Bagre
Decenas de peces tallados en madera cuelgan en una sala del museo La Tertulia en Cali. Son la réplica de sesenta y tres especies de bagres del río Amazonas hechas por Enrique y su hermano Confucio Hernández, indígenas uitotos de Araracuara1. La precisión de las figuras es el resultado de largas conversaciones con otros indígenas pescadores, familiares suyos, biólogos e ictiólogos sobre las relaciones ecológicas de estos peces con las aguas dulces. Detalles como el color, la figura y el tamaño han sido afinados por mucha gente que convive con estos animales. El ejercicio empezó hace unos treinta años como un estudio de monitoreo comunitario sobre la alimentación de familias indígenas y colonas del medio río Caquetá y terminó en el libro Piraiba publicado por Tropenbos Colombia, que se volvió una exposición de arte inaugurada en la COP16 de biodiversidad en Cali.
Esos peces colgados representan los viajes que muchos de su especie hacen por los ríos de Colombia, a las comunidades ribereñas que se alimentan de ellos y sobre todo, a las mujeres que los cocinan y se los dan de comer a sus familias. También a aquellas que han dado a luz y han visto morir a sus hijos por consumirlos. Esas figuras están conectadas a los relojes y cadenas de oro exhibidas en vitrinas de joyerías y dejan atrás cientos de litros de mercurio en aguas amazónicas.
Aunque La Tertulia no hizo parte oficial del evento convocado por Naciones Unidas al que llegaron más de quince mil turistas y asistentes, sí presentó una agenda alternativa a las negociaciones políticas que, durante dos semanas, ocurrieron en el Centro de eventos Valle del Pacifico, la llamada Zona Azul.
Esa mañana la sala estaba vacía y por un interés personal, casi caprichoso, en los llamados peces de arrastre —término que tomé de un amigo biólogo quien me contó que andan por los suelos de los ríos—, me detuve frente a un pintadillo tigre (Pseudoplatystoma tigrinum). Su aspecto me pareció el más común entre los bagres pues quienes no crecimos viéndolos, los asociamos a dorsos pintados con rayas negras. El bagre no tiene el carisma del delfín rosado ni la presencia de la piraña; es, más bien, un pez ordinario, utilizado en burla por su fealdad. Pero sus largos bigotes guardan historias de migraciones que parecen eternas; ni los raudales detienen sus recorridos por uno de los ríos más largos del mundo: el Amazonas. Por eso, estos viajeros son los mejores testigos de la contaminación de las aguas interconectadas del bioma amazónico.
Hasta hace unos diez años era usual verlos amarrados de sus agallas frente al puente que cruza el río Magdalena en Honda, Tolima, pero eso ya es historia. El bagre, para mucha gente del interior de Colombia, es el más común de todos los peces, y aunque el pintadillo de la Amazonía es una especie distinta a la del Magdalena, la relación es directa. Por su consumo, el pintadillo tigre se ha convertido en una de las especies más amenazadas por la pesca comercial en Colombia. Según el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas SINCHI, la Amazonía le da un poco más del 30% de la pesca comercial a Bogotá y de este mercado participan pescadores de países vecinos como Perú y Brasil, quienes en un 90% sacan peces sin escamas, es decir, bagres. Por eso, y por la falta de acuerdos de pesca, se ven cada vez menos.
El ejemplar que tenía enfrente y parecía navegar entre las corrientes del aire acondicionado del museo, era la bella representación de una de las especies con cantidades de mercurio más altas de las sugeridas por el Comité Mixto de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), que analiza los contaminantes en animales. El bagre rayado, como le dicen en varios pueblos de Colombia, aparece en la lista de especies más contaminadas que fueron sacadas de los ríos amazónicos Caquetá, Cotuhé, Apaporis y Puré en zona fronteriza con Brasil, a través de uno de los pocos estudios que existen sobre el tema, publicado por la Universidad de Cartagena y Parques Nacionales en 2018.
El equipo liderado por el profesor Jesús Olivero realizó pruebas en 243 peces. De todos, el tucunaré (Cichla ocellaris), que viene siendo la carnada que utilizan los pescadores para atrapar al piraiba o valentón, un pez simbólico para algunos pueblos indígenas, obtuvo la mayor concentración de 4.73 ppm (partes por millón) sobrepasando el valor recomendado de hasta 1.54 en peces de consumo. Otros como el simí (Calophysus macropterus), conocido como la mota, también aparece en los primeros lugares.
Los datos encontrados por el profesor Olivero en trece años de investigación son repetidamente reseñados porque existen pocos estudios sobre el tema en Colombia. Desde 2018, se han hecho más, pero la mayoría no son de acceso público. La razón principal, de la poca evidencia científica es, tal vez, la falta de presupuesto que se le destina a esta región, así como a otras consideradas periféricas, donde mayoritariamente viven personas negras e indígenas. Pero más allá de eso, Colombia es unos de los países que menos invierte en ciencia. Actualmente, solo el 0.02% del PIB se le asigna al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación.
Ese mismo día, antes de estar frente al móvil de peces de madera, había conocido a Lucía, una mujer indígena de 38 años, que se interesó en conversar conmigo sobre los efectos del mercurio en las mujeres de su región, la razón que me había llevado a Cali. Hacía diez meses que estaba haciendo entrevistas y buscando conversaciones informales sobre el tema, y la COP16 parecía ser el espacio ideal para hacer más preguntas.
Nuestro encuentro era una grata coincidencia en medio de las incontables reuniones que Lucía tenía programadas en esos quince días en Cali. Ella era parte de una delegación de indígenas amazónicos de ocho países.
Mientras desayunábamos cerca a su hotel en el barrio San Antonio, me dijo riéndose que cuando ella y su familia viajaban a visitar a sus vecinos, les decía: “a nosotros no nos van a preparar mercurio”, o sea pintadillo.
“Arriba, en el río Puré, nadie puede comer pescado. Hay muchas balsas (utilizadas para extraer oro) y aunque la guerrilla les cobre la vacuna y el Ejército las bombardea, llegan otras. Los mismos mineros le dicen a la gente que es mejor no comer simí”, dijo mientras escribía en su celular. El río Puré es un afluente del río Caquetá y atraviesa un Parque Nacional Natural que lleva su nombre. El simí o la mota, así como el pintadillo, son peces que han empezado a restringirse de manera voluntaria entre las comunidades indígenas, desde que las oenegés llegaron con los resultados de los estudios.
En 2018, WWF dijo que el 81% de los peces carnívoros en Brasil tenían niveles de mercurio por encima del estándar de la OMS. Las pruebas hechas en delfines de río en las cuencas de los ríos Amazonas y Orinoco, también mostraron números muy altos. Los delfines rosados son centinelas que pueden vivir hasta cuarenta y cinco años y hacer recorridos tan largos que sirven para saber el estado de salud de los ecosistemas. El Puré se conecta con el Caquetá y este, a su vez, con el Amazonas, que recorre seis países. Los viajes del agua son inabarcables por cualquier frontera y la vida acuática transcurre a través de especies que se encargan de conectar a la gente amazónica, más allá de su nacionalidad.
Lucía ha vivido en distintos lugares de la cuenca del río Caquetá, siendo testigo de los cambios en los cuerpos de las personas y de los animales. Según ella, “cuando los colores de los peces se vuelven más fuertes es porque vienen más contaminados”.
Las mujeres son las primeras en notar los sarpullidos rojos en las manos y los pies de sus niñas y niños, así como las transformaciones en los animales y productos que cosechan y cocinan. La chagra, como llaman al cultivo, no sólo es el lugar de la siembra donde se cuida la salud del territorio, sino también es donde le transmiten el conocimiento a sus hijos, así lo dice una de ellas en el video Sembrar Palabra Dulce. Por eso, en la chagra es donde se garantiza, en el nivel más fundamental, la supervivencia indígena. Las mujeres no sólo se encargan de preparar la comida, sino también de cuidar todo el ciclo de alimentos como la yuca: una riqueza más grande que el oro.
Juliana Sánchez, antropóloga de la Fundación Gaia Amazonas que ha trabajado de cerca con grupos de mujeres en la Amazonía oriental colombiana (Amazonas, Guainía y Vaupés), explica que, según las creencias amazónicas, los cuerpos femeninos están hechos de almidón de yuca, y son inherentes a las yucas cultivadas en sus chagras. Saben que si los cuerpos de las mujeres se contaminan, en este caso con mercurio, van a contaminar a la chagra. Si ellas enferman, su cultivo va a enfermar, así como su familia y la chicha que sacan para hacer los rituales. Como una cascada de efectos nocivos que ponen en riesgo la vida de cientos de personas.
En palabras menos, sin mujeres saludables no habría culturas indígenas en la Amazonía.
“Todos los ríos se comunican entre ellos, los peces viajan sin fronteras y dialogan con nuestros territorios. Todo se conecta”, me dijo Lucía señalando en un mapa guardado en su celular el recorrido que hace el agua desde el río Puré, cerca a Brasil, hasta los distintos pueblos ribereños en el departamento de Amazonas en Colombia.
En la chagra se conectan los bagres, el río, la yuca, su cuerpo y su familia.
Para nuestra medicina, las enfermedades se tratan por órganos y por eso rara vez se formula un remedio considerando las señales del cuerpo completo. En muchos casos, tampoco se analiza al paciente en relación con su entorno, omitiendo la cadena de situaciones que están conectadas a animales, plantas, suelos y hasta creencias. La enfermedad empieza con los síntomas y termina con el paciente.
Pero para entender el problema del mercurio en la Amazonía tendríamos que deshacernos de esa idea y en cambio, considerar la noción que tienen las comunidades indígenas como una red de relaciones con otros humanos, animales y con sus lugares. Prescribir la enfermedad de manera sistémica para que la solución no se quede solamente en prohibir el consumo de algunos peces sino que se construya en colaboración con otros países que quieran controlar el uso de mercurio en las bocas, los ramales y afluentes de los ríos.
Para Lucía, esta era la razón de nuestra conversación. En los últimos años la minería ilegal de oro ha crecido sin medida dentro de la Amazonía, y Colombia aparece como el tercer país con más contaminación por mercurio. Según datos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de 2023, la minería ilegal de oro utiliza entre cincuenta y cien toneladas anuales en las distintas regiones del país.
“Así las balsas estén a kilómetros de distancia, nosotros los que estamos por la cuenca del río Caquetá, terminamos comiéndonos todos los pescados que bajan infectados”, me dijo con tono de resignación.
En el caso de algunos peces, el mercurio puede durar hasta tres años en sus cuerpos. Si se piensa en el piraiba (Brachyplatystoma flimantosum), uno de los bagres más grandes de la Amazonía o incluso en el dorado (Brachypltystoma rousseauxii), que viaja hasta once mil kilómetros, según estudios Wildlife Conservation Society. Sería imposible identificar las rutas exactas por donde se mueven, pero lo que sí se sabe es que lo hacen de un país a otro. Muchos viajan por aguas brasileñas y regresan a Colombia. En estos viajes comen grandes cantidades de bagres y otras especies recolectando todo lo que cae y nace del río. Para controlar el mercurio que acumulan sus cuerpos, habría que detener la intoxicación de toda la cadena alimenticia.
“Los científicos dicen que los bagres solamente viajan por los suelos de los ríos pero ellos van por todos lados. Nosotros vemos a las motas por encima, recibiendo todo lo que cae”, me corrigió Lucía cuando le aseguré que los bagres andaban únicamente por la profundidad, como me había contado mi amigo biólogo.
Hebra de pelo
“Treinta hebras de pelo arrancadas de raíz en un tarro plástico esterilizado. Los resultados te los entrego en quince días porque me los procesan en Bogotá”, me dijo Nohemy Cruz en la sede de uno de los laboratorios que llevan su nombre.
Desde hace treinta y cinco años funcionan en Cali como unos de los más confiables y, aún así, estos laboratorios, como muchos otros en Colombia, no analizan pruebas de mercurio en el pelo. Los espectrómetros, que son las máquinas para procesarlas, son escasos; hay alrededor de treinta en el país y la mayoría son de universidades.
El laboratorio genético COLCAN analiza todas las muestras de Nohemy Cruz, pero también las de Colsanitas, una empresa de medicina prepagada con más de 400 mil personas afiliadas en Colombia.
La prueba de mercurio en el pelo no era algo muy común en los dos lugares que pregunté. Existen dos tipos de pruebas de mercurio, una de pelo y otra de sangre, la segunda se utiliza para saber si la persona ha estado expuesta recientemente a la sustancia. Casi siempre se hace para identificar adicciones o intoxicaciones agudas. En cambio la de pelo, detecta exposiciones prolongadas e, incluso, involuntarias en las personas. Las que se hacen en las comunidades indígenas son las de pelo porque permiten ver lo que le pasa a varias personas que viven en un mismo lugar. Por su trabajo de más de una década, el profesor Jesús Olivero es, tal vez, quien más pruebas de este tipo ha procesado en el país, pero su participación en la COP16 fue tan fugaz y casi desapercibida, igual que la de otros científicos colombianos, que no logré conversar con él sino hasta después.
Una mañana antes de que un vendaval interrumpiera la señal de internet, me contestó desde su oficina en la Universidad de Cartagena, donde trabaja hace trece años. Se interesó en la Amazonía después de una invitación que le hizo Parques Nacionales y, desde ese momento, comenzó a recoger muestras de mercurio en peces y personas para dejar una de las más recientes evidencias científicas sobre lo que hace décadas es una obviedad: la intoxicación por mercurio en poblaciones indígenas amazónicas.
Su cúmulo de investigación lo ha hecho a través de becas pequeñas, el apoyo de oenegés y Parques Nacionales en lugares del país que hacen parte del bosque tropical más extenso y mejor conservado del mundo: la Amazonía. Lo conforman nueve países (Bolivia, Brasil, Ecuador, Colombia, Perú, Venezuela, Guayana, Surinam y Guayana Francesa) y es fundamental en el ciclo del agua que llega a Bogotá y a otras grandes ciudades andinas.
En el océano Atlántico es donde empieza el recorrido del agua que, desde Guyana, se mueve hasta Brasil. En este punto, los miles de árboles de la Amazonía absorben como pitillos el agua del suelo y lo liberan a través de sus hojas, conformando corrientes de vapor que luego se convierten en nubes y viajan hasta la cordillera de los Andes. Este proceso se llama evapotranspiración. La Amazonía funciona como una autopista que transporta el agua hasta las montañas donde quedan los páramos, como Chingaza. Por eso, cuando se dice que en Chingaza no ha llovido y, por eso, hay racionamiento de agua en Bogotá, es porque el agua no ha podido viajar desde la Amazonía.
Después de que Olivero terminó su posdoctorado en Alemania, quiso investigar sobre el mercurio en esta región sabiendo que de la salud de los indígenas depende la salud de estos bosques, y que los efectos que tiene el mercurio sobre las comunidades indígenas están directamente relacionados con la pervivencia de este lugar.
“Los bogotanos le deben el agua que se toman a los indígenas que viven en la Amazonía”, me dijo en los primeros minutos de conversación. “Todo está conectado.” En palabras parecidas me lo había dicho Lucía cuando hablamos de los ríos y sus peces.
Fue Olivero quien me explicó lo que iba a pasar con la prueba de pelo que estaba en el laboratorio de Nohemy Cruz. Él conoce bien el paso a paso porque la Universidad de Cartagena fue la primera en importar un espectrómetro a Colombia. Me explicó que el proceso se llama absorción atómica y es el mismo que se utiliza para hacer pruebas de mercurio en sangre y en uñas. El pelo crece aproximadamente un centímetro por mes, lo que indica que en una hebra como la mía, se podrían analizar no sólo las concentraciones de mercurio sino las de cocaína, opioides y otros fármacos, si fuera el caso, en los últimos treinta meses. La prueba de pelo deja un registro histórico.
La hebra se pica por centímetros y a cada parte se le agregan cinco miligramos de mercurio. El espectrómetro calienta el mercurio hasta convertirlo en gas (muy parecido al proceso de calor que usan los mineros para separar el oro de los sedimentos) y luego mide los niveles de radiación por absorción atómica. El proceso tiene muchos más detalles pero esta es la explicación aparentemente sencilla. Se demora menos de tres minutos y si los resultados fueran para mí, llegarían por correo electrónico en quince días, pero a Lucía se los entregarían meses después, escritos en un papelito, junto a un folleto explicativo a través de una oenegé o de Parques Nacionales; las secretarías de salud usualmente no tienen la iniciativa. Si sale positivo, me formularían un tratamiento de quelación, que encapsula y ayuda a expulsar el mercurio del cuerpo por la orina, pero a Lucía es posible que no, porque para los sistemas de salud pública es un gasto ineficiente prescribir el tratamiento a alguien que sigue expuesto al metal.
La mayoría de resultados que se han entregado en la cuenca del río Caquetá, indican niveles muy superiores a una parte por millón, que es lo que se considera normal según la OMS. Al final, los números terminan siendo sólo eso porque no les dan ninguna solución. En algunos casos, se proponen alternativas como no comer cierta clase de pescados y en cambio sí alimentos con selenio como los granos, el huevo, el pollo, que ayuden a sacar el mercurio a través de la orina y las heces. Para cualquiera que viva en la selva, esta recomendación es casi un chiste pues ese tipo de comida no hace parte de la dieta indígena basada en la caza de animales de monte y la pesca. Por eso, después de que las instituciones llegan a tomar las pruebas y regresan con el papelito, la impotencia termina siendo casi ridiculizada porque las evidencias son obvias, pero las soluciones apropiadas no llegan.
Además, como las pruebas se hacen esporádicamente, los médicos no tienen cómo relacionar enfermedades como el cáncer de cuello uterino, el parkinson o la infertilidad que hace treinta años no eran comunes en personas indígenas, con el mercurio. Si quisieran demostrarlo, habría que hacer un estudio de cohorte a quince o veinte años y en Colombia esto solo parece ser rentable para enfermedades como la diabetes o la hipertensión que tienen asegurado el negocio con las farmacéuticas.
El médico Pablo Martínez trabaja con pueblos indígenas desde hace treinta años y ha podido notar los cambios en las personas. En una conversación por fuera de la COP16, me dijo: “Hace veinte años conocí cuerpos fuertes y saludables con dietas estrictas. Hoy veo comunidades enteras que han cambiado el consumo y esa es la primera asociación que yo hago cuando aparecen enfermedades en estos lugares”. Pablo llama indicadores indirectos a lo que se puede ver y sentir en el cuerpo para detectar un problema, más allá de la prueba científica. “La gente me ha contado sobre la falta de seguimiento que se le hace a los casos de infertilidad en mujeres, abortos o problemas neurológicos en los niños. A las mujeres no se les escapa, ellas son las primeras en darse cuenta”. Las madres indígenas notan las alteraciones en sus ciclos y en los comportamientos de sus hijos. Ellas conocen las plantas curativas y también saben que, cuando la enfermedad viene de otros lugares, sus métodos pueden ser insuficientes.
Aunque existan los estudios de Olivero, si estos no son periódicos, no pueden influir sustancialmente en temas prácticos, ni tampoco a la hora de tomar decisiones. Los resultados de las muestras se quedan en investigaciones publicadas en revistas indexadas y reseñadas por la prensa, pero luego el tema desaparece. La atención hacia los temas de la Amazonía aparece en oleadas de discusión que no se desarrollan a profundidad. Al final, el titular termina siendo el mismo: concentraciones de mercurio más altas de lo normal en indígenas.
Los primeros casos de esta intoxicación conocidos por Pablo Martínez ocurrieron en el mismo lugar mencionado tanto por Lucía como por Olivero: la cuenca del río Caquetá. Muchas de las historias tenían que ver con complicaciones en embarazos, abortos, niños con problemas motrices y temblores. Todas estas personas vivían cerca de balsas mineras y entonces ni siquiera se hacían las pruebas de pelo. Lucía fue una de las que vivió ese momento.
Ella tenía diecisiete años cuando nació Pedro, ya han pasado más de dos décadas. “En esa época había mucha bonanza minera, las balsas llegaban a sacar el oro y molían islas completas sin descansar, luego venía el Ejército y las quemaba”. Cuando Lucía me contó esto, inmediatamente pensé en los litros de mercurio que debieron caer al agua.
En 2003, nacieron muchos bebés con malformaciones en el cuerpo, brazos muy pequeños o sin extremidades, problemas neuromotores y discapacidades intelectuales. Pero solo tiempo después se ataron los cabos sobre la nefasta coincidencia del nacimiento de decenas de niños y niñas con problemas. Los daños habían sido causados por el contacto del mercurio con la placenta de sus madres y los que lograron nacer no se desarrollaron con normalidad.
Lucía y otras mujeres vieron morir lentamente a sus hijos.
Cuando se recogieron las pruebas, les dijeron que la muerte de sus hijas e hijos había sido por los bagres y las motas con las que ellas se habían alimentado durante el embarazo.
Diez años después, un artículo del periódico El Espectador, publicado en septiembre de 2013, seguía informando la misma situación: “en un trayecto de 500 km entre los corregimientos de La Pedrera y Araracuara, al menos cuarenta balsas se dedican a extraer oro del lecho del río Caquetá”. Hoy la historia no es muy diferente en otras zonas de la Amazonía.
En 2022, el Ministerio de Minas y Energía dijo que en Colombia el 65% de las explotaciones de oro eran ilegales. Con estos datos la pregunta sería: ¿Es necesario esperar una prueba de pelo ante la evidencia absoluta de que existen balsas mineras utilizando mercurio en los ríos?
La ciencia se queda corta cuando las imágenes muestran decenas de balsas incendiadas. La prueba de pelo parece una excusa burocrática.
Termómetro
En la bodega de una farmacia antigua en el centro de Cali quedaban un par de termómetros de vidrio. Cuando me los entregaron, sentí la sensación helada en mi axila. Con uno de esos, me midieron la fiebre muchas veces. De niña, había dejado caer uno al suelo y la gota de mercurio en la punta se había derramado lentamente. Recuerdo que ese día me quedé jugando con el líquido metálico en la palma de mi mano sin saber que ese podía ser un juego peligroso.
Conseguir los dos termómetros había requerido un largo trabajo de convencimiento con el dueño del local, pues después de preguntar en varias farmacias me habían dicho lo mismo: “esos ya no llegan”. No sé cuándo dejé de verlos en mi casa, pero hubo un momento en que no existieron más. Antes de empezar a averiguar sobre el mercurio y los efectos que tiene en las mujeres indígenas de la Amazonía, pensaba que los termómetros digitales simplemente eran la evolución de un método arcaico. Y, aunque sí lo son, la razón principal era que ahora están prohibidos.
Esas reliquias ilegales resumían lo que el abogado Sebastián Rubiano me había contado hacía un par de semanas sobre la ley de mercurio de 2013 y las restricciones graduales y absolutas que empezaron a implementarse desde ese momento en Colombia. Los termómetros que tenía en mi poder habían logrado evadir la ley durante diez años.
La agenda que construí para mis días en Cali incluía varias conversaciones sobre mercurio. En la mayoría se habló sobre los cambios y las nuevas leyes que habían ayudado a disminuir de manera casi absoluta el uso lícito del metal en Colombia. Hasta el 2013, aproximadamente, la industria odontológica era una de las mayores importadoras de mercurio en el país y lo usaba, entre otras cosas, para hacer amalgamas dentales. Si hoy se revisan las estadísticas de los códigos arancelarios del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo sobre importaciones de mercurio, los números han bajado radicalmente. Colombia pasó de importar alrededor de cien mil kilos netos anuales en 2013 a menos de cinco mil para 2017. De ahí en adelante la cifra ha seguido disminuyendo. Su regulación es un proceso que se ha dado progresivamente en el mundo y esto ha sido posible a través de acuerdos internacionales.
Sin embargo, aunque las importaciones legales estén en declive, los informes presentados en la COP16 confirman que las ilegales no, pues el mercurio está más presente que nunca en algunos lugares de la Amazonía colombiana. Esto no solo se puede demostrar a través de las pruebas de pelo, sino también de las decenas de denuncias hechas por personas defensoras de derechos humanos, líderes y lideresas indígenas que han sido amenazadas e incluso asesinadas por las mafias y los grupos armados que controlan el comercio ilegal de oro. Una semana antes de que empezara la COP16 en Cali, el líder indígena Gerardo Keimari, de la Reserva Comunal Amarakaeri en Perú, fue asesinado. Así como él, existen más de cincuenta casos de líderes indígenas de la Amazonía que siguen sin resolverse por los sistemas judiciales de sus países: Brasil, Colombia, Ecuador y Perú.
La demanda de mercurio crece de la mano de la minería y con ello las presiones a la gente, pues quienes lo manejan se las ingenian para moverlo sin problema a través de la selva, porque pareciera que es igual de complicado identificar los caminos de los negocios ilegales (minería, tala, narcotráfico) que controlar el flujo de los jaguares y primates dentro de este bosque inmenso.
Según el informe Minería Ilegal de Oro: impactos sobre los derechos humanos y la biodiversidad en la Amazonía Seis países reportan2, Bolivia se ha convertido en el principal importador de mercurio del mundo, y en el centro de comercialización de la región. El metal que se importa legalmente por el país vecino, luego es exportado ilegalmente a otros que, como Colombia, tienen establecidos controles para su importación. Si se piensa en lo que sucede en las zonas transfronterizas, donde las instituciones de Estado son invisibles, se entiende por qué los grupos armados y las guerrillas son quienes deciden y hacen cumplir las reglas en estos lugares.
Al ampliar aún más la imagen, las redes transnacionales para la importación y contrabando de mercurio llegan mucho más lejos. La mayoría comienzan en China, siendo el mayor productor de mercurio según la reciente investigación La ruta del mercurio del argentino Daniel Wizenberg, y van hasta Guyana y Surinam. Desde allí, circulan hacia Brasil, Venezuela y Bolivia, países conectados por el bioma amazónico, y en ese punto es muy difícil seguirles la pista para saber exactamente por dónde llegan a Colombia, Ecuador y Perú. A nivel local, en cada país, la red de gente involucra actores estatales, oficinas de aduanas, fuerza pública, infraestructura de transporte como puertos fluviales y marítimos que reciben grandes sobornos de la minería.
Se sabe de historias, en la región de La Mojana en el norte de Colombia, donde han visto a camiones cisterna repartiendo mercurio líquido en botellas, pero no se pueden contar porque serían una sentencia de muerte para quienes las han vivido. Según la investigación la ruta clandestina del mercurio escrita por Aramís Castro, la botella de un kilo en el centro de La Paz cuesta alrededor de 260 dólares. Las fotografías que acompañan su trabajo muestran cómo se hace la venta en bolsas de plástico transparente desde las vitrinas de locales comerciales.
Pero el uso del mercurio es tan viejo como la invención de la penicilina. “Una noche con Venus, una vida con mercurio” le decían a los soldados de Napoleón después de haber tenido sexo con una prostituta y darse cuenta que tenían sífilis. El tratamiento consistía en frotar sales de mercurio, inhalar vapores o directamente inyectarlo. Después arropaban a la persona con cobijas gruesas porque creían que el calor evaporaba la enfermedad. La intoxicación no sólo les tumbaba el pelo y los dientes, sino también el tabique, y al final ni siquiera les curaba la enfermedad. La solución terminaba siendo igual de agresiva que la infección pero aún así, este remedio fue el único que existió por más de cuatrocientos años hasta que Alexander Fleming descubrió la penicilina y comenzaron a usarse los antibióticos.
Incluso antes, en México, Perú y Bolivia, ya se utilizaba para extraer plata. El imperio español sacaba el mercurio de las minas de Almadén, lo almacenaba en bolsas de cuero y lo mandaba en barcos hasta los puertos de América Latina. Se dice que en 1600, España había recibido veinticinco mil toneladas de plata. La explotación duró tres siglos y fue reemplazada por las mineras británicas y estadounidenses, que aprovecharon sus títulos coloniales y republicanos para sacar oro en cantidades igualmente desmedidas de países como Colombia.
Por distintos usos, los flujos históricos del mercurio han existido desde hace siglos, y aunque ahora estén más que estudiados los efectos negativos que este tiene en la salud humana, la naturaleza del metal hace que sea difícil controlar su producción.
El mercurio sale naturalmente en algunos suelos graníticos que han pasado por procesos volcánicos como ocurre en ciertos lugares del macizo guyanés (departamentos de Guainía, Vaupés y Vichada en Colombia), aunque allí, los niveles de concentración son tan bajos que sus efectos en la salud son imperceptibles.
Para abogados como Rubiano, la regulación sobre el uso del mercurio debería comenzar por reconocer que la solución no está en prohibirlo o intentar eliminarlo, pues físicamente no se puede; el mercurio no se destruye, no es soluble en el agua, ni tampoco lo metabolizan los cuerpos, se va acumulando y circulando entre ellos y sus entornos. Más bien, podría estar en acordar colectivamente en cuáles cuerpos y en qué lugares parece más tolerable hacerlo, y qué tanto están dispuestos los países a invertir para que esta distribución sea lo más justa posible.
Su idea dialoga, de cierta forma, con lo que dice el Convenio de Minamata, un tratado mundial que regula el uso de mercurio. Los convenios de este tipo, al no ser coercitivos, no pueden obligar a los países a cumplirlos, sin embargo, las autoridades locales no deberían escudarse en esto para no actuar. Sobre este convenio aterrizaron la mayoría de discusiones sobre mercurio en la COP16.
Para entender por qué, hay que ir hasta Minamata, un pequeño puerto japonés donde, en los años cincuenta, la empresa de petroquímicos Chisso utilizó el sulfato de mercurio como catalizador, sin saber que podía convertirse en metilmercurio al tocar el agua de la bahía. El metilmercurio que es la forma tóxica del mercurio (en este texto no se utiliza el término para una comprensión más sencilla), empezó a salir por los tubos y se acumuló en algas microscópicas, que eran el alimento de animales pequeños que, a su vez, eran el alimento de otros y así, hasta llegar a peces más grandes que terminaban en las redes de los pescadores. A este crecimiento progresivo del mercurio en los cuerpos se le llama biomagnificación, que en pocas palabras es el aumento de la concentración de una sustancia química en los tejidos de distintos organismos a lo largo de la cadena alimenticia.
Los gatos y pájaros que se comían las vísceras de los animales desollados en el puerto, comenzaron a saltar y a chocarse contra las paredes. Eran los efectos del mercurio en su sistema nervioso central. Por comportamientos similares, Lewis Carroll creó su personaje El sombrerero en Alicia en el país de las maravillas, inspirado en los trabajadores de las fábricas de sombreros de fieltro en Inglaterra, donde se utilizaba el nitrato de mercurio para separar el pelaje de la piel del animal. Se le conoció como “enfermedad del sombrerero loco”. En Minamata, los efectos en las personas se hicieron visibles sólo hasta que las mujeres empezaron a dar a luz a niños y niñas con problemas parecidos a los que Lucía describió en su hijo y los de otras mujeres de la cuenca del río Caquetá.
El caso provocó tanto ruido que el fotoperiodista W. Eugene Smith viajó de Estados Unidos a Japón para documentar los efectos de la intoxicación en la gente de Minamata. Una de sus fotografías, el baño de Tomoko, muestra a Ryoko Uemura (una madre) sosteniendo dentro de una tina a su hija Tomoko, que había nacido con graves malformaciones en el cuerpo. Lo que vivió Lucía con su hijo en la cuenca del río Caquetá fue lo mismo que vivió Ryoko en Minamata a kilómetros de distancia. A las dos las convoca el mismo rol: gestar dentro de sus cuerpos a sus hijos, alimentarlos, ser cuidadoras y primeras espectadoras de sus enfermedades.
Tomoko, así como Pedro, nacieron con problemas severos pues absorbieron grandes cantidades de mercurio dentro del útero de su mamá, evitando que ellas se enfermaran. Por eso, Lucía y las otras mujeres que hace veinte años estuvieron en Araracuara, aún viven, pero sus hijos no. Las enormes cantidades que en esos momentos caían el agua, dejaron ver secuelas muy rápidas en sus hijos, sin embargo, hoy la contaminación sigue acumulándose, de manera silenciosa, en los cuerpos de mujeres fértiles y con síntomas que pocas veces son asociados al mercurio.
Maria Jimena Valderrama, una veterinaria de vida silvestre reseñada en el documental Expedición Amazonas, distribuido por Disney+, como rescatista de delfines rosados, fue quien me explicó cómo se almacena y se libera el mercurio del cuerpo. Valderrama fue protagonista de varias charlas en Cali y en una de ellas mencionó el monitoreo en delfines de río y peces de consumo que, desde hace cinco años, hace con la Fundación Omacha.
“En los delfines de río, así como en las personas, la presencia del mercurio puede llegar a ser de hasta setenta y cinco días aproximadamente, esto quiere decir que si la persona deja de consumir el alimento contaminado, el mercurio sale de su cuerpo. En los peces no pasa tan rápido, algunos pueden durar hasta tres años, que es casi toda la vida de un pez”. Lo que dijo me hizo pensar en esos bagres que viajan kilómetros por el río.
También me explicó que consumir un pescado contaminado no sube inmediatamente el nivel de mercurio, sino que esto sucede sólo cuando se come cotidianamente.
Mientras en las salas de conferencia pasaban imágenes de ríos manchados de ocre recordé las palabras de Lucía: “hay gente que prefiere el dinero a la salud de su gente”.
Cadenita de oro
Lucía se agarró la cadenita dorada que llevaba en el cuello cuando le dije que el precio del oro había subido. Me dijo riéndose: “y yo comprando esto”. Una semana antes de que comenzara la COP16, el valor para los analistas era histórico: dos mil trescientos dólares una onza. Lo que quiere decir que el kilo estaba a unos noventa y cinco mil dólares, veinte veces más de lo que puede costar un kilo de cocaína en un puerto colombiano. Para algunos, las razones iban desde las elecciones en Estados Unidos hasta la muerte de un líder islamista. Todas especulaciones, porque así funciona este mercado. El precio del oro lo establece el London Gold Fixing Association conformado por cinco grandes empresas: Deutsche Bank, HBSC, Société Générale, Barclays Capital y Scotia-Mocatta. Siendo un negocio millonario y legítimo que, en sus primeros eslabones, se nutre en grandes cantidades de fuentes ilegales, pues de lo contrario no podría suplir la demanda de sus principales compradores: la joyería, la tecnología y las inversiones.
Según Jeremy McDermott, en entrevista con la revista Gaceta, para los criminales se ha vuelto más atractivo comerciar con oro que, por ejemplo, con cocaína porque rápidamente se inserta en la legalidad y es menos probable terminar en la cárcel.
Si la cadena de Lucía efectivamente fuera de oro, esta podría contener trazos del que sacan los mineros clandestinamente en el Río Puré y baja hasta la cuenca del río Caquetá, donde ella vive con su familia. Ese mismo oro, en los siguientes eslabones del negocio, probablemente se confundiría con el que sale de otras balsas en Brasil y Perú, pero también de las minas que sí tienen autorización de los gobiernos para hacerlo. Luego lo comprarían una o varias empresas que se lo venden a otras, hasta que termina en Suiza, Estados Unidos o Canadá, los principales destinos del oro según un informe reciente del medio digital Ojo Público. Sin importar de dónde haya salido, tarde o temprano todo se legaliza en las arcas del mismo mercado. Ese trabajo también menciona que, entre 2014 y 2023, Colombia exportó alrededor de ciento quince toneladas de oro de origen desconocido, una parte proveniente de áreas protegidas en el departamento de Guainía muy cerca a la frontera de Brasil y Venezuela.
Se supone que las empresas deberían seguir las guías para la gestión responsable de las cadenas de suministro que propone la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), pero muy pocas lo hacen. La Guía para la debida diligencia, es un referente global que pretende evitar que las empresas se abastezcan de “oro sucio”. Sin embargo, en países como Colombia esa trazabilidad es una utopía. Hay redes criminales que no sólo utilizan a los mineros de subsistencia como empleados suyos, sino que también mezclan su negocio con el narcotráfico. La Minería Artesanal y de Pequeña Escala, en sus siglas MAPE en Colombia, arropa a todas las personas que se dedican a extraer desde arcillas hasta piedras preciosas con herramientas manuales y sin ningún tipo de maquinaria; se les llama mineros de subsistencia. Pero muchos terminan trabajando bajo presión para los que controlan el negocio, sin muchas posibilidades de elegir.
Durante la presentación del documental Expedición Amazonia, co-financiado por la marca de relojes Rolex, comentaron que esta es una de las pocas empresas que tiene la trazabilidad del oro que compra. Sin embargo, de los siete equipos del proyecto Perpetual Planet de National Geographic que protagonizan el video, el único que casualmente no aparece es el que trabaja sobre los efectos del mercurio en el ambiente. Para quienes crecimos con la ilusión de tener una cadenita en el cuello, es casi imperceptible la relación que existe entre la intoxicación masiva de los bagres en la Amazonía y un reloj de oro en la vitrina de un centro comercial.
De la misma forma en que ante la mirada incisiva de Lucía pasa desapercibida la asociación entre su collar y las pruebas de pelo que le han tomado más de una vez para detectar los niveles de mercurio en su cuerpo, sucede con una cantidad de objetos que compramos sin preguntarnos de dónde vienen.
Pero, particularmente para los indígenas amazónicos, el oro tiene un uso especial y lo utilizan exclusivamente para curar enfermedades. Sacarlo sin hacer un ritual implica jugar peligrosamente con los poderes subterráneos y desordenar sus funciones. En la investigación Oro, la contaminación y los seres del agua, Sebastián Rubiano y Carlos Rodríguez, dicen que la minería está afectando las capacidades de la medicina tradicional indígena, lo que es una amenaza para la cultura y las formas de relacionamiento de los pueblos indígenas que se han encargado de cuidar los ríos y las selvas de esta región.
Más de la mitad de los bosques que se mantienen en pie en la Amazonía oriental colombiana, lo han logrado por el cuidado de los pueblos indígenas que rechazan cualquier forma de minería. Muchos lo tienen estipulado en sus Planes de Vida, que son las normas con las que se abordan temas como salud, educación, ordenamiento territorial, y en general todo lo que tiene que ver con la administración de sus lugares. Los Planes de Vida están al mismo nivel de los decretos, resoluciones y leyes, según la Constitución Política de Colombia, y por eso deben respetarse igual que las otras formas de administración que rige a las gobernaciones y municipios.
La extracción de oro para los hombres y mujeres indígenas empezó a verse en los años ochenta con las primeras balsas en los ríos. El auge minero que comenzó en Brasil, extendió la tecnología de la balsa desde el río Japurá, que es el mismo río Caquetá en Colombia y el afluente más grande del río Amazonas, hacia muchos lugares de la región.
En estas barcas flotantes con sistemas de succión y lavado de mercurio a bordo, se extrae y se separa el metal de los sedimentos y rocas de las pepitas de oro que se sacan del fondo del río. El mercurio se calienta junto con lo demás y a través de un proceso de evaporación va quedando la amalgama de oro. Una parte del mercurio se evapora en el aire y lo demás se vierte al agua.
El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente asegura que la minería aurífera (de oro) aporta el 37% de las emisiones globales de mercurio a la atmósfera a través del viento, la evapotranspiración y la humedad, así como el 36% del mercurio que se desecha en los ríos de la región amazónica. El boom minero en la Amazonía se ha mantenido desde 1979 hasta hoy por los precios internacionales del oro, así lo asegura Rubiano en el reporte El bioma amazónico frente a la contaminación por mercurio.
Particularmente para las mujeres, esta bonanza ha generado cambios en los roles pues muchas terminan trabajan como cocineras en las balsas o lavando la ropa de los trabajadores, como lo cuentan varias indígenas en la investigación Las mujeres y la minería ilegal de oro en la amazonía colombiana de Tropenbos Internacional. En el momento en que se publicó, el salario de una cocinera estaba alrededor de seiscientos mil pesos colombianos, mucho menor al de otros oficios en la balsa. “A veces una mujer piensa que trabajando en la mina sale de pobre o que eso la puede sacar de las necesidades si es necesario (…) La minería es una ilusión.” narra una de ellas.
“Inicialmente llegaron personas de otros países como Perú y Brasil con nuevas costumbres (…), los mineros hacían emborrachar a los padres y les cambiaban a sus niñas por oro. Las niñas dejaron de estudiar (…), las dejaron embarazadas y jodidas. Las niñas adolescentes rodaban de balsa en balsa. Un ratico valía cien mil pesos y eso se volvió normal”, cuenta otro relato.
Las bonanzas económicas de este tipo, fácilmente pueden construir comunidades pasajeras que duran el tiempo que dura la bonanza. Son grupos conformados en su mayoría por hombres que llegan a trabajar solos y se adaptan a una vida campamentaria: trabajo pesado y un pago semanal. Sucede lo mismo en las minas de carbón en Boyacá, en las plantaciones de manzanas en Nueva Jersey o en las fincas de café en Chinchiná.
“Las violencias históricas y opresivas existen tanto para mi primer territorio, cuerpo, como también para mi territorio histórico, la tierra. (…) Es importante la recuperación del territorio tierra, pero también lo es la recuperación del territorio cuerpo”, dice la guatemalteca Lorena Cabnal. Sus palabras resumen la situación de las mujeres indígenas que se insertan, aleatoriamente, en este tipo de negocios.
Así como viaja el alimento en el cuerpo de una madre que materna, viajan los peces que navegan libremente por los ríos. El cuerpo es el primer territorio que habitamos, y por eso, las figuras que todavía cuelgan de la sala del museo La Tertulia son una conexión directa con ellos. Esos bagres de cuero plateado son un microcosmos que representa la interconectada vida acuática de la Amazonía, a sus mujeres y a su gente, que no es solo humana.
Notas al pie
*Algunos nombres se cambiaron para no exponer los testimonios de las personas. La decisión de no incluir referencias de lugares específicos responde a la misma razón.
Notas al pie
*Algunos nombres se cambiaron para no exponer los testimonios de las personas. La decisión de no incluir referencias de lugares específicos responde a la misma razón.
- Araracuara es una de las dieciocho áreas no municipalizadas que existen en Colombia desde la Constitución del 1991. Están ubicadas principalmente en los departamentos de Amazonas, Vaupés y Guainía ↩︎
- Este informe muestra hallazgos recientes y recomendaciones para abordar la minería ilegal, desde los estándares internacionales de derechos humanos. Fue elaborado conjuntamente por DPLF, el Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB), Fundación Pachamama, Fundación Gaia Amazonas, Hutukara Associação Yanomami, Monitoring of the Andean Amazon Project (MAAP), People in Need y Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA), SOSOrinoco (Venezuela) ↩︎