Por Fátima Vélez
Desde hace unos meses estoy en un grupo de estudios feministas, que se hizo posible gracias a la virtualidad en la que nos sumió la pandemia, pues la mayoría de las integrantes vivimos en diferentes lugares del mundo. Al principio entré con resistencia pues, aunque me encantaba la idea y seguro iba a ser muy útil para mi tesis, “con qué tiempo”: tengo dos hijxs, estoy haciendo un doctorado, dando un par de clases de español y literatura y, una que otra vez, tratando de escribir. En fin. No tenía tiempo para el grupo de estudios feministas pero igual entré. Y ha sido terapéutico y estimulante. Nuestro grupo, que se comunica principalmente por whatapp, ha resultado ser un portal de lo que está pasando en Colombia, pues una de las chicas trabaja en la universidad de Antioquia y está conectada con diferentes colectividades que apoyan El Paro, y nos mantiene informadas a las que estamos por fuera del país. Otra es arquitecta y urbanista y trabaja temas de justicia social en el espacio público. Otra apoya a mujeres embarazadas de segundos hijxs que en sus primeros partos sufrieron violencia ginecobstétrica y que quieren darle el chance a una experiencia de parto radicalmente distinta, en casa, con partera, apoyada por amigas. Otra trabaja con guardianes de semillas en diferentes territorios de Colombia. Otra hace una tesis doctoral en filosofía sobre la incomodidad en la arquitectura y su filósofa de cabecera es Sara Ahmed. Y yo, que ahora ando preguntándome por las madres. Nos autodenominamos Las Lámparas, Las Lamparidas, porque alguna vez nos preguntamos el por qué de ese dicho que dice “Uy, usted si es muy lámpara” y, como no pudimos llegar a un acuerdo, decidimos que era un lindo nombre para nuestro grupo de luz.
Da la casualidad de que Las Lámparas somos todas madres con hijxs entre uno y quince años. Nunca nos pensamos como un club de madres feministas, fue algo que ocurrió, y este hecho nos ha permitido reflexionar sobre nuestras vidas como madres, académicas, activistas y creadoras. En una de nuestras conversaciones, una de las chicas, la que tiene el hijo que va a cumplir catorce, el más grande, habló sobre lo difícil que fue criar a su hijo como madre soltera, estudiante de universidad pública, en una ciudad intermedia de Colombia. De lo jodido que es que la familia ayude con lx niñx mientras la mamá estudia. De cómo la familia “ayuda” pero controla cada micro segundo de la vida de la joven madre soltera. Si no llega a tal hora, ya le montan la perseguidora así lx niñx esté bien dormiditx y no necesite a su mamá para nada. La familia ayuda a cuidar para que la mamá trabaje o estudie, pero no para que la mamá sea libre ni tenga tiempo para sí misma. Les resulta escandaloso, de sinvergüenzas, que la mamá se pueda dar el lujo de divertirse en una fiesta o de rascarse el ombligo. Entonces, entrar a este grupo, me ha hecho pensar en esa relación complicada con el tiempo que implica la maternidad,
me la paso repitiendo todo el día que no tengo tiempo.
Yo igual, tan feo, no? O sea, dice otra, el peor mantra del mundo. Y otra dice: yo sufro todo el tiempo pensando en eso. Pero saben también qué he notado yo? Entre más cosas me meto a hacer, mejor organizo el tiempo. Eso es cierto. Menos tiempo por ahí flotando. Sipi, aunque tiempo que flota es rico. Pero es cierto que el mantra de “no tengo tiempo” es paila. Bueno, me voy pa’l sobre, suerte garullas. Las quiero. Qué será garulla. Suena como a lámpara. Complicado. Adiós lámparas. Y otra aparece: Apenas me desatraso, lámparas, perdón, iba manejando. A mí me encanta tener tiempo libre. Me enfermó durante mucho tiempo no tenerlo. Hago deporte, yoga, cosas a las que antes no les sacaba tiempo. Entonces, a lo que ocupaba un espacio tan amplio en mi vida le estoy dando un tiempo más restringido. Me siento menos culpable. Paso más tiempo con mi hijo. Y estoy feliz. Esos estándares de la academia son demasiado insanos. Lámpara en paisa es visajoso. A mí en cambio me encanta enfermarme porque es el único momento en que tengo tiempo. Y otra: yo en cambio ni siquiera tengo tiempo de enfermarme.
Esta conversación con Las Lámparas me hizo darme cuenta de que la falta de tiempo en medio de la crianza crea una culpa innecesaria. Muchas veces me veo atascada en esa sensación de no trabajar lo suficiente, o de trabajar demasiado y no pasar tiempo con mis hijxs. De haber permitido que se entreguen a la pantalla hasta el punto de que mi hijo de doce años no sabe que es un ajo, ¿Cómo que no sabes qué es un ajo? Si comemos ajo todos los días. Le digo que vaya a la nevera y me muestre un ajo y me saca un racimo de cilantro. Me dice: ¿Es esto? Tiempo para enseñarle a mi hijx qué es un ajo.
En ese tiempo mental de la culpa de “si hubiera pasado más tiempo con mi hijo, tal vez él pasaría menos tiempo jugando minecraft y sabría qué es un ajo”, me acordé de una señora que me ayudaba cuando lxs niñxs nacieron y que hablaba el lenguaje de “si hubiera hecho esto, si hubiera hecho lo otro”. La señora tenía cincuenta años pero parecía de ochenta y, me di cuenta, amigas lámparas, que ahí está la clave contra el envejecimiento: en nuestra relación con el tiempo. El “hubiera” resulta un tiempo potencialmente creativo en instancias como el arte, pero en la cotidianidad de la crianza es un tiempo donde nos auto-flagelamos innecesariamente. Y no nos disfrutamos en la crianza. Y envejecemos.
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El día de la madre me tomé el tiempo de profundizar en estas cuestiones en medio de la turbulencia que azota a nuestro país. Le hice tiempo a esta reflexión porque me parece que la idea de la madre y de la familia heteronormativa ha alimentado imaginarios que son cómplices de los escenarios de violencia que hemos presenciado y llorado todos estos días. La inclusión de las mujeres en la vida política y el mundo laboral no necesariamente ha contribuido a alivianar las cargas que pesan sobre las mujeres madres. De la madre se exige el performance correspondiente a las pautas de la responsabilidad absoluta que se sintetiza en la figura de la “buena madre”: la que lo da todo por sus hijxs y por su familia, la abnegada, la trabajadora, la luchadora, la que sola, con su pecho y sudor, a punta de instinto materno, saca adelante siete hijxs. “Madre no hay sino una” y esa “una” ha asumido todo el peso de la historia en las comunidades humanas, papel pesado e invisiblemente activo del que se espera todo, hasta milagros y, a la vez, paradójicamente, la mujer madre es subyugada, oprimida y abandonada por sistemas que ayuda a alimentar.
En la madre y la maternidad se conjugan matrices de las dinámicas capitalistas más voraces y su relación con el statu-quo de los Estados nacionales modernos: la producción y la reproducción, el machismo, la temporalidad productiva, el bloqueo de imaginación de múltiples subjetividades y corporalidades, las fronteras (por medio de construcciones afectivas como la madre patria), la precariedad, la violencia que ahora nos tiene tan jodidxs, a punto de acabar con la capacidad creativa que nos permitiría imaginar mundos más allá de la represión asesina. Coyunturas como la pandemia visibilizan la asociación persistente de mujer con madre, mujer con cuidadora y madre con mujer, en posiciones de sacrificio que cimientan la reproducción del capitalismo por encima de la reproducción de la vida bien vivida.
En un gobierno como el de Duque, en donde se promueve una economía del emprendimiento que él llama con orgullo “economía naranja” (que aún nadie sabe muy bien en qué consiste) y que supuestamente promueve la igualdad de género (liderada por la vicepresidenta/ canciller que apunta sobre todo al “empoderamiento” de las mujeres de clase alta) la mujer madre es el paradigma del multitasking: en su calidad reproductiva y productiva puede parir, trabajar, estudiar y criar al mismo tiempo. Pero, al examinar de cerca los elementos de esta simultaneidad, nos damos cuenta de que parir en Colombia significa, en el mayor de los casos, hacerlo en hospitales donde la violencia ginecobstétrica anula la agencia de las mujeres sobre sus cuerpos y los de su bebés. Si la mujer madre puede trabajar y estudiar, es casi siempre gracias a una ayuda paga (por lo general mal remunerada), y casi siempre esa ayuda paga es ejercida por mujeres madres, quienes a su vez tienen que dejar a sus respectivxs hijxs al cuidado de otrxs. En cuanto a la crianza, se trata de un privilegio del que la mayoría de las mujeres no pueden gozar y muchas, quienes pueden aprovecharlo, prefieren no ejercerlo, pues implica retornar al espacio doméstico, y por lo tanto, un retroceso con respecto a la posición de igualdad profesional con los hombres, que tanto esfuerzo costó conseguir.
Las sociedades capitalistas han propiciado una falta de cuidado y solidaridad entre mujeres que ha conllevado a la soledad de la madre, quien tampoco encuentra amparo en el Estado. En su polémico libro Contra los hijos (2018) Lina Meruane invita a una revolución de mujeres contra el sistema capitalista depredador que se ha alimentado del abandono estatal hacia lxs más vulnerables y ha puesto la proyección del deseo en lxs hijxs propios para el ascenso social y económico. Dentro de esta mirada, la crítica contra la no-madre dentro de las sociedades capitalistas está ligada a una pérdida de control de las máquinas de producción de futuro que han sido históricamente las madres. Esta invitación de Meruane a la revolución de las mujeres -madres y no madres- es clave para luchar contra nosotras mismas como cómplices, contra los progenitores desamparadores, contra el Estado, contra amiguxs que abandonan a sus amigas cuando son madres porque no saben relacionarse con niñxs, y, en consonancia con lo que plantea Meruane, contra lxs hijxs que, producidos y protegidos por el sistema, tienden a la tiranía que perpetúa la situación precaria de las mujeres madre. Tal vez no existan hijxs que no sean tiranos. Yo misma fui una hija tirana con mi mamá. Ella tenía que traerme, llevarme, hacerme. Tengo recuerdos de extrema crueldad con ella cuando no cumplía su palabra de darme algo que me había prometido. O cuando yo tenía nueve años y ella tenía una convención de la emisora para la que trabajaba en San Andrés y a mí justo me dio apendicitis el día en que ella se iba por primera vez en nueve años. Y ella tuvo que quedarse y yo lo disfruté como un triunfo. Mi mamá, que hacía maromas para llegar al mes con lo que le mandaba mi papá, sufría la tiranía de dos hijas que la obligaban a pagar un arriendo en un barrio de clase alta, y muchas veces, cuando trató de convencernos de mudarnos a un barrio menos caro, nosotras le hacíamos una pataleta, pues cómo, si estudiábamos en el colegio de los niñxs ricos que mi papá había escogido y pagaba siempre tarde; habría sido trágico mudarnos a un barrio más popular, nos habrían hecho demasiado bullying.
Seguramente cada unx tenga una historia de tiranía hacia la madre que contar. Ante este panorama, es necesario reconocer que tener un hijx y convertirse en madre es un ejercicio de entrega, sacrificio, aguante, en el que la mujer madre está desamparada, lo cual resulta paradójico, si tenemos en cuenta que este cuidado se asume como necesario para el desarrollo de la sociabilidad humana. Y en vez de trabajar en políticas de apoyo y atención, el cuidado de una madre hacia su(s) hijxs se da por sentado como una respuesta a un instinto materno, como parte de un reflejo afectivo (que hay de que no se tenga, hay de que mi mamá se hubiera ido a la convención con una hija convaleciente) y por lo tanto, como una labor que de ninguna manera debe ser remunerada.
A pesar de este desequilibrio entre el trabajo inmenso de las madres y la falta de apoyo (no solamente económico, sino también social) que se nos da, las madres no entramos en huelga. No formamos sindicatos, solo grupos feministas por whatsapp y zoom. Sí hay colectivización, politización y militancia de las madres, pero tiene que ver con uno de los hechos más trágicos de la vida: la unión para exigir justicia ante la desaparición forzada y el asesinato de lxs hijxs víctimas del terrorismo de Estado, como podemos verlo en las colectividades de Las Madres de la Plaza de Mayo y, en un contexto más local con Mafapo, la organización de las Madres de Falsos Positivos de Colombia y, en los últimos días, a través del trabajo de las Madres de la primera línea, quienes han puesto el pellejo protegiendo sus territorios de resistencia y apoyando la lucha de sus hijxs, sufriendo en carne propia la violencia policial.
Dentro de este paro, entonces, las madres también debemos unirnos para pensar las familias de otras maneras: extenderlas y desestabilizar el rol social impuesto sobre la mujer como madre. Rol que, a pesar de ser activa y radicalmente contestado desde ámbitos políticos, académicos y del activismo del feminismo y la teoría queer, sigue contribuyendo a la opresión de nuestras vidas, incluso dentro de sus ámbitos de contestación. Por ejemplo, dentro del mismo feminismo, que ha sido clave en pronunciarse críticamente frente a la maternidad. El segundo sexo que Simone de Beauvoir escribió en 1949, desestabilizó una idea ontológica de la mujer como madre que permitió entender la maternidad como una elección y no como un destino biológico. De esta manera se inaugura un feminismo de la igualdad que deposita en la no-maternidad la posibilidad de emancipación. De este feminismo se deriva, posteriormente, la militancia en contra de la presión social que exige a una mujer ser madre para “completarse” y, por consiguiente, movimientos a favor del aborto y la libertad sexual. Sin embargo, dentro de estas posturas feministas, que en su momento fueron fundamentales para las luchas por la igualdad de género, han quedado exiliadas las mujeres que, por alguna u otra razón, se convierten en madres, y se crea una brecha dentro del propio feminismo entre la mujer madre y la no-madre, brecha que inevitablemente está atravesada por circunstancias materiales, como la raza, la clase y la compleja relación sexo/género.
En Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución (publicado en 1976 con una edición revisada por la autora diez años después), libro híbrido, mezcla de diario íntimo de la maternidad, crítica, historia y antropología, Adrianne Rich expone las tensiones entre la experiencia y la institución de la maternidad. Según ella, para que las mujeres podamos tener opciones, necesitamos entender el poder y la ausencia de poder de la maternidad producida por la cultura patriarcal. Rich también revisa con pinzas la relación entre feminismo y maternidad. Según ella “la mujer sin hijos” y “la madre” son una polaridad falsa, de la que se han valido las instituciones de la maternidad y la heterosexualidad. Es decir, tanto la maternidad como la no-maternidad han sido usadas en contra de las mujeres. La maternidad, desde esta perspectiva, es una institución indispensable para la perpetuación del núcleo familiar heteropatriarcal, y necesaria para la organización capitalista al garantizar que el costo del trabajo de reproducción biológica y social sea atribuido a las mujeres y que este trabajo, supuestamente hecho desde el amor maternal, sea percibido como no-trabajo y por lo tanto, no sea remunerado. La no-maternidad, por su parte, es condenada, al “desviarse” de la organización social y económica dominante, a través de la presión social y familiar, mediante el refuerzo de discursos que se creían superados, por ejemplo, la idea de que la maternidad “nos completa”, o completa a las familias que formamos, o de las que provenimos. Conozco a muchas mujeres, quienes ya están en “condiciones” de ser madres, y con condiciones me refiero a la fórmula normativa de edad/salud/fertilidad/matrimonio/heterosexual/trabajo/éxito/ahorros/propiedad privada/apoyo familiar y, ante la sorpresa de su entorno, deciden no ser madres y esto resulta sospechoso para algunxs, y trágico, sobre todo para sus padres, quienes no se cansan de insistirle a la mujer aún no-madre ¿cuándo es que nos vas a dar un nietecitx?
Pero, volviendo a las palabras de Rich, para que el feminismo sea realmente un ámbito de contestación que produzca posibilidades contra las violencias sobre los cuerpos y las vidas, se debe evitar la polarización entre “madre” y “no-madre”. Se debe evitar que la una se convierta en la verdugo de la otra. La importancia del trabajo de Rich dentro de los estudios de la maternidad para el feminismo ha sido clave pero, incluso dentro de este ámbito de contestación, la categoría “mujer” de la autora no es problematizada lo suficiente, a pesar de que Rich fue contemporánea de los debates sobre la performatividad de género que se estaban dando en los círculos académicos de Estados Unidos a finales de los ochenta. Observar la manera en que la maternidad ha sido construida culturalmente, con sus connotaciones sociales y políticas, también exige que pensemos cómo la maternidad afecta todo tipo de cuerpos, identidades y subjetividades: mujeres cisgénero, madres y no madres; hombres cisgénero; sujetos queer y trans madres y no madres. Así como la categoría de mujer es performática, resbaladiza, transitoria, también lo es la de la madre. Y por otra parte, hay que tener en cuenta que por siglos la “maternidad” ha servido como un semillero de exclusión de la capacidad de gestar y crear vida en determinados cuerpos y no en otros.
Propongo que en esta revolución de las madres luchemos contra la suposición de la maternidad como un asunto que nos concierne solo a las personas identificadas como mujeres. Contra el centralismo de la madre absoluta. Dejar de pensar desde el “madre no hay sino una”, consigna que se celebra el día de la madre (inventado por la cámara de comercio para acelerar el consumo). Sin embargo, vale la pena aclarar que esa relación afectiva con lxs otros, esa inclinación hacia el cuidado, hacia la escucha, tradicionalmente asociada a la mujer madre, no debe ser desatendida: no es eso lo que habría que desarmar, sino el hecho de que esa forma de relacionamiento recaiga en la mujer madre. El hecho, muchas veces dado por sentado, de que son únicamente las mujeres madres las capacitadas para relacionarse de estas maneras.
Entonces, aquí entra la idea de pensar desde la práctica de maternar, que consiste en desmontar el aparato de la maternidad, sus asociaciones pre-establecidas, sus cálculos renales, y extender la apertura hacia lxs otrxs. Se trata de una ética que no ocupa solo a las mujeres ni a las madres, y que tiene el potencial de articular relaciones inesperadas con otredades inesperadas. Desmontar el uso “institucional” de la madre, y darle un uso afectivo, un uso político. Desde esta perspectiva, como dice Adriana Cavarero, “[madre] es entonces, sobre todo, el nombre de una configuración necesaria, de una inclinación indispensable”. Si estamos comprometidxs con encontrar otras maneras de relacionarnos, estamos en la obligación de decodificar la maternidad y hurgar en su potencia como práctica de relacionamiento. Reocupar los contenedores que se han usado de la misma manera por los siglos de los siglos y que han normativizado nuestros imaginarios afectivos y nuestras formas de relacionarnos.
Resulta vital abrirnos hacia una imaginación crítica para pensar formas de agruparnos distintas a la de la familia nuclear. Donna Haraway nos alienta a trabajar creativamente con el problema. Un ejemplo para que estas propuestas no queden en abstracto, tiene que ver con el imperativo-mantra de Haraway: Make kin, not babies (“hacer parentesco y no bebés”). Ella lo propone para aquellxs que sienten la pulsión de ser madres y padres en un mundo sobrepoblado. Preocupada por el desbordamiento de nacimientos humanxs en un escenario de recursos que escasean, pero aterrada por políticas estatales contra-reproductivas -como la del hijo único instituida en China de 1979 a 2013-, Haraway nos propone, a aquellas personas que queramos reproducirnos, que salgamos de las lógicas heteronormativas y nos organicemos para tener hijxs en colectivo. Se trata de una propuesta revolucionaria de reproducción no descendiente sino ascendente, que implica una ecuación lógica: el hecho de que para la crianza de lxs niñxs haya más personas, más afecto, más diversidad, más cuidado. Esta idea se vincula con el proverbio africano “Hace falta toda una tribu para criar un hijo”, en contraposición a la gran carga asumida por una madre, incluso en parejas heterosexuales donde hay una buena distribución de las funciones. Este reparto habilitaría más tiempo de descanso y creación para cada unx de los progenitores, un alivio en la responsabilidad económica, y le daría al niñx la posibilidad de expandir sus horizontes, de ser afectivamente más sano.
Pensar en una revolución de la familia parecería una petición descabellada, impensable dentro de contextos donde la lucha es por el derecho a vivir y sobrevivir. Sin embargo, considero que la familia nuclear, heteropatriarcal y normativa, es un monumento que hay que derribar, pues alimenta formas de vida que siguen perpetuando la violencia y la pobreza. Para derribar este monumento, erigido a punta de costumbre y miedo en nuestros imaginarios afectivos, habría que empezar por una acción lingüística: dejar de hablar de “padres” cuando nos referimos a lxs progenitrxs biológicxs, o de crianza, a la mamá y al papá. Resulta increíble que ante el gran peso que cargan las madres en la sociedad, ni siquiera se hable de “mamás” cuando se considera a ambxs progenitorxs. En esta práctica de imaginación crítica, habría que pensar en maneras de nombrar. Por ejemplo decir “Mapas”, que a la vez sean mapas de ruta para configuraciones más allá de la familia heteronormativa, cuya protección y conservación solo tiene sentido para garantizar la defensa de la propiedad privada, la acumulación de riqueza y de poder a costa de la opresión de miles que no me importan porque no son mis hijxs.
Todo un ensayo con la profundidad propia de esta gran autora, mujer, manizaleña y amiga admirada, Fachi. Mucho para reflexionar y aprender.
Demasiados temas. El mundo de la mujer no gira alrededor de los hijos, los hijos forman parte de el pero se requiere desculpabilizar a la mujer de lo que le sucede como madre.