mayo 24, 2021

Los fetos ingenieros

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Por Pepita Machado

Desde Jesucristo y Beethoven, pasando por Andrea Bocelli y Jack Nicholson, hasta Cristiano Ronaldo y Justin Bieber, en la prolífica imaginación del activismo provida, no hubieran nacido, porque lo lógico, por las precarias condiciones de los embarazos de sus madres, hubiera sido abortarlos. Sus historias, reales o inventadas, son enarboladas como el ejemplo del triunfo de la vida sobre la agenda de la muerte. El 99% de personajes que pudieron haber sido abortados y “gracias a Dios” no lo fueron, para esta postura, son hombres. Por ahí aparece una Céline Dion, de vez en cuando, y el meme genérico del lazo rosa sobre una ecografía, utilizado perversamente para que las feministas nos sintamos corroídas por la contradicción: “Ni una menos ¿aplica para mí también?” dice la leyenda. Por lo demás, el color del activismo por las dos vidas es celeste, atribuido en el mundo occidental al bebé varón. El feto enorme de papel maché que cargan en hombros los fanáticos es un “niño por nacer” y el entrañable “feto ingeniero”, fuente inagotable de memes, es hombre. Un día mi amiga Erika Barrancos me dijo mientras comíamos papas: “El imaginario del feto es masculino” y ya llevo años comprobándolo.

Andrea Bocelli

En todos los casos (con excepción, claro está, de Beethoven y de Jesucristo) son las madres de estas figuras del espectáculo en sus vidas llevadas al gran público por ghostwriters y best sellers quienes confiesan que estuvieron a punto de interrumpir sus embarazos, porque su vida corría peligro y fue una recomendación médica, o porque la desesperación por la precariedad económica las presionaba a ello. Sin embargo, estas mujeres decidieron dar a luz. Ellas decidieron. Estos relatos se utilizan frecuentemente como parte de la artillería argumentativa y cursi que repudia la despenalización del aborto, cuando esta causa de ninguna manera obliga a las mujeres a abortar, sino, se opone a la judicialización y a la criminalización de las mujeres que han interrumpido sus embarazos, que también han decidido.

Feto ingeniero

La despenalización del aborto es el tema más difícil de la agenda feminista en sociedades conservadoras donde el estado no es laico, donde en el servicio público las personas no saben separar su fe de sus obligaciones jurídicas como agentes estatales y donde las mujeres tenemos un escaso o nulo conocimiento sobre nuestros derechos, nuestros deseos, nuestro placer y nuestra sexualidad e internalizamos y custodiamos los valores patriarcales en el propio cuerpo y en el de las otras. Este tema es profundamente controvertido, no solo desde el debate político, bioético, teológico y de salud pública, sino también desde cómo socialmente el aborto se percibe, pues se sigue mirando fundamentalmente como un crimen tan aberrante que para muchas personas los proyectos de vida interrumpidos por la violación pasan a segundo plano (las mujeres tenemos la culpa de ser mujeres, de vivir violencias, la culpa de embarazarnos y de abortar) por un bien jurídico y social más alto: el feto.  

Mientras tanto, penalizado o no, el aborto existe y las mujeres seguimos abortando. Siempre la realidad rebasa al derecho, pero la penalización tiene consecuencias nefastas para las mujeres: clandestinidad, enfermedad, muerte, criminalización y cárcel, y no cumple con la finalidad de evitar ni disminuir abortos, solo los vuelve más arriesgados y los castiga. Y ni siquiera hablamos de aborto libre. Esa es todavía una aspiración lejana en este país, Ecuador, aunque los movimientos feministas la venimos debatiendo hace décadas. Despenalizar el aborto por violación es un mínimo que a las ecuatorianas que no somos “idiotas o dementes” (como decía de manera discriminatoria el Código Penal anterior) nos ha sido negado, cuando la violación o su posibilidad acecha nuestras vidas desde el inicio al fin. El gran avance en materia de aborto con la tipificación del Código Orgánico Integral Penal de 2014 fue cambiar la expresión “mujer idiota o demente” por “mujer con discapacidad mental”.

La norma del aborto no punible por violación a mujeres con discapacidad mental discrimina a estas mujeres, pues asume que no pueden decidir sobre su sexualidad y que todo embarazo en su caso es resultado de una violación, habiéndolas condenado, legalmente, a continuos abortos forzados porque se asumía que el fruto de su vientre sería “monstruoso” e indigno de vivir. Y también es discriminatoria para la mayoría de mujeres violadas, que no tienen discapacidad mental, y que deben, obligatoriamente, parir los hijos de sus violadores. Ellas tampoco pudieron consentir la relación sexual, con lo cual, se confirma que la “discapacidad mental” no exime de la penalización del aborto por implicar ausencia de consentimiento, sino por criterios fascistas y eugenésicos. Las mujeres más desprotegidas por la norma, sabemos, son niñas y adolescentes violadas dentro de sus propios hogares, empobrecidas, racializadas y despojadas de la posibilidad de conocer sus derechos sexuales y derechos reproductivos, iniciar su vida sexual no en la violencia, sino decidida por ellas y libre y tener acceso a educación sexual, anticoncepción y prevención y abortos seguros y gratuitos cuando todo lo demás falla. 

El fantasma que persigue a las mujeres que deciden abortar es el de la “puta”, aquella que tiene indiscriminadas relaciones sexuales, que no “cierra las piernas” que “hace lo que le da la gana” y que, para no asumir las consecuencias, aborta, por deporte. En cambio, en el aborto por violación, el prejuicio misógino detrás de la mujer que lo ejecuta es el de la mentirosa. Si es más fácil empatizar con la niña o mujer violada que con la “puta” que “se lo buscó” porque “gozó” y ha de pagarlo, para el misógino habría que probar qué tan cierto es el relato de la violación, porque se podría perfectamente inventar para “beneficiarse” de la causal. Las mujeres podrían mentir sobre violaciones para abortar y abortar. Este repugnante discurso se escucha a diario en los noticieros irresponsables que invitan a voceros “provida” y a voceros a quienes llaman “proaborto”, como si fueran dos mundos argumentativos racionales enfrentados, y no la defensa de derechos humanos y su negación. Se escucha que habrá que aplicarle resonancias cerebrales a la víctima para descubrir si miente o que una mujer con un embarazo de nueve meses puede inventarse una violación y matar al niño o que, al despenalizar el aborto por violación, el violador quedará en la impunidad mientras la desnaturalizada mujer practica la “eutanasia prenatal”, el “sicariato intrauterino” dando rienda suelta a su “hambre fetal”. Estos son, y no otros, los términos que adornan las alocuciones “provida” en el Ecuador, antologables. 

El aborto en casos de violación debería ser una medida de reparación a las mujeres y no un delito. Además, en la historia, ni siquiera el aborto libre ha estado criminalizado siempre. Según Simone de Beauvoir, el cristianismo trastocó las ideas morales al dotar de un alma al embrión; entonces el aborto se convirtió en un crimen contra el feto mismo. La capacidad de concebir de las mujeres ha sido objeto de controles y violencias por parte del sistema patriarcal y esos mandatos han sido interiorizados por las mismas mujeres a partir de la culpa y de la asimilación de estereotipos que vinculan el ser mujer con el ser madre y a la maternidad obligatoria como institución incuestionable, más allá de los deseos de las mujeres de ser madres o de sus posibilidades físicas y emocionales de serlo.

El 28 de abril de 2021 fue un día histórico, pues la Corte Constitucional del Ecuador, luego de años de lucha de las organizaciones de mujeres, y como respuesta a varias demandas, declaró la inconstitucionalidad por el fondo del artículo 150 numeral 2 del Código Orgánico Integral Penal en la frase “en una mujer que padezca de discapacidad mental”. Es decir, se despenaliza el aborto por violación a todas las mujeres, no solo a aquellas con discapacidad mental, como estaba normado. Este es un logro enorme, por el que se ha peleado por otras vías, como la legislativa. Tanto en las constituyentes de 1997 y 2007, como en debates legislativos de 2012, 2013 y 2019, no hubo votos suficientes para despenalizar el aborto. En el correísmo las asambleístas que se atrevieron a mocionar este tema fueron amenazadas, silenciadas y sancionadas. En 2019 faltaron cinco votos para que se apruebe la propuesta . La presión del conservadurismo clerical de toda la vida, el manejo misógino de los presidentes y de las asambleas con mayorías antiderechos y el violento fanatismo de los mal llamados grupos “provida” –cada vez más fuerte en la región latinoamericana–, han incidido en la demora de la despenalización del aborto por violación, un mínimo por la dignidad de las niñas y mujeres. 

Por este motivo, nuestra esperanza estaba en la Corte Constitucional que ha demostrado ser de mayoría progresista y que hace poco legalizó el matrimonio igualitario, con apoyos, pero también con una férrea oposición que acude al imaginario de la familia “natural”, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer con fines reproductivos, cuando la realidad de nuestro país es más bien distinta. Cada año disminuyen los matrimonios y aumentan los divorcios, las familias diversas existen, la violencia cada vez está más desnaturalizada y sabemos que 1 de cada 4 mujeres a lo largo de su vida ha vivido violencia sexual, la mayoría en el contexto familiar y por parte de sus padres, abuelos, tíos y hermanos. Además, los hogares con jefatura femenina han aumentado y las dinámicas de la movilidad humana han transformado las estructuras familiares clásicas, cada vez más lejos de la postal heteronormativa anhelada hipócritamente por los antiderechos.

En este contexto, y después de un reñido proceso electoral en que triunfó la derecha conservadora, la decisión de la Corte Constitucional ha causado una avalancha de comentarios, reacciones y diatribas en calles, redes sociales, radios y programas de televisión. En un momento en que las mujeres somos las protagonistas, (tanto las víctimas de la violación y de la clandestinidad y criminalización del aborto, como las feministas que dedican su vida a su acompañamiento y a la incidencia política y en los sistemas de salud pública y judicial para mejorar la vida de las mujeres) siguen siendo principalmente los hombres, incluso desde el lugar autodesignado de aliados, quienes se atribuyen este avance en derechos y son masculinas las vocerías en medios de comunicación, sobre todo para análisis jurídicos, como si no existieran brillantes constitucionalistas mujeres para hacerlos, pero de quienes se presumen “sesgos”.

También son hombres aquellos que con mayor encono y rabia vociferan contra la medida como si vivieran un duelo, al punto de parecer profundamente afectados, de maneras muy curiosas. No me centraré ahora en los sentimientos y prejuicios de las mujeres sobre el aborto, porque ciertamente el activismo provida está feminizado, tanto como la lucha por los derechos de las mujeres. Brillantes compañeras y compañeros de causa han escrito sobre este día histórico para el Ecuador y, tanto en las demandas constitucionales como en los amicus curiae y en la sentencia de la Corte Constitucional abundan los argumentos jurídicos y las estadísticas y datos de las realidades lacerantes de la violencia sexual, del aborto clandestino, de las mujeres obligadas a ser madres a partir de, incluso, los once o doce años y de aquellas que han sido presas porque no tienen los medios para hacerlo sin poner en riesgo su salud y su libertad. La mayoría de mujeres judicializadas y encarceladas por abortar son adolescentes o jóvenes, pobres y racializadas, sobre todo afrodescendientes. 

Propongo en este texto cambiar el foco y ponerlo sobre algo que me resulta curioso e inquietante al punto de la fascinación y el horror.  Quiero especular sobre los móviles de los discursos y miradas de algunos hombres hacia el aborto, sobre cómo sus posiciones sobre el aborto llegan a estructurar su propia masculinidad. Esta oposición frenética a la despenalización por aborto en casos de violación tiene, seguramente, raíces más profundas en complejos entramados psíquicos que desconozco. Sin embargo, de los discursos y de “literatura” y productos audiovisuales y material “educativo” que se han generado al respecto –con los que nos han “educado” en el Ecuador por décadas– y que se han transmitido de generación en generación, se desprenden patrones dignos de análisis. Mi hipótesis es que existe un imaginario masculino del feto y que la identificación de algunos hombres con el nasciturus es derivada de un miedo inconsciente de ellos mismos de haber sido abortados, de lo cual se deduce la rabia con las mujeres a quienes llaman asesinas, y su falta de empatía con el niño o niña una vez nacido, pues en el acto de la vida viable, una vez que esta deja de ser vida en potencia, se produce la separación y la desidentificación y, frecuentemente, el abandono. Por algo, el interés en proteger fetos es infinitamente mayor al interés en proteger a las infancias. 

Portada de Juventud en éxtasis, bestseller de mi Ecuador y el mundo

Todo este raro vuelo me vino a la cabeza cuando recordé que mi escasa o nula educación sexual en el colegio vino de dos obras: Juventud en éxtasis y El grito silencioso. Nos obligaron a leer a los doce años Juventud en éxtasis, “Novela de valores sobre noviazgo y sexualidad”, libro que para generaciones reemplazó la educación sexual integral con enfoque de derechos de la que carecimos, en un colegio católico. En la misma época, proyectaron en el colegio un horrendo documental llamado “El grito silencioso”, del Dr. Bernard N. Nathanson. El hilo argumental de ambas obras es harto parecido. De hecho, Efrén, el héroe de “Juventud en éxtasis” que sigue siendo un best seller, vive una epifanía en una sala de cine, en la proyección de la película del Dr. Nathanson. Recojo aquí su voz:

“Me sorprendió ver que el protagonista era un médico ginecoobstetra que después de haber fundado una de las clínicas para abortos más grandes del mundo, practicado con su propia mano más de cinco mil abortos y cofundado la Liga Nacional para el Derecho del Aborto en Estados Unidos, en la actualidad se dedicaba a prevenir a la gente sobre la crueldad de esa práctica. Su cambio radical se debió a que ahora la medicina cuenta con recursos sofisticados, como la ecografía ultrasónica, la inspección cardiaca del embrión por medios electrónicos. La estereoscopía citológica, la inmunoquímica de rayos láser y muchos otros, con los que se ha logrado penetrar hasta el mundo del nonato y entender, a ciencia cierta, que el feto es un ser humano completo, cuyo corazón late, poseedor de ondas cerebrales como las de cualquier individuo pensante, capaz de sentir dolor físico y reaccionar con emociones de tristeza, alegría, angustia o ira. No tuve la menor duda de que el origen de todos los pecados del hombre está en la ignorancia. Hasta los mismos médicos abortistas practican su labor con una venda en los ojos oliendo el delicioso aroma del dinero. Pero el hombre no es malo cuando sabe. Es malo por ignorante… Sentí unas ganas terribles de meterme entre las cobijas y llorar. Hacía apenas unos seis meses había pedido un préstamo a mi madre diciéndole que era una cuota que exigía la Universidad. Se lo di a mi ex novia, Jéssica… para que abortara un hijo mío.” 

Efrén, joven “seductor” de vida “disoluta”, “promiscuo” e irresponsable emocional cambia definitivamente de perspectiva a partir de esta revelación. Irresponsable y cruel, obligó a su novia Jessica, a quien describe como un objeto sexual y “un auto usado muy bonito”; a quien desea antes de “poseer” pero desprecia después de conseguir su objetivo para que aborte. El remordimiento de conciencia comienza no porque Jéssica haya tenido algo que ver en ello, sino porque el héroe se identifica, en el acto, con el feto:

“No logré conciliar un sueño tranquilo durante varias noches. Una profunda depresión me mantenía sudando en duermevela soñando pesadillas y sobresaltándome. Imaginaba que yo era un niño abortado; luego pensaba que me casaba con Jéssica y que nuestro hijo se materializaba en medio de nosotros cuando hacíamos el amor. Mi aspecto general desmejoró mucho. Tuve una intensa fiebre y se me formaron enormes ojeras.”

La historia de Efrén podría ser una versión remozada de la propia vida del Dr. Nathanson, harto parecida. Mientras el galeno estudiaba medicina se enamoró de una mujer judía y pensó en casarse con ella, pues estaba embarazada. Le escribió a su padre para consultarle esa decisión. Él le respondió enviándole quinientos dólares junto a una nota, con la orden de abortar al hijo que venía en camino y viajar de vuelta a Estados Unidos para continuar con su brillante carrera en la medicina, tanto como Efrén debía continuar su vida de parranda. La orden del paterfamilias contrasta con el engaño al que induce a su madre Efrén, pero el objetivo es el mismo: obligar a sus compañeras a abortar. Ruth, la pareja del Dr. Nathanson, estuvo a punto de morir por una hemorragia, pero eso no impidió que él se convirtiese en el dueño de una clínica de abortos como sí lo hizo su identificación con el feto, años más tarde, gracias a la tecnología. 

El libro, casi la biblia adolescente de los colegios católicos de mi Ecuador, que sigue siendo utilizado como herramienta pedagógica, desentraña un pacto patriarcal entre Efrén y el Dr. Nathanson y cómo estos se proyectan en el nasciturus. Tanto el médico que obligó a abortar a su pareja, y que practicaba miles de abortos por dinero, como el joven haragán que obliga a abortar a su novia porque quiere seguir de pachanga, a raíz de ver lo que pasa con el feto que es abortado, despiertan su empatía por él y se dan cuenta de que ellos mismos podían haber sido abortados. Efrén “imaginaba que era un niño abortado”, como cuando el Dr. Nathanson descubrió el ultrasonido y pudo observar por vez primera el latido del corazón del feto con monitores eléctricos y fue consciente de la consecuencia de sus acciones. Luego de ese episodio el Dr. Nathanson, nacido en el judaísmo, se convirtió a la fe católica y devino en un fanático activista “provida”. La tristeza de Jéssica y la probable muerte de Ruth no fueron elementos de transformación de las trayectorias de estos machirulos.

En esta tríada feto-médico-héroe las mujeres no existimos como seres humanos. Únicamente somos recipientes de las violencias, los abortos forzados y los embriones elevados a la categoría de persona únicamente por la identificación del médico y del héroe con ellos. Se asume, claro, que ese «feto» es hombre. El imaginario del feto es eminentemente masculino. El feto abortado es un horrible espejo de la posibilidad de la propia muerte del héroe y del médico que también se ha identificado con él. Los hombres necesitan a las mujeres para reproducirse entre sí. Por eso controlan nuestros cuerpos: con la finalidad de hacer copias de sí mismos. Las mujeres somos vistas como meras reproductoras sin agencia, a quienes hay que prohibir la decisión sobre nuestros embarazos y abortos. No importa si el embarazo es forzado o por violación.

Como señala Françoise Héritier, varios mitos fundacionales y el propio Código Civil napoleónico, origen de nuestro derecho civil, no reconocen derechos a las mujeres porque pertenecen a sus maridos y su deber es darles hijos. Cita a Ali Bel Hadj, vicepresidente del Frente Islámico de Salvación argelino, quien declara crudamente: «La mujer es una reproductora de hombres. No produce vínculos materiales sino esa cosa esencial que es el  musulmán». No cuenta que también engendre hijas y musulmanas, son males necesarios por los que hay que pasar para concebir hombres y eventualmente otras mujeres, que no tienen otra realidad intrínseca que la de ser futuras reproductoras de hombres.

La posición “proaborto”, sucedida por la postura “provida” del protagonista de Juventud en éxtasis, resulta de un recorrido propio de las novelas de metamorfosis, motivo sobre el que se crea una representación de momentos cruciales para el destino de una vida (la manera en que un hombre se convierte en otro mediante una crisis y un renacimiento posterior). La conciencia del latido del corazón del feto determina la “crisis de identidad” que cambia radicalmente la vida del héroe. Como promotores y defensores del aborto, el doctor y Efrén forzaron a sus compañeras, aun con riesgo de sus vidas, a practicarse abortos para evitarse la responsabilidad de criar un hijo. Como arrepentidos y paladines de “la vida”, dedicarán su existencia y su mensaje a predicar la prohibición del aborto y su criminalidad y a señalar a las mujeres como sus principales perpetradoras. 

En ambas posturas las mujeres no existen, son meros instrumentos de sus posturas patriarcales, no importa si quisieron ser madres, no importa si no quieren serlo. En ambos casos ellos cometen el delito de aborto forzado, pero aquello pasa desapercibido. No sabían que el corazón del feto latía, ni que ellos podían ser el feto. Esta cruzada por la vida termina en el momento del nacimiento: con el corte del cordón umbilical y la vida viable fuera del vientre materno, cesa la identificación de estos hombres con el feto. Ya son vidas, son independientes, podrían ser niñas y, sobre todo, no son ellos. Vuelvo a citar a Françoise Héritier y sus lúcidas descripciones de este antiguo miedo patriarcal:

La necesidad de apropiarse de la fecundidad de las mujeres, de repartírselas entre los hombres, de encarcelarlas en sus tareas domésticas ligadas a la reproducción y al mantenimiento del grupo, para, simultáneamente, desvalorizar esas tareas –obteniendo además el consentimiento de las mujeres, que están sujetas a su sumisión sobre todo porque se las mantiene en la ignorancia- no se debe tanto al privilegio de engendrar individuos de ambos sexos, sino a otra razón muy parecida y sin embargo diferente. Para reproducirse como idéntico, el hombre está obligado a pasar por el cuerpo de una mujer. No puede hacerlo por sí mismo. Esta incapacidad es la que asegura el destino de la humanidad femenina. Se notará al pasar que la humillación femenina no está relacionada con la envidia del pene, sino con el escándalo que implica que las mujeres conciban a sus hijas mientras que los hombres no pueden concebir a sus hijos. Esta injusticia y este misterio están presentes en el origen de todo lo demás, que ha llegado de manera similar a los grupos humanos desde el origen de la humanidad y que hemos llamado la “dominación masculina”. […] Un hombre solo puede concebir un hijo, su semejante, por medio del cuerpo del Otro, su mujer, su esposa. Por lo tanto, se puede pensar que lo que se teme y reverencia es la buena voluntad con respecto a lo masculino de ese poder inscripto en el cuerpo de las mujeres. Y, por el mismo motivo, lo que debe ser vigilado, sometido y sobre todo apropiado es ese mismo poder, no el de concebir niños en general, sino el de darles hijos varones a los hombres y para ellos.

Por esta razón los hombres se preguntan, con frecuencia, si te hubiera gustado que “tu madre te aborte”, cuando estás a favor de la elección. Hay un miedo inconsciente a un mundo en que las mujeres nos neguemos a parir para siempre y terminemos con la especie masculina. Adrienne Rich se pregunta, sobre estas discusiones, lo siguiente:

¿Deben los cuerpos de las mujeres ser vistos esencialmente para servir a los hombres, y hasta qué punto las instituciones heterosexuales promueven y alimentan la creencia de que así es? Tanto el aborto como el lesbianismo han sido definidos como comportamientos perversos y criminales, por la misma cultura que refrenda el comportamiento heterosexual, el sadomasoquismo en el macho homosexual, la pornografía violenta y la esterilización forzosa.

El violento macho «provida» es, frecuentemente, el que ha forzado abortos de sus hijas y de sus parejas. No le interesa “la vida” sino el control del cuerpo de las mujeres, guiado por miedos primigenios a que su material genético no sea perpetuado, a haber sido fetos abortados, a enfrentar la «deshonra» de embarazos fuera de matrimonio, o a que su hijo no sea realmente su hijo. Por esta doble moral antiderechos, más de 300 demandas diarias de paternidad y alimentos se presentan en el país. No se habla de esos abandonos. Tampoco en la agenda de los grupos antiderechos hay un interés verdadero por los derechos de niñas, niños y adolescentes y por la garantía de vida digna para ellas y ellos. Importan en abstracto. Importa utilizar a las mujeres como medio para perpetuarse y para cumplir el rol esperado de madres. Se habla poco de la responsabilidad de los varones en la perpetración la violación, o su papel en el uso escaso o nulo de los preservativos. Es el cuerpo de la mujer el campo de esta batalla violenta, en la que sienten que no tienen más control que la amenaza de la enfermedad, la cárcel o la muerte. 

Así, ha aparecido en escena otra figura masculina en el discurso “provida” para continuar borrando a las mujeres de la ecuación de lo que pasa en nuestros cuerpos: el violador. Se teje el perverso argumento de que la despenalización del aborto es una forma de impunidad para el violador, para quien diseñan cadena perpetua. Esto es absurdo. De hecho, cuando sea ley, parte del protocolo del aborto por violación debe ser la denuncia y la investigación del delito. El feto, el médico objetor de conciencia que tiene derecho a preservar su fe, el violador y el estado, son las figuras masculinas que cobran protagonismo para despojarnos de nuestros derechos.

¿Qué podemos esperar del machista tropiandino promedio, educado en sexualidad y “valores” con Juventud en éxtasis? ¿Cómo en gobiernos con mayoría masculina podemos garantizar nuestros derechos? Nos espera un largo recorrido para desvirtuar el “pánico moral” sembrado por los discursos misóginos de los antiderechos. Se debe garantizar, en primer lugar, la reparación de derechos a las mujeres judicializadas y presas por abortar. Además, debemos estar vigilantes para que se fije un plazo razonable, en función de la salud de la mujer embarazada, para el aborto legal, considerando, por ejemplo, el caso de niñas pequeñas que ni siquiera han tenido su primera menstruación y sin saberlo, están embarazadas como resultado de violaciones repetidas; políticas públicas de educación y prevención, atención oportuna en salud, interrupción gratuita y segura del embarazo y, fundamentalmente, la erradicación de la violencia sexual. La seudoimaginería macabra de fetos abortados y de mujeres como asesinas no tiene nada que ver con la propuesta feminista que es integral. La discusión pública sobre el aborto ni siquiera tiene que ver con si es moral o no, con si la vida ha iniciado o no dentro del vientre, sino con que, una mujer violada y embarazada que decide abortar no dejará de hacerlo porque esté prohibido y, al ir presa, no cesarán los abortos pero sí se la revictimizará, con un costo desproporcionado para su proyecto de vida. Tanto la maternidad forzada como la victimización secundaria de la pena son crímenes de lesa humanidad que se deben reparar. Para finalizar recojo las palabras de Adrienne Rich sobre las aspiraciones de los feminismos:

En realidad, se puede decir que, el movimiento feminista está tratando de imaginar y construir el camino para un mundo en el cual el aborto no sea necesario; un mundo libre de la pobreza y de la violación; en el cual muchachas y muchachos crezcan con posibilidades inteligentes de reflexionar así como con el reconocimiento hacia sus propios cuerpos y el respeto por sus mentes, un mundo en el cual la socialización de las mujeres encaminada hacia los romances heterosexuales y el matrimonio no sean forzosamente la primera lección de cultura; un mundo en el cual una mujer sola pueda educar a una niña o un niño con un coste menos aplastante para ella misma, una sociedad en la cual la creatividad de la mujer pueda expresarse o no expresarse en la maternidad.

La maternidad será deseada o no será. Y esa es la única garantía de infancias felices y de vidas dignas, aunque en esto nunca hayan pensado Efrén ni el Dr. Nathanson, ni sus atentos lectores de colegios carentes de educación sexual integral, ni “Baby” Torres.

Posdata: Comenté este texto con mi amiga Erika Barrancos, quien compartió conmigo esta idea hace tres años. Me dijo: “con respecto al miedo de los varones a haber sido abortados, creo que hay algo más. Creo que ataca directamente a su masculinidad entendida en tanto que potencia fecundadora. Algo así como ‘incluso aunque la viole la perra de ella puede deshacerse de MI simiente’. Ya que también está la cuestión del derecho a dar muerte que se arroga la masculinidad y prohíbe a las mujeres ejercerlo, ya que es su obligación dualista dar vida.” Le digo: así es, recuerdo que Adrienne Rich decía que el suicidio es la única forma de violencia que se nos permite a las mujeres. Erika responde: “y ni siquiera, porque las románticas de la literatura no se suicidan: ‘se mueren’. Al igual que las víctimas de violencia de género que también ‘mueren’ en lugar de ‘ser asesinadas’ según la prensa.”

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Autor

  • Pepita Machado Arévalo

    María José Machado Arévalo (Cuenca, Ecuador, 4 de agosto de 1986) es abogada, Magíster en Derecho con Mención en Derecho Constitucional, Master en Estudios Lingüísticos, Literarios y Culturales. Ha trabajado en políticas públicas en violencia contra las mujeres, disidencias sexogenéricas, género y derechos humanos. Es integrante de la Coalición Nacional de Mujeres del Ecuador. Es pintora autodidacta, escribe e investiga sobre feminismos y desigualdades sociales.

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