Por Mónica Godoy Ferro
En los últimos años hemos visto varias oleadas de denuncias por acoso sexual por parte de las estudiantes universitarias. El justo reclamo público de ellas a través de las redes sociales, y otros medios de comunicación, ha presionado a las directivas de la mayor parte de las instituciones de educación superior a aceptar el problema de la violencia basada en género y a diseñar políticas de prevención, investigación y sanción de este tipo de prácticas. Pero, ¿qué tan efectivas han sido sus medidas?
Una buena parte de ellas ya cuentan con protocolos y rutas establecidas de manera formal para tratar estos asuntos. Sin embargo, los mecanismos de queja aún cuentan con escasa o baja legitimidad entre las estudiantes, quienes, al parecer, prefieren recurrir a la sanción social mediante mecanismos informales para denunciar las agresiones que sufren y recibir algo de justicia. Muchos protocolos, pero escasos resultados positivos para las mujeres.
¿Por qué cuando ya existe un reconocimiento institucional del problema en las universidades y rutas e instancias formales para tratar la violencia de género, las estudiantes siguen buscando el apoyo de las colectivas y grupos feministas para narrar sus experiencias y recibir apoyo?
Uno de los factores que pueden influir en ello es que las universidades tienen estatutos disciplinarios inspirados en el derecho penal y, por ende, suelen reproducir los mismos impedimentos de este para el acceso a la justicia de las mujeres. Es decir, la palabra de las víctimas de violencia suele ser puesta bajo sospecha, su testimonio no es evaluado desde un enfoque de género que permita hacer visibles las desigualdades, se le deja la carga probatoria de manera exclusiva a la víctima que, fuera de tener que recuperarse de un hecho violento, afronta un proceso disciplinario en el que está en desventaja para hacer valer su palabra como verdad. Esa verdad de los mecanismos institucionales se produce en relaciones de poder profundamente desiguales que las formas de investigación disciplinar no logran equilibrar, antes bien, tienden a profundizarlas.
En algunas universidades mientras los acusados pueden tener representación legal, algunas veces otorgada por la misma institución, y mientas cuentan con el derecho a la contestación de las acusaciones a través de interrogar directamente a las víctimas, a ellas no se les reconoce como sujeto procesal, o bien, no se les permite la entrada a las diligencias junto con sus representantes legales. Están sujetas a un procedimiento donde no tienen poder.
Aunque los primeros contactos de las rutas de atención de las violencias basadas en género funcionen de manera adecuada -el acompañamiento psicosocial y jurídico de primer nivel-, las instancias disciplinares en la mayoría de las instituciones siguen representando espacios de revictimización para las jóvenes que han sufrido agresiones machistas. Esto sustentado en una retórica legalista que se presume objetiva y neutral. Las feministas (como Evelyn Fox Keller en su libro Reflexiones sobre género y ciencia, Sandra Harding en Ciencia y Feminismo y Donna Haraway en Ciencia, Cyborg y mujeres: la invención de la naturaleza) ya han develado como esa objetividad y racionalidad cientificista nace de una vinculación mítica con lo masculino.
Por eso mecanismos del derecho positivista ciego a las diferencias de género que parecen neutrales desfavorecen a las mujeres. Es decir, mientras en los procedimientos institucionales no se pongan en el centro los derechos de las víctimas de violencia basada en género y se comprenda las perspectivas desde las cuales ellas narran sus experiencias, esa aparente objetividad beneficia solo a los acusados porque hace invisible las diferencias de poder que perpetúan ese tipo de violencia.
Una universidad que está intentando transformar esa desigualdad estructural de las víctimas de violencia basada en género es la Universidad del Rosario cuyo reciente protocolo planteó un avance significativo: reconocer la necesidad de crear una instancia especializada e independiente para analizar este tipo de quejas, asumir una corresponsabilidad en recabar las pruebas del proceso y brindar un apoyo efectivo a las sobrevivientes, sin enjuiciarlas ni invalidar sus percepciones. Sin embargo, parece ser la única hasta el momento que se ha desplazado en la vía correcta.
Sumado a lo anterior, la mayor parte de las directivas de las universidades no logran entender aún la indignación colectiva que producen estos hechos de violencia contra las mujeres, que tratan como casos aislados sin atender sus causas profundas, ni atinan a su obligación de erradicar la alta tolerancia a la violencia contra las mujeres en las comunidades universitarias y su casi total impunidad.
Frente a las denuncias públicas de estos hechos, las directivas de las universidades suelen reaccionar con pánico y tienden a priorizar el silenciamiento para mantener el buen nombre institucional. Entonces, además de todo el peso que ya existe sobre las víctimas, les adjudican también la supuesta responsabilidad de mantener la imagen positiva de la institución con su discreción y silencio. Esto produce una compleja manipulación emocional sobre las jóvenes quienes no desean perjudicar a sus universidades, quieren vivir libres de violencias machistas en sus espacios cotidianos, pero se ven enfrentadas al dilema de denunciar o no públicamente.
Quienes deciden hablar en voz alta, y en primera persona, de la violencia en su contra suelen considerar todas las demoras que tienen los procesos formales, las altas probabilidades de que no se establezcan sanciones contra los agresores en esas instancias y el riesgo inminente de que ellos produzcan nuevas víctimas mientras se desarrollan los procesos de investigación. Lejos de un ánimo retaliatorio, las mujeres suelen denunciar públicamente para evitar un daño hacia otras a través de alertar sobre las personas que las lastimaron. Hablan porque temen que más mujeres pasen por lo que ellas tuvieron que vivir; es un imperativo ético lo que las motiva, no un ánimo de venganza. Sin embargo, lo que suelen recibir ante sus reclamos públicos es más violencia de parte de la sociedad y de las instituciones.
Ante las denuncias públicas de las mujeres, los discursos de defensa de algunos acusados suelen basarse en desacreditar a las víctimas, señalarlas de mentirosas o manipuladoras y alentar la estigmatización y violencia en su contra e incluso algunos llegan a inventar teorías conspirativas para posar de perseguidos políticos. Toda esa puesta en escena, sin base razonable, suele ser creíble para un público que amplifica esta defensa ilegítima, reproduce acríticamente estas narrativas y profundiza la violencia psicológica contra las víctimas.
Es fundamental recordar que las denuncias públicas sobre la discriminación y la violencia contra las mujeres, como formas de control y sanción social informal, fueron reconocidas por la Corte Constitucional: “los mecanismos de control social informal son plenamente válidos en un Estado social de Derecho, pues no implican la privación de derechos fundamentales, sino que simplemente tienen por objeto aplicar estímulos o desestímulos a conductas socialmente relevantes”.
Pese a la importancia de estos mecanismos para fomentar la intolerancia frente a este tipo de violencia, estas denuncias informales están siendo contestadas por buena parte de los acusados a través de tutelas o denuncias por injuria y calumnia contra las víctimas, las colectivas que las apoyan e incluso algunas periodistas que investigan e informan sobre este tipo de violencia. Es de conocimiento público las tutelas y querellas/denuncias interpuestas por acusados por distintos tipos de abusos sexuales contra el equipo de Las Igualadas de El Espectador y el de Las Volcánicas. También, se han visto afectadas por el acoso judicial grupos estudiantiles y de defensoras de Derechos de las Mujeres como la Colectiva Feminista Blanca Villamil y la Comisión Feminista y de Asuntos de Género Las que Luchan de la Universidad Nacional de Colombia, entre otras. Es decir, que al posible hecho de violencia original se le suma un abuso del derecho que tiene como fin extender la violencia psicológica contra las víctimas, acallar las denuncias públicas, quebrar los ejercicios de solidaridad hacia ellas e intimidar a las organizaciones que las acompañan.
Algunos fiscales y jueces, basados en los mismos estereotipos de género que sustentan la violencia contra las mujeres, se prestan para este abuso y terminan otorgando la protección a la honra y al buen nombre de los acusados sin ponderar los derechos de las víctimas ni considerar las asimetrías de género. Esto produce una censura grave a su libertad de expresión, la de sus defensoras y al derecho de las periodistas a investigar e informar sobre estos casos de interés público. Entonces, fuera de los hechos victimizantes, las sobrevivientes de estas agresiones tienen que seguir soportando violencia social e institucional a través del aparato de justicia estatal.
A esta injusticia se suma una significativa brecha generacional entre las autoridades universitarias, los operadores de justicia y aquellas jóvenes que denuncian. Hace algunas décadas este tipo de violencia contra las mujeres era tolerada por la mayoría de las personas. Ahora, afortunadamente esa percepción ha cambiado y es mucho más claro para las jóvenes la necesidad de erradicarla; por eso sus exigencias de materializar su derecho a una vida libre de violencias se hacen cada vez más fuertes e insistentes. Sin embargo, es usual que se encuentren con autoridades que minimizan sus percepciones, les aconsejan desistir de los procesos disciplinarios y penales por una supuesta falta de pruebas y les aconsejan tolerar estas prácticas de violencia como parte de una cultura aceptada.
En últimas, les piden renunciar a su justo reclamo de justicia y aceptar el lugar de ciudadanas de segunda que el Estado y la sociedad les da aún a las mujeres. Esto no hace sino ampliar aún más la desconfianza entre las denunciantes y las autoridades, y profundiza la falta de legitimidad de sus leyes, políticas, protocolos y rutas de atención de la violencia basada en género.
Si para las estudiantes es difícil acceder a la justicia, para las profesoras y las trabajadoras de las universidades la situación puede ser aún más crítica. Su estabilidad laboral puede depender de evitar construirse una imagen de ser “difíciles o conflictivas”, cualquier exigencia frente a un hecho de violencia, discriminación o exclusión puede traducirse en una no renovación del contrato, en situaciones de acoso laboral o en hostigamientos para desgastarlas, quebrarlas emocionalmente y presionar su renuncia.
Aquellas docentes feministas que además hacen ejercicios de formación y solidaridad con los grupos y colectivas estudiantiles están en varias universidades bajo una presión constante porque las directivas consideran que sus ideas políticas son contaminantes y provocadoras de los conflictos al interior de las instituciones. Bajo su perspectiva, no es el ejercicio sistemático de la violencia contra las mujeres la que produce estas tensiones sino quienes la nombran, la estudian, la hacen visible y la denuncian. Por lo anterior, la respuesta al problema bajo dicha lógica es acallar las denuncias, incluso recurriendo al despido o la no renovación de sus contratos.
Entre menor jerarquía tenga el cargo que ocupe la docente o la trabajadora universitaria que denuncia, menos poder o influencia puede ejercer y, por lo tanto, menor credibilidad tiene su perspectiva y está en una situación de mayor vulnerabilidad a las represalias.
Esto nos pone en evidencia que las universidades reproducen ideologías que perpetúan las desigualdades y asimetrías entre hombres, mujeres y disidentes del género. Esto no se ha modificado a pesar de que la matrícula y la eficiencia terminal femenina, en todas las carreras, ha aumentado de manera significativa.
En las instituciones de educación superior se observa la subvaloración simbólica de lo femenino que, a su vez, afianza la dominación masculina en sus estructuras: conocimientos del canon profesional, desde una perspectiva casi por completo androcéntrica, y las prácticas pedagógicas autoritarias.
La manifestación más visible de estas asimetrías de género, aunque no la única, es la violencia ejercida contra las mujeres que, desde hace unos años, resulta inocultable en las universidades. Esta visibilidad de la discriminación, el acoso y otras formas de violencia sexual, han puesto en cuestión una de las instituciones de las culturas occidentales más sacralizadas: el lugar de producción de la ciencia hegemónica.
Este debate dentro de las universidades tiene como precedente el escándalo por los miles de casos de abuso sexual en la Iglesia católica y el encubrimiento de estos que, durante décadas, hicieron la mayor parte de sus altos jerarcas. Ambas situaciones están relacionadas, las universidades en Occidente fueron creadas por órdenes religiosas masculinas y aún, a pesar de los siglos, conservan en sus formas de comprender y hacer en el mundo, una herencia medieval. A pesar de que ahora algunas sean laicas y públicas, en las jerarquías académicas están vigentes las viejas formas de autoridad de las órdenes religiosas, incluyendo la exclusión femenina en los altos cargos y la asimetría en la distribución del poder y del prestigio entre unas y otros.
Por ello no es de sorprenderse que, ante las denuncias por abusos sexuales, las universidades actuaran de forma similar a la Iglesia católica: negaron la veracidad de las mismas, le restaron credibilidad a las víctimas, evitaron que las acusaciones fueran conocidas por la justicia ordinaria y la opinión pública, y usaron diferentes formas de coacción o manipulación contra las personas sobrevivientes, organizaciones de defensa de su derechos o periodistas que investigaron y publicaron el problema.
Aunque en las declaraciones del Papa Francisco se percibe un esfuerzo por romper con las maneras tradicionales de abordar las denuncias por violencia sexual en la Iglesia, es claro que es una respuesta tardía que tiene fuertes resistencias en el interior. Algunos poderosos sectores ultraconservadores parecen considerar casi un derecho adquirido con la ordenación, poder acceder sexualmente a quien ellos deseen. Así el objeto de ese deseo sea un menor de edad o sea una persona en una condición de vulnerabilidad que no pueda resistirse, consentir o defenderse.
En las universidades es también perceptible esa noción distorsionada del supuesto derecho a acceder a los cuerpos de las otras en condición de desigualdad. Son cada vez más reconocidas las denuncias públicas por conductas sexuales no bienvenidas y que incomodan a quienes las reciben, en general mujeres y personas feminizadas.
Con todo eso de fondo, aún algunos les recriminan a las sobrevivientes no confiar en la actuación de las autoridades en estos casos y no acudir a ellas cuando sufren violencia. Pero ¿pueden confiar las mujeres en estas autoridades?, y ¿puede la sociedad reclamarles no acudir a los canales institucionales para denunciar, cuando estos profundizan y reproducen de forma acrítica las asimetrías de género? La respuesta es aún no. Esta arquitectura de la injusticia y la impunidad no ofrece ninguna garantía real de justicia porque sigue sin saber escuchar a las mujeres y privilegia el silencio y el ocultamiento de la crueldad y violencia con la que se nos trata. Necesitamos procedimientos despatriarcalizados, críticos del derecho objetivista positivo, pospunitivistas y más integrados a las corrientes de resolución y transformación comunitaria de conflictos. Este es un salto de décadas que las anquilosadas burocracias universitarias aún no quieren dar.
Monica fabulosa publicacion. Gelicitaciones a todos los grupos. Abrazos ……
Felicitaciones exitos
Maravilloso artículo! Muchas de nosotras feministas nos hemos visto invalidadas al defender la denuncia pública de otrad mujeres tras el acoso. En las universidades colombianas es común concencerlas de quedarse en silencio. Inaudito
Excelente artículo que pone en debate prejuicios, creencias y comportamientos que han sido costumbre en las IES.
Esencial el papel de colectivos especialmente de estudiantes, para develar, cuestionar y vigilar que se hagan cambios.
Por otra parte, me parece importante preguntarnos sobre los factores asociados con la dificultad para hacer valer derechos incluso en hechos cotidianos entre pares, cuando no es lo institucional o las jerarquias académicas … por ejemplo, miedos, entendibles no solo desde la perspectiva de género y la histórica violencia contra las mujeres, sino desde el contexto social nuestro…
Creo que Monica debia haber revelado que ella tuvo que ver con la produccion del protocolo de la U. del Rosario, si en el articulo va a expresar una opinion por la calidad del mismo respecto de la calidad de lo que hacen las demas Universidades. Eso es lo que he visto hacer a las personas periodistas o consultoras que escriben articulos asi. Da mayor credibilidad y evita conflictos de intereses.
Es maraviolloso el resultado de un análisis cuando se combinan el conocimiento con la propia experiencia, de manera brillante.
Isabel, no hay ningún conflicto de interés. Te recuerdo que la consultoría con la U. Rosario consistió en darles un concepto final del Protocolo, es decir, no participé en su proceso de su elaboración, sólo hice unas recomendaciones finales, algunas incorporadas y otras no. Si hago la afirmación de la diferencia en su tratamiento al problema es porque después de unos meses vimos cómo operó el nuevo Protocolo en la atención y sanción de casos, poniendo como centro a las víctimas. Por eso lo resalté, porque no es una apuesta meramente formal sino real de justicia de género y así lo reconocieron públicamente las víctimas.
Querida Mónica ¿Cómo citar este escrito? o tiene otro artículo publicado?
¿Dónde podemos encontrar el protocolo de la Universidad del Rosario?
Buen artículo. Pero necesitamos más apoyo de los medios para que las directivas de las universidades asumen el problema de violencias de género en serio. En la UPN los abusos vienen de largo tiempo y control internos
pareciera tener orden de no mover ningún caso. Las estudiantes desertan, y cuando han sido abusadas y logran graduarse no quieren saber nada de sus carreras. Hay casos, graves, en los que los abusadores se pavonean ante las víctimas como intocables.