“No tener hijos te prolonga un poco la juventud mental, digamos, primero, porque no tenés esa responsabilidad afectiva. La gente siempre te dice, —te estás perdiendo un amor terrible—, no tengo ganas de tener esa relación tan intensa con nadie y mucho menos con una criatura, es demasiado compromiso, demasiada responsabilidad…”, dice la escritora argentina Mariana Enríquez en una entrevista que encuentro scrolleando en TikTok.
Me quedo mirando el celular con sentimientos encontrados. Esto lo he escuchado mil veces. Recuerdo que en mis veintes escuché decir a una escritora que admiraba mucho decir que el secreto para poder escribir era no tener hijos. Ya ni siquiera recuerdo quién era la escritora, pero sí recuerdo perfecto la advertencia y el miedo que me hizo sentir, quizás porque en ese entonces yo ya sabía que quería ser escritora, y se lo decía a quienquiera que pudiera escucharlo, pero también, secretamente, sabía que quería ser madre.
Ya sé que la mayoría de las mujeres y niñas vivimos con el peso del mandato de ser madres como único destino de realización personal. Las que no tienen hijos son las rebeldes, pero en el mundo de las escritoras, o de las niñas que sueñan con ser escritoras, parece que el mandato es otro. Las escritoras, las periodistas, las feministas, “queremos escribir libros, no tener hijes”, queremos esa habitación propia que tanto nos promocionó Virginia Woolf.
Gran parte de mi vida, hasta más o menos “ayer”, me la pasé diciendo frases anti-madres, o anti-niñes: que por qué montan bebés a los aviones, que les bebés que lloran son el mejor anticonceptivo, o usando el “como una mamá” para referirme a las personas desactualizadas, básicas y pasadas de moda. Eso último no se me ha quitado, de vez en cuando me cacho diciendo que “no quiero parecer una mamá”. Claramente, son prejuicios tan profundos como mi deseo de la maternidad. No decía estas cosas necesariamente porque odiara a les niñes y a las madres, ni siquiera me interesaban lo suficiente como para odiarles de verdad, lo que yo buscaba con estos comentarios niñefóbicos y maternofóbicos era comunicarle al mundo misógino que yo no era como las otras chicas, not like other girls.
“No entiendo por qué la compulsión humana por reproducirse es tan fuerte”, dice Enríquez, en el ensayo Harta de nosotros, “me alegro de no tenerla, así por ejemplo, puedo juntar plata para pasarme un mes de vacaciones durmiendo en cualquier parte y tomando buses y trenes a cualquier hora y gastando en cosas para mí sin tener que preocuparme de cargar con los hijos o de abandonarlos con alguna abuela o niñera, si fuera rica.” Es una frase que yo pude haber dicho en cualquier momento. Hoy la leo y me entra en reversa: ¡Felicitaciones! ¡Tienes una habitación propia! ¡Puedes vivir sin maternar, como si fueras un hombre! ¡Brindemos por tu liberación!
Como soy una resentida, pienso: “Ojalá te acuerdes de nosotras las madres cuando les hijes que criamos paguen tu pensión”, ¡wow!, es un reclamo, una cantaleta, un chantaje emocional, no solo soy una madre, soy esa madre. Encima es un reclamo injusto, la pensión es un derecho incluso para las personas que me restriegan en la cara la libertad que no tengo. Muchas personas dirán que yo pude elegir ser madre, yo quise tener una hija y sabía perfectamente que estaba dejando atrás muchas libertades, así que ¡quién me manda! Pero ahí justo es donde nace mi rabia: este trabajo que yo elegí, no remunerado y no reconocido, es lo que sostiene a la sociedad. Las personas que eligen dedicarse a la medicina también optaron voluntariamente por largas jornadas en las que tienen en sus manos las vidas de otras personas, pero, además de que les pagan, nadie trata su elección de vida como “una compulsión irracional”, son héroes y heroínas, y nadie jamás les dice “lero lero, quién te manda”.
Tras décadas de lucha feminista, finalmente las mujeres tenemos acceso a un mundo de posibilidades infinitas, glomouroso y lleno de histórias épicas. Es el de las mujeres sin hijos, y no tenerlos es una muestra de que eres una chica moderna, intelectual, viajera, muy inteligente y con un humor deliciosamente sarcástico. La mujer que fui y que intento todos los días volver a ser. Los sábados en la mañana me levanto muy temprano a intentar escribir y veo las stories de instagram de todas mis amigas sin hijes, en conciertos, bares roñosos para rematar en las madrugadas, chistes internos que salen de esa complicidad de llegar hasta el azul reproche, coqueteos, rupturas, lip syncing de Dua Lipa, ¡cuántas aventuras! Yo me levanté cansada, pero no de bailar, y el reloj comienza su cuenta regresiva hasta que se levante la bebé y tenga que mover el suiche de “escritora” a “madre”.
Enríquez ha desarrollado su idea en varios ensayos, muy buenos, escritos con ese ingenio que la caracteriza. “Estoy perdiendo amigos. No es por falta de cariño ni por hartazgo: es porque muchos de ellos están teniendo hijos. Y me dejan de lado.” Es evidente que es sarcasmo. Todo el texto trata de jugar a asumir la voz de una mujer desalmada, en un mundo que nos exige ser siempre buenas y altruistas. Yo misma lo he hecho mil veces, es uno de mis trucos de cóctel. “Termino en un rincón con mis amigos gays —los que no quieren ser padres–”, quejándose de “Estos heterosexuales que procrean y chau, si te he visto no me acuerdo”, y comenta: “Tiene que ser posible ser buen padre y buen amigo; debe existir algo así como la maternidad y la vida social.” Same, amiga, ojalá existiera. Ser madre, trabajar, tener una vida social: es uno de esos chistes en donde solo puedes escoger dos. Parece inevitable. Hasta que me acuerdo de que los hombres sí pueden tener las tres cosas.
Pienso, también, en las amigas-madre que perdió Enríquez. ¿Son reales o son una figura literaria? Si fueron reales, ¿siente Enríquez que perdió algo al perder esas amigas? ¿O una vez se convierten en madres dejan de despertar interés como personas y se hacen invisibles? Eran amigas ¿no? Supongo que algo bello vio la una en la otra, ¿acaso eso desapareció?
Tal vez hay amigas madres que se alejaron porque no les gustaron estos comentarios, aunque fueran “en broma”. Uno lee estas cosas y se ríe, no vaya a ser que la gente crea que por ser mamá no entendiste el chiste, (jajá, ¡la broma soy yo!) pero sería peor enojarse y concederlo, (jajá). Quizás muchas de esas mujeres no quieren ser monotemáticas al hablar de sus hijes, pero están en ese callejón, en donde todos los trabajos de cuidado y crianza recayeron sobre ellas, y entonces no pueden hacer nada más, quizás no lo eligieron y pues es lo que hay, ¿de qué putas van a hablar?
Poco a poco esos discursos van abriendo una brecha, entre las mujeres que escriben y las mujeres que crían. No porque las mujeres sin hijos sean invisibles o no puedan hablar, como postula Enríquez, en otro ensayo, Yerma; sino porque cuando las personas que nunca han parido y/o criado desprecian arrogantemente el oficio de criar, se abre un abismo.
Pero en lo que puede ser una pose odiosa hay una gran verdad: la encrucijada ineludible entre los bebés y los libros. Porque como bien dice Ursula K. Le Guin: los bebés comen libros. ¿O acaso cuántas escritoras logran mantener su producción intelectual durante los primeros años de crianza? Puedo esperar. Para las madres la producción intelectual solo es posible con una voluntad férrea y un privilegio imprescindible: que otra persona, empleada o que sea parte de la familia, se encargue de los trabajos de cuidado de tu hije mientras escribes.
Porque la verdad es que los bebés son un estorbo para la literatura, tanto dentro como fuera de ella. ¿Alguien se remuerde por el destino del pobre Rocamadour, que lloraba impertinentemente cuando Horacio Oliveira intentaba continuar con su name dropping? Cuando finalmente murió fue una alivio para todos, La Maga, Oliveira, todos los pseudointelectuales que iban y venían a casa, y hasta para el impaciente lector, que quiere ser libre para pensar en La Maga como la O.G. “manic pixie dream girl” latinoamericana. Sor Juana Inés de la Cruz, santa patrona de las escritoras de la región, se metió literalmente a monja para poder escribir. Doris Lessing abandonó a su esposo (con el que se casó muy joven) y a su hijo para dedicarse a su carrera literaria. La obra exige una entrega total de su autora, ¿cómo vas a ser fiel a tu obra si también eres mamá?
Dice Le Guin: “La dificultad en tratar de ser responsable, hora tras hora, día tras día por el bienestar de les niñes y la excelencia de los libros es inmensa: requiere un infinito gasto de energía y una ponderación imposible entre prioridades que compiten. Y no sabemos mucho sobre el proceso, porque las escritoras que son madres no hablan mucho de su maternidad, por miedo a quedar descartadas y atrapadas en la ‘trampa de la maternidad’. Tampoco hablan mucho de su escritura y como esta se conecta con su experiencia de ser madres, ya que el mito heroico exige que ambos trabajos se consideren totalmente opuestos y mutuamente destructivos”.
Ursula K. Le Guin pregunta en el ensayo “The Fisherwoman’s Daughter” (La hija de la pescadora): “¿qué ves cuando te pido que imagines a una mujer que escribe?”. La mayoría de las imágenes en la historia del arte y de la cultura popular muestran a mujeres leyendo. Después de descartar varias respuestas, Le Guin se aferra a una imagen: “escribe sentada en la mesa de la cocina, con les niñes gritando alrededor.”
Como todas las niñas que soñamos con escribir, Le Guin también se enamoró de Jo March cuando leyó Mujercitas. Los párrafos que describen a Jo encerrada con su manuscrito por días, comiendo manzanas, nos hicieron soñar que una vida así era posible: “Alcott hace una afirmación verdaderamente extraordinaria: que Jo está haciendo algo muy importante, que lo está haciendo seriamente y que no han nada raro en que una mujer haga algo así. Esta pasión por su trabajo, y esta felicidad que siente al hacerlo, se presentan como algo normal de la vida de una chica. No parece mucho, pero para las mujeres de mi generación, y de la generación de mi madre, y de la de mis hijas, no había otro lugar donde encontrar este modelo, esta validación:” Jo se dedica a escribir hasta que se casa con un hombre, tiene a sus hijos (que se pasa cuidándolos durante un libro entero, “Jo’s Boys”) y al final de su vida, cuando termina de criar, de nuevo se dedica a escribir. La gran diferencia con la vida de Alcott, señala Leguin, es que la escritora real no tuvo hijos, así que no tuvo que parar de escribir. Aun así, Alcott no estaba exenta de trabajos de cuidado, tenía una familia que dependía económicamente de su trabajo, y terminó adoptando al hijo de su hermana May cuando ella murió en el parto. La habitación propia de Virginia Woolf ha sido siempre esquiva para la mayoría de las escritoras. Le Guin cita a Harriet Beecher Stowe, que le decía a su esposo en una carta, que ella también necesitaba un espacio para escribir, pues tenía que hacerlo en el comedor mientras cuidaba a les niñes. ¿Cómo pudo concentrarse para escribir La Cabaña del Tío Tom?
¿Las madres pueden pensar?
Así como me pasa con las fiestas en las stories de instagram, mis amigas escritoras, sin hijos, sacan mínimo un libro cada dos años. Yo, que saqué las 600 páginas de Las mujeres que luchan se encuentran en un año, llevo tres tratando de sacar adelante una mirringa de 200 páginas de un libro sobre… ¡Adivinen! ¡Maternidades! Me levanto a diario a las cuatro de la mañana para tener tres horas de silencio antes de que mi esposo y la bebé se levanten, antes de que comience mi día de trabajo como directora de Volcánicas. ¿Por qué no termino? No estoy segura. Cuando vuelvo sobre mis frases las encuentro aburridas y tiesas. Normalmente, a una no se le ocurre querer ser escritora de la nada, normalmente tiene que ver, obvio, con alguna facilidad para escribir. Recuerdo que desde muy joven una frase se me ocurría después de la otra, y después otra, iban fluyendo suavecito de un párrafo a otro. Claro, después se aprende la técnica, pero la habilidad suele ser esa, y la gente te dice: “¡pusiste en palabras lo que yo quería decir!”. Bueno, pues, ese talento lleva desaparecido dos años y medio, desde que parí, y apenas me doy cuenta hasta ahora porque lo estoy reencontrando. ¿Será que perdí mi “juventud mental”, como dice Mariana?
Hay un mito urbano la momnesia o mommy brain que, supuestamente, hace que las mujeres embarazadas y las madres sean menos “competentes” intelectualmente, porque las mismas exigencias biológicas de maternar te funden el cerebro.
A ese mito le debemos una desafortunada escena en donde a Bridget Jones se le olvida por completo cómo se usa un cajero automático por estar embarazada. Cada tanto tiempo los medios reseñan un estudio científico que confirma esta creencia, pero la realidad es que la información científica no es concluyente. La gesta y el parto cambian los cuerpos para siempre, ambos procesos requieren neuroplasticidad, no se ha encontrado un efecto de estos cambios que sea común a la mayoría de las personas que han gestado. Claro que las madres sintonizan sus cerebros para responder a las señales de sus bebés, pero esto también le pasa a los padres, a las madres que no gestaron, y a otras personas que estén haciendo estos trabajos de cuidado.
La maternidad también viene con retos externos (como tener que conseguir dinero para mantener a otra persona durante al menos veinte años) que afectan nuestra salud mental que pueden dejar un impacto permanente en nuestro cerebro. También hay muchos sesgos machistas en estos estudios: la investigadora Bridget Callahan explica: “olvidas tus llaves todo el tiempo, pero cuando las olvidas mientras estás embarazada culpas al embarazo”. De lo que definitivamente no hay pruebas es de que la gesta, el parto, o la crianza disminuyan las capacidades cognitivas de una persona. Lo que sí tiene un impacto en las capacidades intelectuales es el exceso de trabajo y la falta de sueño, y no se necesita un parto o un embarazo para que esto sea un problema.
El mito del mommy brain es popular porque refuerza una idea que subyace a estos discursos, ampliamente aceptada, y es que las madres no pensamos, hacemos, y criar es una actividad que está a años luz de la producción intelectual. En su clásico de 1989, Maternal Thinking (Pensamiento Maternal) Sara Ruddick defiende que es todo lo contrario, y también que ha sido un error excluir la experiencia de la maternidad del ejercicio de la filosofía. A partir de su propia experiencia como madre, Ruddick empieza a preguntarse qué formas de pensamiento surgen del ejercicio de maternar (que para Ruddick es un oficio, que no tiene que ver con lo biológico, y que pueden realizar personas de cualquier género) y cuál es su potencial impacto social. Identifica tres exigencias en el trabajo de la maternidad: la preservación de la vida del hije, su desarrollo y su adaptación social. No todas ocurren en simultáneo ni tienen la misma prioridad para todas las madres, ni siquiera para todas las culturas, pero son, a grandes rasgos, los retos o exigencias a los que debe responder el pensamiento materno.
En el oficio de maternar estas tres exigencias, preservación, desarrollo y asimilación, se entrelazan: “Una niña se asoma desde una ventana alta para arrojar un globo de agua a un transeúnte. Debe ser alejada de la ventana (preservación), hay que enseñarle que no debe causarle potencial daño a personas inocentes (adaptación), y el método usado debe ser uno que no ponga en peligro su confianza en sí misma (desarrollo). […] Un niño quiere caminar solo hasta la tienda de la esquina: ¿te preocupas por su seguridad o aplaudes su creciente autonomía? […] Si tu hija mayor rebasa a tu hijo menor en una carrera, ¿inhibes su placer por la competencia o lo celebras? ¿Deberías dejar que tu hijo menor se defienda solo? Y si no lo hace, ¿está siendo débil? Más urgentemente: no importa lo que hagas alguien se sentirá herido u ofendido. El amor hace que estás preguntas sean dolorosas, pero no nos da la respuesta. ¡Las madres deben pensar!” El pensamiento de las madres, para Ruddick, implica constantes y complejos análisis de riesgo. También algo de humildad para entender que no todo se puede controlar, la maternidad, y en general todos los trabajos de cuidado, son prácticas que exigen flexibilidad constante en el pensamiento y adaptación a lo inesperado.
Ok, las madres piensan, pero ¿cuál es su aporte intelectual?
Le Guin habla de cómo se ha construido una doctrina que nos dice que debemos escoger entre libros o bebés. “Puedo escuchar la falsedad cuando Dorothy Richardson dice que otras mujeres podrán tener hijes, pero ninguna puede escribir sus libros. Como si otras mujeres pudieran tener sus hijos.” En el siglo XX, hipótesis machistas derivadas del pensamiento freudiano, afirmaban que esas mujeres que tuvieron libros, lo hicieron buscando un sustituto a les hijes que no pudieron tener. Dice Le Guin: “Ser una madre es una de las cosas que una mujer puede ser como ser una escritora. Es un privilegio, no es una obligación o un destino. Hablo de las madres que escriben porque es un tema tabú, porque a las mujeres nos han dicho que no debemos intentar las dos cosas, porque tanto les niñes, como los libros, pagarán el precio.” Más adelante, Le Guin hace una pregunta maravillosa: “¿hay alguna forma en que la maternidad pueda ser una ventaja para las mujeres artistas?”
Dijo una vez Sor Juana Inés de la Cruz que “si Aristóteles hubiese guisado, cuánto más habría escrito”, queriendo decir que esos oficios “de mujeres”, podrían abrirle inmensas posibilidades de análisis y pensamiento a los venerables señoros filósofos. ¿Guisar? ¿Se imaginan qué sería del pensamiento Occidental si alguno de esos viejos hubiese llegado a parir? Elselijn Kingma, filósofa de la Universidad de Southampton, trabaja en uno de los campos de la metafísica que ha pasado desapercibido para todos esos hombres blancos que llegaron antes que ella: el embarazo. Kingma comenzó como estudiante de medicina, pero en el pregrado se decantó por un doctorado en Filosofía y su trabajo se centra en la filosofía de la medicina, filosofía de la biología, la metafísica y la ética aplicada. Kingma parte de que todas las personas somos el resultado de un embarazo, así que pensar el embarazo desde la filosofía está en el centro del ejercicio de entender qué es lo que somos. Y se hace unas preguntas muy importantes: “Estamos de acuerdo en que hay un organismo antes del embarazo, y que al final del embarazo, hay, usualmente, al menos dos organismos. Pero, ¿en qué momento un organismo se convierte en dos? ¿Cuál es la relación entre el feto y el organismo gestante durante el embarazo? ¿Qué entidades, si es que las hay, persisten a través de la concepción, el embarazo y el parto?”.
Por donde se mire, estas son preguntas sobre la estructura de la realidad, el objeto de estudio de la metafísica. La razón por la cual estas preguntas tan fundamentales han pasado desapercibidas es evidente: que la filosofía, y por extensión la metafísica, han sido campos dominados por hombres cisgénero cuyas experiencias de vida tienden a ser bastante homogéneas. En sus conferencias, Kingma ha dicho que cree que no ha sido un tema muy evidente porque el tipo de personas que tradicionalmente han hecho filosofía no han estado involucrados de forma cercana con embarazos, o bien porque no han estado embarazados, o porque no han estado involucrados con los embarazos de sus parejas..
El embarazo pone sobre la mesa un tema clásico de la metafísica: cómo es que existen y cómo se relacionan las cosas que “son en sí mismas” y las que son en tanto que son “parte de”. Convencionalmente se ha entendido la relación mujer-feto, como si la mujer fuera un contenedor dentro del cual vive y crece ese feto, por eso se usa tanto esa metáfora del “pan en el horno”. Kingma también pone el ejemplo de la portada de Lennart Nilsson para la revista Life en 1965, en la que aparece une feto “cual si fuera un astronauta, flotando en el espacio, y la conexión con la mujer está minimizada en el paisaje.”.
El trasfondo metafísico de estas imágenes o metáforas es que el embrión, y luego feto, existen de forma independiente a la persona gestante, cuando en realidad hay una relación interdependiente y en la que no hay “dos organismos”, sino “un organismo doble”. Kingma señala que la relación mujer-feto es mucho más complicada: es simbiótica, y totalmente integrada, no hay límites tan claros entre el feto y la mujer, que son interdependientes, una mujer embarazada es un “organismo preñado”. Por ejemplo, cuando el óvulo y el espermatozoide se fecundan, la persona gestante debe bajar su tolerancia inmunológica para permitir que sus defensas no rechacen el 50% del material genético del embrión o feto, que pertenece a quien fecunda y, además, la sangre de la persona gestante contiene células del embrión o feto, lo cual muestra el nivel biológico de conexión e interdependencia entre mujer y feto. Si literalmente llegan a ser una misma sangre, ¿por qué decimos entonces que son siempre organismos separados? Kingma apunta a decir que primero hay un organismo: la mujer, hombre trans o persona no binaria que luego se convierte en un “organismo preñado”, y que luego del parto se convierte en dos organismos separados, pero que de muchas maneras aún son dependientes.
Estas preguntas apasionantes sobre lo que somos y cómo llegamos a serlo han pasado por alto en la práctica hegemónica de la filosofía y como resultado hemos visto un problema social: que se piensa que embriones o fetos son organismos independientes, con “derechos” propios, o incluso que se oponen a los derechos de las personas gestantes. Es la idea metafísica detrás de la prohibición del derecho al aborto voluntario. Una deuda que tiene la filosofía con los derechos de las mujeres.
La exclusión de las madres en la filosofía no es contingente ni casual. El reporte Equality Challenge Unit, publicado en 2015 en el Reino Unido, mostró que, de todas las humanidades, Filosofía es la disciplina con menos mujeres, con un 71.2% de hombres en la profesión. En Estados Unidos es peor: las mujeres en filosofía son apenas el 17%. De esa minoría de mujeres en la filosofía, lo más probable es que la mayoría sean mujeres que provienen de una clase media o alta, (que les haya permitido pagar sus estudios universitarios y que les permita vivir entre digna y cómodamente con el exiguo salario de profesora o investigadora), y por supuesto blancas, heterocis y sin hijes, el tipo de mujer que privilegia la academia. Lo peor es que esto es lo más diversa que ha sido la Filosofía en toda la historia de la disciplina. Esto ha creado una serie de prejuicios y vacíos que hoy afectan gravemente el pensamiento occidental, y de paso, muchos de estos errores son necesarios y fundacionales para las ideologías del patriarcado.
Uno de los puntos más importantes de Sara Ruddick, es que las madres desarrollan lo que se llama “pensamiento concreto” en oposición al pensamiento abstracto: una serie de disposiciones para simplificar, generalizar y definir; tolerar la ambigüedad y multiplicar las opciones en vez de aceptar los términos de un problema. Por ejemplo, explica Ruddick echando mano de un dilema usado por Lawrence Kohlberg: “un hombre tiene una esposa que se está muriendo. El único farmaceuta en el pueblo tiene una droga que puede ayudarla, pero es muy costosa, el hombre no puede pagar la droga. ¿Debería robarla?”. Se espera que quienes se enfrenten a este dilema lo entiendan como algo abstracto: no se deben considerar alternativas por fuera de los términos establecidos en el planteamiento del problema. Nadie debe preguntarse, señala Ruddick, por la opinión de la esposa moribunda, ni por el marco legal para castigar el robo, ni qué significa que un farmaceuta tenga el monopolio de la droga. “Abstraer es simplificar la complejidad, reducir las elecciones de la vida moral a opciones dicotómicas”. Como en este ejemplo, que pregunta básicamente qué es más importante, si la vida o la propiedad privada.
Pensar de forma concreta es negarse a aceptar los términos de la abstracción, que es la forma de pensamiento que domina la academia. El pensamiento concreto se asocia con el pensamiento de las clases populares o de las mujeres e históricamente se ha menospreciado, como si fuera una forma de creación intelectual menor. Cuando Descartes declara “pienso, luego existo”, lo que está diciendo es que no necesita a sus sentidos engañosos, ni contacto alguno con el mundo “real”, para probar su existencia le basta pensar, su cuerpo es una contingencia prescindible. Pero solo una persona que no realiza trabajos de cuidado puede llegar a esa conclusión, las madres, y todas las personas que cuidan, lidiamos en el cotidiano con flemas, vómitos, orines, mierda, y esto nos da una plena conciencia de la fragilidad de nuestros cuerpos, de lo delicada que es la vida. En la escuela del pensamiento Occidental los cuerpos se abstraen hasta convertirse en cifras, cuando los soldados mueren en la guerra, no son cadáveres, son daño colateral.
La literatura y todas las artes tienen el mismo problema de la filosofía: son campos históricamente dominados por hombres heterocis que han imaginado su cuerpo como si fuera el imperativo categórico de Kant. Cuando las mujeres llegan a hacer obra, suelen ser en su mayoría mujeres blancas y sin hijes, o que ya terminaron de criar a sus hijes, disminuyendo considerablemente sus obligaciones de cuidado. Cuando las madres racializadas hacen obra, son presentadas, con razón, como casos de éxito o una anomalía en el sistema, pues se enfrentan a una doble discriminación. Y sí, cada vez hay más madres y somos más visibles, pero la balanza está lejos de equilibrarse. Además, muchas de las afortunadas que logran hacer obra hacen un esfuerzo extra para que su obra no sea “sobre la maternidad”, pues con frecuencia el respeto de sus pares depende de que “no se note” que son mamás.
Le Guin piensa que sí, que puede haber algo profundo e interesante en la experiencia de las artistas que también son madres, cita a la poeta estadounidense Alicia Ostriker, quien dice que “La ventaja de la maternidad para una mujer artista es que la pone en contacto, inmediato e inescapable, con las fuertes de la vida, de la muerte, de la belleza, del crecimiento, de la corrupción… Si la mujer artista ha sido entrenada para creer que las actividades de la maternidad son triviales, tangenciales a los temas más trascendentales de la vida, deberá desentrenarse. Ese entrenamiento es misógino, protege y perpetua sistemas de pensamiento y sentimiento que prefieren la violencia y la muerte antes que el amor, la vida, y eso es una mentira.”
No creo que ser madre te haga mejor escritora o artista. Pero sí estoy segura de dos cosas: de que ser madre sí hace que sea más difícil ser escritora, artista, filósofa, periodista o activista; y que eso no va a cambiar hasta que las experiencias, necesidades y luchas de las madres salgan a lo público y se conviertan en algo político. No todas las artistas, escritoras, filósofas que son madres dirán que la maternidad tuvo un impacto estructural en su obra, y está bien. Pero todos estos oficios se pierden de algo cuando excluyen las voces de las madres. Entre las cargas desiguales de los trabajos de cuidado y los comentarios estigmatizantes, que a veces son fuego amigo que viene de las colegas, las madres quedamos fuera de la discusión pública y eso es malo para nosotras, porque nuestras necesidades quedan invisibilizadas y esforzarnos el doble para luchar por nuestros derechos.
Y ese detallito, que las madres hagamos todo el trabajo de creación y crianza de los seres humanos, que serán los consumidores del mercado, los votantes de las democracias, el capital humano que mueve la economía, sin reconocimiento ni condiciones laborales, está en la raíz la desigualdad, una desigualdad de la que solo escapas temporalmente si no tienes hijes, pero que hasta que todas las madres tengamos todos los derechos, seguirá siendo estructural.
Pucha!! Es horrible sentir que la maternidad nos hace menos… Pero a la vez estamos cansadas para todo.