Hablar de luto nacional tiene un doble valor: visibiliza el hecho de que la alta cifra de mujeres (niñas, cisgénero y transgénero) asesinadas se registra tan rápido que no da tiempo para hacerles duelo a todas y, por otro lado, rescata y mantiene vigentes sus historias dando lugar a las acciones conmemorativas, que son el fin último del luto, porque ayudan a simbolizar la muerte y elaborar el duelo. El duelo y el luto no son solo un hashtag. Son un proceso de resignificación de una muerte para darle un nuevo sentido a la vida con la ausencia de una persona fallecida, en este caso miles de mujeres.
El feminicidio como una forma de morir
Los feminicidios no son un tipo más de muerte violenta porque son muchas muertes a la vez. Son muertes físicas, simbólicas, sociales y políticas, todas muertes violentas impuestas sobre una misma mujer.
En el proceso de matar nos golpean hasta dejarnos desfiguradas, nos empalan, nos violan, nos descuartizan, nos queman. Nos desechan en un río, en un basurero, un terreno baldío o en la calle ante la mirada del mundo. O tal vez nos desaparecen, así no más, acabando toda posibilidad de vida, con una violencia cargada de simbolismo patriarcal, nada sutil a la hora de eliminar a la mujer, porque el feminicida borra a la mujer como sujeto.
Y es así como los dolientes de las víctimas de feminicidio quedan con una tarea casi imposible: reconstruir la imagen borrada y rescatar la humanidad perdida de la mujer asesinada para poder llorarla, para poder darle un significado a su pérdida y aprender a vivir con la ausencia, como se haría en un duelo normal. Pero es que no hay nada de normal en los feminicidios, ni en sus duelos porque, cuando ocurre un feminicidio, no nos queda una persona para llorar sino una cifra. Una víctima más de una estructura sociopolítica que convierte a las mujeres en expedientes archivados y en titulares amarillistas. Una estructura que no rescata a la mujer, sino que ratifica su anulación y exalta a sus victimarios. Y por eso es tan necesario hablar de un luto nacional por feminicidio, porque debemos rescatar la memoria de las mujeres asesinadas, resignificar sus vidas y sus muertes y transformar el sistema sociopolítico que las mata y desecha.
El duelo por feminicidio tiene un alto riesgo de complicarse
El duelo por fallecimiento es una experiencia humana que todos viviremos en algún momento de nuestras vidas, por diferentes causas, y para su elaboración normal este requiere de una fluctuación constante del doliente entre dos polos: la conexión con lo doloroso de la pérdida (en donde vemos toda la expresión emocional) y la conexión con lo funcional de la vida (la productividad y el cumplimiento de las responsabilidades cotidianas). Es un proceso que implica el ajuste a una nueva realidad, en la que una persona ya no está, y por eso se considera una crisis vital. Sin embargo, aunque el duelo es un proceso vital no patológico, sí puede complicarse y derivar en problemas para la salud física y mental de los dolientes. Al ser los feminicidios muertes violentas, los familiares y allegados de las víctimas pueden llegar a vivir unos duelos que se denominan “traumáticos”, “ambiguos”, “inhibidos” o “desautorizados”, encontrando casos donde ocurren todos estos tipos al tiempo, y resultando en factores de riesgo para un duelo complicado.
Un duelo se complica cuando la fluctuación entre el dolor y la funcionalidad se interrumpe. Es decir, cuando quedamos conectados a uno de los extremos y no se dan los cambios necesarios para la adaptación a la nueva normalidad: bien porque nos quedamos en lo doloroso y evitamos continuar con la vida sin esa persona, o porque nos dedicamos a continuar como si nada hubiera pasado, evitando el dolor.
Pero las muertes violentas son hechos traumáticos porque alteran radicalmente los significados e ideas que tenemos sobre nosotros mismos, sobre los demás y el mundo que habitamos; Ideas que se han construido a lo largo de nuestras vidas y que nos permiten sentar las bases para tener control de la realidad, dándole sentido a las experiencias. En otras palabras, un hecho traumático derrumba las bases sobre las cuales una persona podría construir una vida sana y adaptativa. Y, si a esto le sumamos la dimensión simbólica que tiene un feminicidio, y le sumamos también la negligencia del Estado para prevenirlo y judicializarlo, vamos a encontrarnos con dolientes que, como estrategia de afrontamiento, deben necesariamente evitar la conexión con lo doloroso porque, de lo contrario, el impacto psíquico podría ser tan intenso que la persona podría no reponerse.
Por eso también es necesario pensar en cómo es la presentación de la muerte para los familiares de las víctimas: ¿cómo reciben los dolientes la noticia del feminicidio? No lo hacen como cuando acompañamos a una persona que padece una enfermedad, despidiéndonos del ser querido, ni como cuando recibimos una llamada como las que se han vuelto usuales hoy con la covid-19. En el feminicidio la muerte se presenta por partes (al menos cuatro) con repeticiones y en desorden, comenzando casi siempre con la desaparición de la mujer.
La niña fue al colegio o salió a jugar y no volvió. Desapareció ante los ojos de una sociedad apática. O tal vez quedó al cuidado del papá, o el novio de la mamá, mientras ella salía a comprar la cena y cuando volvió la niña ya no estaba. O la mujer salió al trabajo, o a una fiesta, y no regresó. De pronto fue a hacer unas compras, rechazó un piropo y no atendió más el celular. Quizás cogió un taxi y dejó los mensajes de WhatsApp sin responder. Ocurre de mil formas, pero así nos desaparecen a las mujeres, dando comienzo a la mayor tragedia de una familia que no pudo anticipar (¿o sí?) la muerte de esa mujer.
La desaparición de una mujer lleva a sus seres queridos a despersonalizarse, a actuar en piloto automático, sin permitirse sentir o pensar mucho. Empiezan además la búsqueda con muchas emociones revueltas y sentimientos encontrados. Impacientes entre la esperanza de encontrar a la mujer con vida y la intuición resignada y realista de encontrarla muerta. Si la mujer no aparece, se vive un duelo ambiguo, caracterizado por no tener la certeza de saber si la persona está viva o muerta. En ese caso, la incertidumbre interfiere con la elaboración normal del duelo y se impide el luto. Y si no hay cuerpo para llorar, simbolizar la muerte tampoco es posible. Por lo tanto, no integramos la muerte a la nueva realidad y no podemos reorganizar el sentido de vida. Las familias deben aprender a vivir con la incertidumbre y con un vínculo afectivo que queda suspendido en el tiempo. Esta es la primera presentación de la muerte en casos de feminicidio.
Luego, en el mejor de los casos, se encuentra el cuerpo: la segunda presentación de la muerte. Allí nos damos cuenta de que la mujer sí sufrió, no solo físicamente sino también psicológica y simbólicamente. La encontramos en el río, enterrada en cualquier lado o tirada en el monte. Desfigurada, empalada, desnuda, apuñalada, no una ni dos sino muchas veces. La encontramos desechada, así, como la basura. Eso somos las mujeres para la sociedad patriarcal.
La tercera presentación de la muerte se da con la búsqueda de justicia: Según ONU Mujeres, en Colombia más del 75% de los “homicidios de mujeres” quedan impunes y, según organizaciones nacionales que le dan seguimiento a los feminicidios, la cifra alcanza el 96%. Las familias, que además son víctimas secundarias del feminicidio, no solo se ven forzadas a enfrentar la muerte traumática de su familiar, sino que deben aprender de derecho, asuntos de género y de derechos humanos, para intentar conseguir justicia ante la negligencia y pasividad del Estado que los revictimiza constantemente. Encontramos entonces a familias que quedan abandonadas y desprotegidas por parte del Estado, tal y como estaban las mujeres antes de ser asesinadas.
En este punto el duelo es inhibido: las familias enfocan su energía en la búsqueda de una condena. Además, si la mujer asesinada tenía hijos, probablemente al mismo tiempo empiecen una lucha por la custodia de los menores, en muchos casos en contra del mismo feminicida. Luego empiezan otra lucha simbólica, extenuante e injusta, para “limpiar el nombre” de la víctima, poner en alto su dignidad, y para que se reconozca al feminicida como tal. Y, adicionalmente, libran una lucha económica para los trámites fúnebres cuando, en buena medida, las víctimas eran fundamentales para el soporte económico de la familia. Por lo tanto, además de que no hay reparación, el espacio para la expresión del dolor por la pérdida se reprime y queda limitado a las noches de insomnio del ámbito privado.
Finalmente, tenemos una cuarta presentación de la muerte: la que sucede en los medios de comunicación. Estos acceden a los expedientes y se dedican a revivir, para las familias y los espectadores, el relato de la muerte. Exponen una cantidad de detalles sobre el sufrimiento de la mujer asesinada que no solo alimentan el morbo sino que siembran la duda sobre la víctima: “¿Qué hizo para conseguir esa muerte? ¿Cómo iba vestida? ¿Por qué rompió la cuarentena? ¿Por qué no cuidan más a las niñas?” y, como si eso no fuera suficiente, justifican al feminicida: “sufría de tal enfermedad mental”, “estaba drogado” y “se llenó de ira” son algunos de los lugares comunes a los que acuden los medios de comunicación. Es así que nuestras muertes terminan siendo contenido de consumo recreativo. Nos retratan como negligentes de nuestro autocuidado y, además, victimarias de nuestro verdugo a quien presentan como “enfermo y vulnerable”.
Esta última situación resulta en la desautorización del duelo, porque el dolor de la familia no es socialmente validado. Al no reconocer el crimen como feminicidio, y a la víctima como víctima, sumado a la negación de una problemática estructural, se desautoriza el dolor de una familia que perdió a uno de sus miembros de forma traumática. Aquí no tenemos un “celular que explique la bala”, o el conductor que “se pasó un semáforo en rojo”, o el cáncer que “se consumió a la enferma”. Aquí tenemos a un hombre que mató y denigró a una mujer porque sí, porque puede y se le permite y, si no reconocemos eso, quitamos el derecho de la familia a llorar a su muerta. Y esto es aún más claro cuando hablamos de casos en donde las mujeres son desvalorizadas, o desconocidas, como en los transfeminicidios o cuando las victimas ejercían prostitución. Porque resulta que las mujeres somos clasificables, no según nuestros estudios, logros u oficios, ni siquiera por nuestro estatus, sino porque un sistema social patriarcal determina lo que debemos ser, o no ser, y si una muerte es o no digna de llorar.
El rol del Estado y los medios en el duelo por feminicidio
Que la expresión del dolor por la pérdida se inhiba, no quiere decir que las emociones dejen de existir. En estos duelos las emociones predominantes son la rabia (asociada a la injusticia y al nivel de crueldad en el crimen) la culpa (por no haber podido proteger a la víctima) el miedo (ante un mundo que ahora es visceralmente peligroso) y, por supuesto, la tristeza (por la realidad de la ausencia).
El Estado, a través de su función de hacer justicia y condenar al feminicida, debería servir como medio de descarga de esas emociones intensas que la persona no puede expresar. Por esto es que la acción penal sobre el feminicida debería ayudar al doliente a canalizar sus emociones naturales de una forma adaptativa pero, cuando ni la condena ni la búsqueda se dan, los dolientes suelen quedar con la rabia reprimida que no pueden expresar sino a través de canales como el activismo social y político, que resulta ser una estrategia adaptativa y que afortunadamente existe.
Ahora miremos la emoción del miedo que, en el duelo, tiene que ver con una sensación de desprotección y poca valía personal ante El Estado y la sociedad: El feminicidio es el resultado de un absoluto desinterés de ambos y las familias dan cuenta de este abandono. Por eso, cuando las cosas se hacen bien y se logra una condena que garantice que el feminicida no vuelva a hacer daño, en cierta medida se recobra la confianza en el sistema, aunque no totalmente, pues se adquirió consciencia de que esto le puede pasar a cualquiera. Cuando no ocurre, bien porque no hay culpables identificados, porque se absuelve al feminicida de los cargos, o se le da una sentencia que no corresponde a la gravedad del crimen, el miedo y la desconfianza ante el Estado y la sociedad se incrementan.
El duelo colectivo: asumir la responsabilidad social del feminicidio
El duelo colectivo se refiere a una experiencia social en la que muchas personas pasan, todas al mismo tiempo, por una situación de pérdida. No se trata de la suma de vivencias individuales, sino de acciones conjuntas que nos hacen enfrentar la propia vulnerabilidad ante la muerte, invitándonos a reflexionar y reconocer las características de la violencia del contexto que habitamos. El duelo es necesario para aprender las lecciones que nos deja cada pérdida y para lograr una movilización que obligue al Estado y a la sociedad a proteger la vida de las mujeres.
El luto nacional por feminicidios invita a la sociedad en pleno a asumir un duelo que requiere de memoria social para romper el silencio que rodea a las víctimas. También sirve para involucrar a todos los actores directos (víctima, familia, feminicida, Estado, medios de comunicación) e indirectos (la sociedad en sí misma) a un acompañamiento solidario y compasivo de su dolor. Pero asumir el duelo requiere de una posición activa de las personas frente a la pérdida, es decir, una fluctuación consciente entre lo doloroso que resultan estas pérdidas y la continuidad de la vida. Pero El Estado y la sociedad colombiana evitan el dolor e intentan seguir el día a día como si nada pasara. Desconocen arbitrariamente la causa de las muertes, niegan a las víctimas y no gestionan los cambios necesarios para transformar la realidad. Por lo tanto, a nivel colectivo, estamos viviendo un duelo complicado en el que es evidente la disfuncionalidad de las dinámicas sociales patriarcales.
Ante un evento traumático, para conectarnos con lo emocional, necesitamos hacer un ejercicio también de identificación. Para esto, hay que pensar en una pregunta que se hacen las familias en duelo por feminicidio ¿por qué a ella, por qué a nosotros? La respuesta es otra pregunta aún más dolorosa: ¿por qué no? Tenemos la idea de que estas cosas “le pasan a la gente” y nos olvidamos de que cada uno de nosotros somos “esa gente”.
Cuando algunas feministas decimos cosas como “si me matan quemen todo, rompan todo, rayen todo” o una frase icónica que surgió en México “mamá si no vuelvo no les creas…”, es porque hemos asumido nuestra propia vulnerabilidad, hacemos un duelo anticipado porque sabemos que hoy o mañana nos puede tocar a nosotras. Cuando le pedimos a una amiga que avise cuando llegue a su casa después de una fiesta, y cuando enviamos los datos del taxi que cogemos para volver a casa, estamos tratando de cuidar el final de nuestras vidas: que si desaparezco alguien tenga los datos del taxi en el que me subí y sirva de pista para que me encuentren, para que mi familia me pueda enterrar.
Asumir la vulnerabilidad ante la muerte es un ejercicio que debemos hacer todes para poder frenar esta emergencia humanitaria por la violencia machista. Estas son muertes anunciadas, siempre, bien porque ocurren en el hogar a manos de un esposo violento, previamente denunciado y reconocido por los vecinos, o porque ocurre a manos de un desconocido que nos aborda en la calle por primera vez a nosotras, pero que en su ámbito personal ya ha tenido ese tipo de agresiones. Por eso, cada sujeto social tiene una responsabilidad individual en cada feminicidio que ocurre y es hora de que así se asuma.
Necesitamos unos medios de comunicación que rescaten la memoria de las víctimas, en vez de concentrarse en dar los detalles de su muerte y exaltar “las virtudes” de los victimarios. Ellos no son la excepción, son hijos perfectamente sanos del patriarcado y quienes manejan los micrófonos deben reconocerlo. Necesitamos un Estado funcional y responsable, que asuma acciones de prevención, judicialización y estimule la protección de las mujeres de forma diligente. Nada hacemos llenándonos de denuncias si el Estado va a permitir que un feminicida siga teniendo derecho a acercarse a sus potenciales víctimas. Necesitamos una sociedad que reconozca sus pérdidas: a las mujeres nos están matando porque sí, porque pueden, porque nadie lo evita. Están matando a la mitad de la población, están matando a tu mamá, tu hermana, tu hija, tu esposa, tu prima, tu tía, tu novia y tu amiga. Nos están matando y, si no lo reconocemos, si no lo nombramos y si no reflexionamos, si no exigimos cambios, pronto vamos a vivir la muerte por feminicidio en carne propia (si es que no lo hemos vivido ya).
[/et_pb_text][/et_pb_column]
[/et_pb_row]
[/et_pb_section]
El mejor análisis de feminicidios que he leído hasta ahora, gracias por compartirlo y sensibilizar sobre este tema y sus diferentes duelos, es algo que no se había abordado y que es absolutamente necesario visibilizarlo para seguir movilizando hacia la acción social. Gracias Ana, gracias Volcánicas por estar haciendo su parte en este contexto que nos anula y nos silencia, por ser voz y no callar. Un abrazo sororo para ustedes MUJERES
«Por eso, cada sujeto social tiene una responsabilidad individual en cada feminicidio que ocurre y es hora de que así se asuma» Eso retumba y todes deberían oírlo! Gracias Ana por escribir esto, por hilar delgado en el dolor y hablar contundentemente en la responsabilidad
Ana Carolina me gusto tu texto es nuestro texto es el texto de todas. Mi pais como el tuyo sufre esta calamidad y duelen las entrañas de saber que los dias pasan y poco hacemos y a menos les interesa. Somos un grupo de mujeres que trabajamos por la salud mental de la mujer, en el camino nos seguiremos encontrando. felicito y abrazo tu texto.
Ana, claridad en cada uno de los aspectos, un gran articulo. Te felicito por todo lo que haces.