Por Fátima Vélez Giraldo
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Termina el mes del ocho de marzo, fecha en la que no se celebra el día de la mujer, como muchos creen regalándonos flores y chocolates y haciéndonos sentir tan únicas e imprescindibles, sino que se conmemora el suceso trágico de las 129 trabajadoras que murieron durante una huelga en Nueva York en 1908, encerradas por su empleador en la fábrica de textiles en la que trabajaban. El ocho de marzo podría ser un día de duelo sino se hubiera transformado en el momento para actualizar la importancia de nuestras luchas colectivas, nuestras organizaciones, nuestras voces y no olvidar que para que podamos tener espacios como estos, otras mujeres antes tuvieron que sacrificarse y otras se levantaron y pusieron sus cuerpos para exigir el sufragio universal, la igualdad de derechos, y ahora, con intensidad, la despatriarquización de nuestras vidas y nuestros cuerpos. Ser feminista, en realidad, es tener presente el no pequeño detalle de que hace cincuenta años no teníamos muchas otras opciones además de ser mamás.
Termina la semana de marchas enmascaradas, de lo que le pasa a una le pasa a todas, de queremos que las calles sean libres y poder transitar por ellas, que dejen de legislar sobre nosotras, que dejen de precarizarnos.
En mi cuerpo, para ser más específica, en mi piel, la semana termina con una sesión de depilación con cera hecha con un kit casero encargado por mi hija de once años por amazon, todo con tal de que ella no cumpla su amenaza de usar la cuchilla de afeitar. Por nada del mundo uses la cuchilla, le ruego, porque vas a arrepentirte, además, solo tienes once años, lo mejor sería que no te depilaras nunca, que no te importara, le digo, pero ella desconfía, con razón, de lo que le pido, habiéndome visto, a mí y a mis hermanas, sometiéndonos a todo tipo de tratamientos absurdos, caros y dolorosos con tal de no tener un pelo mal puesto.
Termino la semana del 8 de marzo preguntándome, ¿dónde queda tanta lucha feminista ante esta urgencia de depilación?
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¿Cuándo se ha visto algo no humano quitarse los vellos, por ejemplo, a un mono quitarse los vellos púbicos? ¿A qué criatura no humana se le ocurre someterse al tiempo y muchas veces, casi todas, a la incomodidad, al dolor? ¿Es posible que la práctica depilatoria tenga que ver con una predisposición genética de lxs humanxs hacia el deseo de la suavidad de la piel, una fijación por ser como las superficies tersas de las piedras?
Que depilarse sea una práctica humana no significa que sea intrínseca a la especie, y aún así, el ejercicio de quitarnos los pelos nos ha acompañado desde épocas prehistóricas mutando a lo largo del tiempo; habría que analizarlo en cada contexto social y cultural en el que se presenta. Lxs arqueólogos han encontrado pruebas de que los neandertales usaban piedras y elementos filosos para impedir que el exceso de pelo en el cuerpo los hiciera más visibles, y por lo tanto, más vulnerables a los predadores. Las mujeres y hombres de la antigüedad se sumergían en la fascinación de la piel lisa y sin un solo pelo, acto de higiene, acto ritual. Se dice que lxs miembrxs de la alta sociedad egipcia y lxs sacerdotes hacían ungüentos depilatorios fabricados con sangre de tortuga, baba de gusano, conchas marinas, y grasa de hipopótamo; también utilizaban navajas de hierro, cobre y sílex, piedra pómez y velas. Lxs sacerdotxs no podían entrar a los templos sin estar completamente depiladxs: requerimiento para establecer contacto con los dioses. Dioses, que, si nos fijamos en sus representaciones pictóricas tanto en la cultura egipcia, como en la griega y la romana, solo tienen pelo en la cabeza, o en la barba. En la cultura griega el mármol resulta un material escultórico ideal para visibilizar un paradigma de belleza, juventud, inocencia: un cuerpo blanco, sin pelos y sin posibilidad de tenerlos es un cuerpo divino o lo más cercano a la divinidad, una divinidad hecha a imagen y semejanza de un deseo de ser como las superficies blancas de las piedras.
Pero, ¿en qué momento esta práctica que abrazaba enteramente los ideales de belleza de una sociedad se convirtió en un mandato exclusivo para mujeres? Durante siglos, la depilación femenina fue una práctica privada. En la cultura india, por ejemplo, la depilación del vello púbico con hilo era considerado un acto erótico, un regalo de bodas, un mundo al que solo tenía acceso el esposo. Cuenta Rebecca Herzig en su libro Plucked: A History of Hair Removal que fue a finales del siglo XIX, cuando Darwin publicó El origen de las especies, que se empezó a asociar el vello con lo primitivo, lo atávico. En cambio, no tener pelos se convirtió en una marca de evolución y un paradigma estético. La depilación se convirtió en un dispositivo de distinción entre lo humano y lo no humano; todo lo peludo quedando en la categoría no-humana. Fue así como la depilación se volvió una forma de control sobre el cuerpo de las mujeres a través de la vergüenza de parecer especies inferiores. De esta vergüenza se valió la marca Gillete, en 1915, para promover la primera cuchilla de afeitar femenina, la Milady Decolletée: “Una hermosa adición a la mesa de baño de Milady -y una que resuelve un problema personal vergonzoso”.
Entrado el siglo XX ya hay avances en la consecución de derechos por y para las mujeres, liberación sexual, cambios en nuestra manera de vestir: aparecen escotes, minifaldas, bikini; se dejan al descubierto los brazos y las piernas y el pelo se hace visible, ese “problema personal vergonzoso”. ¿Podemos pensar la depilación como un acto reivindicado frente a siglos de yugo del vestido que evitaba tentaciones carnales? O, quizás, ¿uno de los tantos precios a pagar por nuestra libertad?
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Lo que he podido comprobar desde que me depilo, que esos sí son tiempos inmemoriales, es que entre más se aferra una en quitarse los pelos, más se aferran en crecer. Ya quisiera que creciera así, con esa contundencia, el pelo de la cabeza. Pero no. Y me pregunto si habría que emprender una persecución en su contra para que el pelo de la cabeza se aferre al cuero cabelludo, para que tome esa resistencia del vello púbico cuando llevamos más de veinticinco años en la tarea de hacerlo desaparecer. Yo, con todo lo que lo desprecio, admiro esa fortaleza. Esa persistencia del folículo piloso. Ese hacerse más grueso a medida que menos se quiere. Ya quisiera tener la fuerza de ese vello. Ya quisiera que las plantas crecieran así cuando se podan. Que las uñas crecieran así cuando se liman. Tan bonitos, podría decirse, si no hubiéramos crecido en un mundo donde los pelos en piernas, cara, pubis, brazos, axilas de las mujeres son todo menos “bonitos”.
Yo me pregunto, como muchas mujeres que conozco, si no sería un acto realmente feminista dejárnoslo crecer. Que nuestro vello sea todo lo libre que queremos ser nosotras. Y con feminista me refiero a crear una alianza de libertad con nuestros vellos, un acto que acabe con los rituales que perpetúan el estereotipo de la mujer lampiña como la mujer deseable. Insertar un nuevo criterio de belleza, así como la práctica de quitarse los vellos se instaló algún día en nuestros patrones. Ir desinstalando esa trama e instalar la de los vellos a su libre albedrío. Y no como símbolo de nada (como en Corea, que hasta hace poco era común el trasplante de vello púbico porque se asociaba a la fertilidad), o quizás sí, como símbolo de que no queremos seguir pensando en eso. Y que esto sea una ola mundial. Lo que clamo viene sucediendo: movimientos internacionales y multitudinarios de mujeres que no se depilan y lucen con orgullo su vello corporal. Chicas con abundantes pelos de las axilas, como las de Lady Gaga en los Annual Much Music Awards del 2011, de las que se descolgaba una larga melena teñida de aguamarina. Más chicas alrededor de las redes haciendo activismo con sus pelos púbicos bajo consignas como la de @Ladyist, en diciembre de 2019 (traducción mía): “¿Por qué el vello corporal solo es aceptable cuando está en el cuerpo de un hombre? ¡Normalicemos el vello en todxs lxs géneros!”.
Tal vez de esta pulsión de normalización de los vellos toma provecho la marca de cuchillas de afeitar Billie, que se vende como una máquina que valora la decisión de las mujeres de depilarse o no. La campaña de Billie es la primera en la historia de la publicidad en que modelos de una máquina de afeitar exhiben su peludez en todas partes de su cuerpo, como parte de una estética. El mensaje es: “Te ves bella te depiles o no, es tu opción, pero acá estamos si alguna vez te los quieres quitar”. Me pregunto si ver nuestra posibilidad de decisión como parte de una campaña publicitaria no convierte nuestra decisión en un producto. Quizás detrás de Billie hay personas que conocen muy bien las situaciones paradojales que tanto atraviesan las vidas de las mujeres, para ofrecer un producto que supuestamente nos acepta peludas, pero que, con el solo hecho de existir, privilegia una opción frente a otra. Billie no muestra cómo crecen los pelos después de usar la Billie.
Pienso en todo esto por lo menos cuatro veces al día. Me gusta mi piel tersa, sin pelos, me gusta la sensación. Verme y tocarme recién depilada. Y cada vez que toco mi piel de recién depilada, me pregunto si lo que estoy tocando no es un gusto adquirido por unos modelos de belleza en los que no creo. Para empezar, ya la belleza es una noción bastante cuestionable y esclavizadora. Que las mujeres gastemos nuestro tiempo, nuestros sueldos, nuestra energía en productos y rituales para mantenernos jóvenes y tersas. Que, en nuestra época y en el lugar del mundo desde el cual hablo, la depilación sea un asunto más de mujeres que de hombres, aunque, saltarán algunxs diciendo que hay muchos hombres que se depilan, pero cuánto juicio no se desprende de esta práctica cuando la hacen los hombres, nos parece que eso solo lo hacen los devotos al cuerpo y al gimnasio. O ciertas mujeres, muchas, millones, más de las que querrían las activistas en pro de la liberación del yugo de la depilación.
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Entonces, vuelvo a tocar mi piel, me pregunto si estoy dispuesta a experimentar en mi cuerpo esa práctica de dejar crecer todo lo que quiera crecer. Salir de la vergüenza instalada por Darwin y Gillete, y que me resbalen las miradas de las otras, y sobre todo, las miradas de los otros, que no están preparados para mujeres peludas como ellos, porque parte de la formación de su masculinidad tiene que ver con esa división entre los peludos y las no peludas.
Hablamos mucho con mis amigas sobre esto. A mi amiga M, por ejemplo, que se depila con máquina de afeitar (como yo antes, desde los once, más o menos), su esposo no le toca la vagina cuando los pelos le están creciendo, porque dice que lo lastiman. Pero a ese esposo tampoco le gusta que mi amiga se los deje crecer, cosa que dejaría de lastimarlo, si es que ese es el problema. Ese esposo de mi amiga M le ha insistido que la solución, por favor, es que deje de afeitarse, que se haga la cera, pero también le dice que no vaya a gastar mucha plata porque tienen que ahorrar para comprar la casa a las afueras, para criar los niños que ya es hora de empezar a tener y hartos perros. Hablar sobre mi amiga M me hizo acordarme del testimonio que leí alguna vez en una revista tipo Vogue o Vanidades, de las que mi abuela siempre tiene en el baño, sobre una chica que se decía feminista porque había logrado acordar con su pareja que él le pagaría las sesiones de cera en todo el cuerpo dos veces al mes.
Está bien. La transacción económica al menos visibiliza que la depilación no es sólo un asunto de mujeres; que es un asunto de mujeres para alimentar el status quo del deseo de los hombres. Incluso cuando las mujeres digamos que nos depilamos para nosotras mismas, me pregunto qué tanto de “nosotras mismas” hay ahí; en qué medida no es una construcción basada en lo que se espera que seamos: cuerpos lampiños, cuerpos siempre- niñas; habría que preguntarse por la dosis de pedofilia instalada en el status quo del deseo masculino en ese afán de tocarnos depiladas.
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Eso de los pelitos incipientes de la cuca, cuando una se afeita con cuchilla, es una cuestión que atormenta a todas las mujeres que conozco que se afeitan. Sobre todo si tenemos pareja o una vida sexual activa. Es verdad que la cera los adelgaza, pero eso quiere decir someternos a ese ritual excesivamente dispendioso y doloroso, y en algunos países, como en Estados Unidos, donde vivo y también vive mi amiga M, puede costar entre cien y ciento cincuenta dólares por sesión.
Hace un par de años, mi pareja, un argentino grande y peludo y muy heterosexual (aunque él dirá que a qué me refiero con eso), se metió con otra chica, un romance que duró un par de meses y que cuando me enteré casi me vuelvo loca, a pesar de todas mis ideas sobre el amor libre y demás. Una de las cosas que todavía tiene el poder de desestabilzarme es pensar en cómo tenía la cuca ella, o la concha como diría él, o el coño, como diría ella, que es española. Pelos seguro no tiene, me parece que muchas españolas que han logrado grandes movilizaciones y pensamientos feministas revolucionarios, aún están atadas a un ideal de cuerpo depilado. Por ejemplo, la novela de Cristina Morales, Lectura Fácil, tan políticamente incorrecta y tan radicalmente feminista, y qué va, ahí entra el tema de la depilación, bien instalado en una escena de sexo entre las primas “discapacitadas intelectuales” Nati y Marga: “Quiero otro- me dice, se tumba bocarriba y le quito las bragas. Yo me pongo a cuatro patas y con mi dedo aún dentro le lamo el interior de los muslos y luego empiezo a comerle el coño. Me sorprende que sea tan compacto, simétrico, cerradito, siendo la folladora que es, y que esté tan bien depilado, siendo que no está Patricia para obligarle a depilarse”. Marga es obligada a depilarse como es obligada a bañarse, a limpiarse, a mantenerse en orden. Parte de su vida en sociedad consiste en mantenerse “higiénica”, y esto, entre otras cosas, implica mantenerse depiladita.
Me obsesioné con la creencia de que si a mi novio le había gustado tanto la española y volvía tanto ahí tenía que ver con que la chica no tenía pelos, mientras que yo, que en esa época me afeitaba con máquina, siempre tenía esos pelitos irritados e irritantes, incluso afeitándome todos los días por la mañana, por la noche ya volvían a crecer, muy puntuales. Hubo también una época, cuando nos conocimos el argentino y yo, en que yo ni siquiera me afeitaba. No hablábamos mucho del tema, pero yo podía sentir que eso no le gustaba mucho, que se le hacía difícil chupármela, y cuando de repente, un día me afeité, de la nada, por impulso, lo notó, y me dijo, creo que me dijo, Uy, qué rico se siente. Y en ese delirio de imaginarme la cuca o concha o coño de la chica española mi espíritu feminista fue debilitándose. Me obsesioné con la depilación, imaginando una idea de cuca-concha-coño lisa, blanca, cerrada, como la de una niña. Y, sin darme cuenta, fue con la suposición del deseo del macho que me sumergí en el mundo de las diferentes técnicas de depilación. La cera, que por poco termino en la quiebra, pero también los hilos, que por poco acabo con mis cejas, un depilador, que hizo que mi piel empezara a enconar los pelos en los poros y que me creó una enfermedad, que según mi hermana se llama pediculosis, y sí, pero creo que es una enfermedad más psicológica, me obsesioné con sacarme esos pelos enterrados de todas partes, pero sobre todo, los de las piernas y de la cuca, me volví una junkie de sacarme los pelos, con agujas, y hasta con las puntas del sacador de mugre de los palitos con seda dental. Del epilador guardo la nostalgia del placer de extraer los pelos incrustados, como en mi adolescencia extraía los puntos negros de la cara. Mi hija me regañaba, pero yo seguía, hasta que la desfiguración de mis piernas necesitó atención. Entonces, decidí probar otra técnica: un láser casero que me hizo una quemadura de segundo grado en la mano, porque mi obsesión pasó a los brazos, a la cara, al cuello.
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En la cuarentena, un buen tiempo para aprovechar que no hay que salir para no afeitarnos todos los días, a mí me ha dado por seguir explorando técnicas de depilación. Quizás tuvo que ver con que mi pareja se vino a vivir conmigo. Me pregunto si estuviera sola, si no me fuera a acostar con nadie, ¿me depilaría? Recuerdo algo que me contó mi amiga V, cuando estuvo en Chile, que le impresionaba mucho sobre las chicas que había conocido en la universidad gomela donde hizo su posgrado, que decían que nunca se acostaban con nadie si no estaban depiladas. O, en un caso similar y no tan lejano, mi amiga J, que usa la no depilación como cinturón de castidad; está segura que así se emborrache no se va a acostar con nadie porque no se ha depilado.
Me pregunto por qué en las parejas heterosexuales sigue habiendo ese deber ser del depilarse, ese sensor de suavidad en la piel, al parecer más instalado en las mujeres que en los hombres. ¿Por qué no desinstalo yo ese sensor con la fuerza con que me uno a la lucha colectiva? Y si no lo desinstalo con mi propio cuerpo, ¿cómo? ¿Y si nos afeitamos juntxs? Le propongo a mi pareja, y él me dice que ni loco. Entonces no me afeito más, le digo, y él dice que no le importa, que haga lo que quiera, que de verdad, si me dejo los pelos crecer, a él le da igual.
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El kit de cera nuevo, mi hija de once años, y mi hijo de once años, mellizxs, y su pubertad. Dicen, me reclaman, que por qué los hice tan peludos. Y no sé si de tanto verme a mí obsesionada con quitarme los pelos es que ahora me piden que los depile, que les haga la cera con el nuevo kit. Algo de culpa se me instala.
Para hacerle prometer a mi hija que jamás se va a afeitar con cuchilla como yo, a su misma edad, le hago la cera en las axilas y el bigote, después de meses de ruego. Todo el cuarto queda empegotado con esa cera rosada que no sé usar. Ella, estoica, no dice nada, ni un gritito, nada, pero veo que se le humedecen los ojos. Me aterra su estoicismo, horror ante cómo prepara su cuerpo para el sometimiento que implica verse bella, o lo que creemos significa “verse bella”. Me dice que no entiende cómo yo puedo hacerlo ahí abajo. Que ella no podría. Le digo que sí, que es lo más doloroso del mundo, que nunca lo haga, que así se ve más linda. Alza la ceja, qué contradicción. Y ahí va ella, saltando, bailando de alegría, con sus axilas y su bigote enrojecido. Dice sentirse más liviana sin sus pelos y hace su primer tik tok del día, exhibiendo su libertad, sin saber que entró al tiempo (¿sin retorno?) del sometimiento -o quizás sabiendo, pero aceptándolo-, y le muestra a su hermano mellizo sus axilas sin pelos, y él viene y me ruega que le quite el bigote, y yo le digo, Pero te va a doler, y él, que es miedoso para las verduras, la oscuridad y el dolor, dice que no le importa, que está dispuesto, con tal de no tener ese bigotito púber. Se te ve bonito, le digo, No te lo quites, y él alza las cejas y me dice que por favor.
Al terminar la semana del 8 de marzo, lxs niñxs empezaron a depilarse, y la madre, cómplice, piensa en qué momento pasó esto, en vez de politizar a sus hijxs sobre la aceptación y el orgullo del vello, en vez de insistirles que eso es lo menos importante en un mundo donde están pasando cosas horrorosas, tantas cosas por las cuales luchar, y la madre lo piensa, y empieza esta conversación.
Wow incredible reflexion, yo tambien soy exclava de la depilación, del vello encarnado….
Espectacular!! Es un dilema implantado en nuestras mentes, yo que me sentía tan liberada, cuando leí lo del uso del vello púbico como cinturón de castidad, quedé plop. Así funciona, en casa los porto con orgullo de mujer empoderada, pero… cuanto toca ponerse el bikini, la cosa cambia. Y lo más tenaz aún: el condicionante de ponerse una minifalda o un short, es el pelo. Cosas como estas me ponen a pensar: y si mejor dejo que lo natural fluya y elimino tanto paradigma tóxico?
Te falto decir que es un práctica pésima para la salud de la mujer, y que no la tenemos en cuenta por el afán de satisfacer a los hombres. Los pelos nos preotejen de irritaciónes, de humedad, de calor, de enfermedades vaginales por bacterias, además, evitan que las glándulas que tenemos en las axilas se activen por la fricción. Los pelitos siempre actúan como escudo protector.