regulación su única garantía de obtener derechos-, en vez de confrontar a quienes se lucran y sostienen este sistema prostituyente, incluyendo el Estado. Eso tiene que parar. Algunas manifestaciones de ese tipo de abolicionismo se acercan demasiado al prohibicionismo y a una visión conservadora de la sexualidad. 

Repetiré aquí algo que ya había escrito en otro tiempo, el trabajo sexual como trabajo, libre de proxenetismo o trata, aún no existe para la mayoría de mujeres prostituidas. Para que la prostitución devenga en trabajo sexual debe tener valor social y simbólico, es decir, será posible en la medida en que la prostitución ya no sea una expresión de la subordinación y objetualización femenina y pase a ser un tipo de trabajo autónomo y dignificado, trabajo sexual.  

Imaginemos otro futuro posible que ahora nos puede resultar improbable, pero que nos ayuda a parir nuevas respuestas a viejos problemas. El trabajo sexual podría ser profesionalizado, sacado de los burdeles y convertido en una especialidad del área del cuidado humano. Las personas podrían solicitar una cita a su terapeuta sexual, hombre, mujer o no binario, como se hace ahora para una terapia física, psicológica o respiratoria, con el fin de aprender sobre su cuerpo, su orientación sexual y su relación con el placer y el erotismo. 

El trabajo sexual, sin prostitución, sería un escenario para explorar técnicas amatorias, conocer la anatomía sexual, reconocerse corporalmente y aprender disfrutar de manera plena la sexualidad. También podría servir para recibir información sobre prevención de embarazos o enfermedades de transmisión sexual, no solo desde la teoría como se enseña en la escuela o en un consultorio médico, sino a través de la práctica directa, de un taller sexual. Sería nada menos que un campo de conocimiento nuevo sobre el erotismo y el cuidado de sí. 

Yo hubiera agradecido haber tenido un espacio así cuando era joven, ¿por qué dejamos a la deriva el aprendizaje sobre nuestros más fuertes y naturales impulsos vitales? 

Las mujeres que han estado prostituidas, las trabajadoras sexuales, tendrían mucho que enseñar en este campo, lejos de las (i)lógicas mafiosas de proxenetas y tratantes y de la supremacía masculina. También sin tener sobre ellas los juicios morales y religiosos que se niegan a sacar la sexualidad del tabú de lo secreto, lo violento, lo oculto y lo innombrable. Tal vez podamos hacer realidad ese futuro, hablemos, imaginemos esas otras lógicas poscapitalistas y pospatriarcales, también en la sexualidad.

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Autor

  • Mónica Godoy Ferro

    Consultora, docente e investigadora social con experiencia en etnografía y otros métodos de investigación participativa. Me interesan los procesos de educación formal y no formal en DDHH, en particular, de las mujeres y niñas. En mi trayectoria profesional he trabajado con poblaciones en situación de desplazamiento forzado, exilio, migración internacional, víctimas de trata de personas y sobrevivientes de violencia familiar y sexual para, a través de la investigación, encontrar formas de restablecimiento de sus derechos.

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