“No me puedo apartar de lo que es mi vida. La tierra es mi vida. Yo nací en esta tierra. [Aquí] me criaron mis abuelos. Yo siembro [aquí]”, son las palabras con las que la memoria de Mario Solórzano transita los rincones de Trujillo, en Colón, departamento que ostenta la belleza de sus playas y, a la vez, las hostilidades que el Estado y los inversionistas extranjeros ejercen contra las comunidades garífunas en Honduras. ‘Alquileres a buen precio, restaurantes para los paladares más exigentes, resorts, cruceros y vacaciones inolvidables’ como slogan empresarial y estrategia para camuflar algunos de los motivos por los que su población se ve forzada a abandonar sus hogares.
Para Mario —quien tiene alerta migratoria, es miembro de la Organización Fraternal Negra Hondureña (Ofraneh) y cría a un niño de 10 años—defender su lugar de origen —y con ello, su ancestralidad— no sólo implica enfrentar la violencia contra el activismo ambiental y del territorio. Su reclamo por una vida pacífica y al lado de las personas que ama también se ve obstaculizada por la discriminación hacia las sexodisidencias.
Parte del Triángulo Norte de América Central, Honduras es uno de los países del mundo con las tasas de homicidio más altas. Así como lo reveló el informe de la organización Human Rights Watch (HRW) de 2020, uno de los factores detrás de la exacerbada violencia es la marginación sistemática de personas LGBT+, que empieza con el rechazo familiar y prevalece en el entramado institucional. Aunque Honduras ha tomado algunas medidas en combate a esta problemática (por ejemplo su tipificación como delito o la ratificación de la Convención Internacional Contra Todas Las Formas de Discriminación Racial en 2002), activistas han denunciado que la normatividad no suele cumplirse.
Además, el país no cuenta con leyes civiles integrales que sancionen la discriminación en razón de orientación sexual e identidad de género. La prohibición del matrimonio igualitario y las adopciones lesbomaternales y homoparentales, la falta de una ley de identidad de género, el funcionamiento precario de instancias como la Defensoría de las Personas con VIH y de la Diversidad Sexual, la interpretación a conveniencia de la Ley de Policía y Convivencia Social (2001) y la impunidad frente a los delitos cometidos contra personas LGBT+ son algunas de las situaciones detrás de los flujos migratorios hacia países como Estados Unidos, México y Canadá.
En casos como el de Mario, cruzar la frontera no es una opción. Las autoridades “no le han dado su carta de libertad” y cada 15 días debe ir a firmar al juzgado. Le criminalizan por defender y habitar las tierras de sus ancestros, esas mismas que corporaciones inmobiliarias o dedicadas a la pesca masiva se empeñan en privatizar.
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Mario habla con su hijo, Jaime, sin rodeos. “Él siempre ha sabido que tiene dos madres [y] me ha visto como lo que soy”, sostiene al recordar una fiesta de campamento en la que Jaime le dijo “que esa ropa [de mujer] no la lucía”. Desde los 15 años, Mario no ha vuelto a usar minifalda, brassieres, vestidos o tacones. “Nada que tenga que ver con lo femenino. Amo a las mujeres, pero yo me siento un hombre”, subraya. Incluso en su periodo menstrual “se la idea con sus bóxers”. “Me considero una persona revolucionaria”, asegura.
Antes de compartir la vida al lado de su pareja —“una mujer muy femenina”, describe— y su hijo, Mario atravesó por situaciones que, a la fecha, son una constante entre las adolescencias garífunas sexodisidentes. “Le cayó como balde de agua fría porque se preguntaba qué iba a decir la gente. [Para ella] ser parte de la comunidad LGBT+ era como estar en las drogas, lo peor”, cuenta Mario sobre la reacción de su madre cuando se enteró sobre su sexualidad y su entonces relación. “Si esta señora sigue así, me voy a suicidar. Yo esta vida no la quiero” pensaba cada que escuchaba presiones para ir a la iglesia o el psicólogo y cuando se le indicaba que “no podía jugar pelota, Nintendo [ni nada] de hombre”.
El rechazo no sólo fue al interior de su casa. Su tía expresó preocupación de que “contagiara a su prima” y su familia residente en La Ceiba, municipio en el que iba a estudiar, le “cerró todas las puertas”.
En paralelo, su madre “hizo de todo” para alejar a Mario de su expareja y le mandó a otra ciudad. Mario se mudó a Tegucigalpa y conoció a Dennis, quien fue su novia durante 13 años. Aunque continuó con sus estudios, vivir en la capital no se tradujo en una mayor seguridad o confianza.
Mario cuenta que para estar con Dennis lo hacía a escondidas del colegio —“me escapaba”, dice entre risas discretas— y, pese a la buena relación con sus amigas, “nadie sabía de su sexualidad”. “[Mi noviazgo] lo mantuve a escondidas para evitar lo que era la homofobia”, explica.
Al graduarse, Mario le habló a sus amistades sobre su novia. “Me abrazaron”, relata con cariño. También decidió vivir con Dennis. “[Estábamos] en una casa en donde no había ventanas ni puertas. Dormíamos en un colchón con unas tablas”, detalla.
Tiempo después, Dennis quedó embarazada y compartió la crianza de sus hijos con Mario. Consideraron abrir un negocio para la venta de pasteles, pero “la relación no funcionó”. Aunque sufrió durante la ruptura, los años al lado de Dennis le enseñaron a “ser independiente”. En el proceso, Mario también supo que quería tener un hijo. Uno de sus mejores amigos es el padre de Jaime.
“Mi muchachito ya tiene 10 años. No conoce a su papá, pero él sabe que siempre ha tenido dos mamás. Él ya se acostumbró. Siempre he hablado con él y le he dicho: ‘Yo te tuve, pero yo me siento como un hombre. Esto es lo que me gusta. Ella es mi pareja y tienes que respetarla. Tienes a tu papá biológico, pero yo decidí criarte con mi pareja”.
De familias elegidas y hogares amorosos: cómo las comunidades garífunas LGBT+ defienden el derecho a la salud, la vivienda, el trabajo y la no discriminación
Diciembre de 2020. Hace casi un año, Wuhan (China) reportó el primer caso de COVID-19, enfermedad que en sus primeros 12 meses provocó 1798050 defunciones alrededor del mundo. Según reportes sanitarios, Honduras alcanzó los 118 421 contagios de coronavirus y el fallecimiento de 3060 personas a causa del mismo. Sumado a ello, el país —todavía bajo la presidencia de Juan Orlando Hernández—, sufre las secuelas de los huracanes Eta e Iota.
Como en otras partes del mundo, el Gobierno hondureño suspendió las actividades no consideradas como prioritarias. Al final de la pandemia, se estimó que cerca de 500.000 personas perdieron su empleo. “La COVID-19 hizo visibles problemas estructurales y desigualdades socioeconómicas” se concluyó en la inmensa mayoría de informes y mesas de debates sobre la crisis sanitaria.
De acuerdo con el Fondo de Población de Naciones Unidas (Unfpa, por sus siglas en inglés), el brote de coronavirus se concentró en la costa norte de Honduras, zona habitada por las comunidades garífunas. Sin embargo “no había apoyo ni comida solidaria por parte de las instituciones de Gobierno”, denuncia Mario.
Mientras las cifras oficiales advertían de un declive en las finanzas y las actividades productivas, poblaciones afrohondureñas e indígenas se organizaron frente al abandono histórico por parte del Estado. No había opción.
Meses antes de que Honduras declarara alerta por COVID-19 —esto el 12 de marzo de 2020— Mario perdió su negocio, una pequeña imprenta que le ayudó a costear su carrera como diseñador gráfico. Los cambios en el sistema de facturación ocasionaron que sus clientes recurrieran a la imprenta del gobierno. Mario y su familia hicieron de todo para salvar su sostén de vida. Las autoridades —recuerda que fue el SAT— le exigieron la compra de una máquina industrial que costaba 100.000 lempiras (un equivalente a 4049 dólares estadounidenses). Para preservar el negocio familiar, la madre de Mario hipotecó la casa y solicitó un préstamo. Aún así, la imprenta entró en quiebra. “Fue como matar a las microempresas”, comenta.
“Ser la cabeza de la casa” y estar sin trabajo afectó la salud mental de Mario. “Muchas veces pensé en suicidarme”, comparte. Según información del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos en Honduras (Conadeh), en 2020 el país tuvo al menos 31 suicidios al mes. En el caso de Mario, hubo dos factores que lo alejaron de terminar con su vida: el apoyo de su pareja y haberse sumado a Ofraneh, organización que desde 1978 se ha involucrado en la defensa de los derechos culturales y territoriales de los pueblos garífuna.
“Mi pareja me abrazaba y me decía: ‘vamos a salir de esto; hay que orar. Algo va a salir, algo va a pasar. [Y] fue que entré a la organización. Fue [cuando] sentí que al final del túnel hay una luz. En ese momento, si [les integrantes de Ofraneh] no hubieran aparecido y no les hubiera conocido, no sé qué hubiera pasado”.
Antes de la pandemia, Mario y su hermana se referían a Ofraneh como “el centro de acopio de salud”. Inicialmente, se dedicarían únicamente a labores de limpieza. Al llegar, Mario observó las dinámicas de las ollas comunes. “[Había] personas preparando la comida para todo el grupo. Pelaban la verdura, limpiaban el pollo o prendían el fuego” narra. Con los primeros tratos hacia su persona —“Me preguntaron cómo me gustaba que me llamaran y también sobre mi pareja y mi hijo”, recuerda en un tono alegre— no tuvo temor al decir que su fuerte no era la cocina, pero que “podía ayudar con la leña o chapear”. Sintió alivio.
“Es lo que había estado esperando: un espacio en donde me acepten tal y como soy. Que me respeten, que respeten mi pronombre y me sienta incluido en todo aspecto (…) Es la familia que siempre había querido”.
Ofraneh “no es necesariamente una organización de derechos de las personas LGBT”. No obstante, en estos años Mario ha sentido total confianza de invitar a más personas sexodisidentes de San Pedro Sula y La Ceiba, pues asegura que es una “oportunidad para que les respeten y les hagan sentir como en casa”. Ofraneh no sólo ha sido un hogar amoroso para Mario y su familia; también lo ha sido para jóvenes LGBT+ que saben que hay un espacio para elles.
A lo largo de 2020, organismos internacionales como la ONU expresaron su preocupación por cómo la COVID-19 podría vulnerar los derechos de las poblaciones sexodisidentes. En múltiples informes, mesas de diálogo y entrevistas con medios de comunicación, ONG y activistas señalaron como consecuencias e impactos diferenciados de las medidas de aislamiento el aumento de violencia doméstica, la agravación del estrés, la ansiedad y la depresión, el incremento de las tasas de desempleo y la inaccesibilidad a los servicios de salud.
En países como México encuestas realizadas a personas LGBT+ revelaron que la familia fue la principal fuente de discriminación. Por su parte, en mayo de 2020, el Banco Mundial señaló que “el colectivo LGBTI podría correr un mayor riesgo frente a las consecuencias biomédicas y socioeconómicas”. En esta misma línea, la Fundación Friedrich Ebert en El Salvador alertó que las desigualdades históricas en el acceso a la educación, el trabajo remunerado, la vivienda digna, la protección social y los cuidados se reflejaría de manera significativa en las formas en las que este sector de la población enfrentaría el coronavirus.
“La situación de emergencia sanitaria y la crisis económica provocada por la pandemia (…) colocaron a población LGBTQ en una situación de alta vulnerabilidad (…) para hacer frente (…) y más bien, vinieron a profundizar las problemáticas preexistentes (…) [La población LGBTQ tuvo que] vivir la cuarentena obligatoria en condiciones de hacinamiento, deterioro de los ingresos personales y familiares, escasez de alimentos, violencia intrafamiliar, limitado o nulo acceso a servicios de cuidados y enfrentándose a situaciones de represión de cuerpos militares en las calles, sin que el Estado implementara programas que atendieran específicamente la salud mental de las personas, o que promovieran mecanismos de protección para personas que se vieran obligadas a huir del hogar por ver amenazada su integridad física y mental en esos espacios”.
Según relata Mario, en Honduras el panorama no fue distinto. La expulsión del hogar se volvió en una constante, pues “en el confinamiento, muchas personas ya no podían ocultar lo que eran”. Para les LGBT+, el abandono del hogar está antecedido por actitudes y comportamientos como el outing (sacar del clóset a la fuerza), uso de lenguaje humillante y prejuicioso, lesiones físicas, violencia sexual y patrimonial, silenciamiento, manipulación, amenazas y tentativa de homicidio por parte de la familia o de las personas con las que se vive, de acuerdo con la Corporación Caribe Afirmativo.
La acentuación de las violencias estructurales también se hizo presente en otros sectores de la población hondureña. Al sur, en la zona limítrofe con Nicaragua,se encuentra La Moskitia, tierra en la que habita la comunidad afroindígena misquita (miskita). Por décadas, organismos internacionales han denunciado las omisiones del país para garantizar el trabajo digno y erradicar el racismo y la xenofobia contra este sector.
El “aislamiento histórico” de los misquitos también se ha visto reflejado en los obstáculos a los que se enfrentan para acceder a servicios públicos, especialmente los de salud. Conforme a información recabada por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la ONU —a través de Mecanismo de Expertos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (MEDPI)— y el Grupo de Apoyo Interinstitucional sobre Cuestiones Indígenas, durante la pandemia, los misquitos no contaban con “las condiciones materiales imprescindibles para prevenir los contagios”.
Aunque fueron la última región de Honduras a la que llegó el coronavirus, las disparidades en el acceso al agua potable, al saneamiento y el hacinamiento en el hogar provocaron un efecto devastador. Durante los picos de la pandemia, La Moskitia presentó fallas en el suministro de energía eléctrica, situación que dificultó —todavía más— el funcionamiento de los centros médicos.
Frente a la ausencia estatal, los misquitas se organizaron para hacer de las radios comunitarias —por ejemplo Kupia Kumi—espacios informativos y canales de intercambio. A su vez, el apoyo regional se volvió clave. Ofraneh apoyó a La Moskitia “con más de 5000 kits que incluía mascarillas y gel antibacterial casero a base de jabón y cloro” y con visitas a las casas y los centros penitenciarios, pues “el gobierno se olvidó de ellos”, reitera Mario.
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En 2007, Honduras aprobó la Ley Integral del Adulto Mayor y Jubilados para hacer asequibles consultas médicas, intervenciones quirúrgicas y otros servicios para preservar y mejorar la calidad de vida de este grupo poblacional. Sin embargo, durante la emergencia por COVID-19 las medidas y políticas públicas para adultes mayores —a nivel mundial el grupo etario más vulnerable— fueron insuficientes.
De acuerdo con el Observatorio Demográfico Universitario, para noviembre de 2020, las personas de la tercera edad representaron el sector con mayor porcentaje de fallecimientos (61%). La falta de seguridad social, la incidencia de pobreza extrema y el desabasto de medicamentos fueron algunos de los factores detrás de dicha estadística.
Desde la perspectiva de Mario, una estrategia de contrapeso al abandono estatal es el acercamiento entre comunidades. Además de La Moskitia, en la pandemia Ofraneh brindó atención a adultes mayores. A la fecha, la organización continúa con el apoyo. Sus integrantes se especializan en la medicina ancestral y ofrecen acompañamiento.
“Estamos ayudándonos entre nosotros, preparándonos entre nosotros”, subraya Mario al recordar cómo, en complicidad con su gente, juega un papel fundamental en la defensa del derecho a la salud de personas que, al llegar a la tercera edad —a partir de los 60 años, de acuerdo con la legislación hondureña—, son abandonadas, maltratadas y discriminadas. A su parecer, esto también ha tenido un impacto positivo en el combate a la discriminación contra las poblaciones LGBT+, pues ahora “se sienten más en lo que es la sociedad”.
“Lo que [ahora] ven en nosotres es que nos estamos preocupando por su salud (…) Ya no nos están viendo como ‘ay, aquel de la comunidad LGBT+’. Ya nos están viendo como el vecino, la vecina, el compañero o la compañera de al lado que anda repartiendo el té o el que hace masaje. [Dicen]: ‘mira quiénes son los que se están preocupando por nosotros: a los que hemos rechazado y marginado”.
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Al interior de su familia, Mario ha testimoniado el cambio de perspectiva respecto a las sexodisidencias. Su madre —quien en su momento “le causó presión” y provocó que dejara de comer— ahora asiste a algunos de los eventos que convoca Ofraneh. “Somos amigas. Ella me respeta”, cuenta en un tono satisfactorio. “Me miraba hablando en público de quien soy, de cómo me ha ayudado la organización y de cómo ha podido ayudar a otras personas y fue cambiando su manera de pensar”.
Con el paso de los años, el pequeño Jaime también ha encontrado confort. Mario platica que su hijo sufrió de bullying escolar, problemática que en Honduras afecta a al menos el 18.48% del estudiantado. Lo molestaban por crecer en un hogar diverso, dinámica familiar que no está reconocida en la Carta Magna de su país.
“Él se sentía inseguro y se empezaba a volver violento porque no sabía cómo manejar la situación”, dice Mario. “Pero a raíz de que lo fui involucrando en la organización y como veía que había más niños y niñas que tenían dos mamás o dos papás, tuvo otra perspectiva, otro comportamiento y más confianza”.
Aunque Ofraneh no se dedica particularmente a la defensoría de los derechos LGBT+ —pues el colectivo de diversidad sexual empezó a organizarse hasta 2016, 38 años después de su fundación—, actualmente cuenta con coordinaciones específicas en Colón, San Pedro Sula y La Ceiba. Las capacitaciones son mutuas y las funciones que desempeñan sus miembrxs LGBT+ son muy diversas. Algunes ofrecen contención emocional o canalizan con especialistas en ayuda psicológica; otres procuran asesoría jurídica; unes más —como Mario— se dedican a la recaudación de fondos y a impartir charlas en las que se recuerda que las identidades y expresiones de género y las orientaciones sexuales diversas no son una enfermedad.
Iniciativas como Ofraneh son proyectos de justicia social y que apuestan por futuros vivibles. Demuestran que en Honduras hay un lugar para garífunas que desafían al cisheteropatriarcado colonialista al lado de personas que aman y que les aman. Personas como Mario Solórzano trabajan por propiciar condiciones que permitan que les suyes se queden en su país, en donde la naturaleza siempre será el refugio más íntimo.
“[Queremos] que les jóvenes no sólo aprendan el estudio, sino también a cómo vivir en el campo. De cómo cuidar un árbol y cómo sembrarlo con amor (….) En nuestra casa tienes un espacio donde vivir, alimentarte y compartir (…) Tener opciones de vida: eso es lo que hemos hecho como organización para evitar que la gente salga”.
De ancestralidad y el derecho a una vida libre de discriminación: el legado de les guías espirituales LGBT+ en Honduras
Rodeada de árboles míticos para el pueblo maya, garífuna y pech, La Ceiba es la tercera ciudad más importante de Honduras, cabecera del departamento de Atlántida, sede de compañías exportadoras de banano, piña y toronja y hogar de Hudson Sánchez, guía espiritual y coordinador de la comunidad garífuna sexodisidente. En 2020, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos en Honduras (Conadeh) informó que La Ceiba es también uno de los principales municipios afectados por el desplazamiento interno y, en complemento, la prensa local señala que es una las economías locales más afectadas por la pandemia.
En esta ciudad, las comunidades garífunas LGBT+ migran por el cierre de sus negocios, las violaciones a los derechos humanos por parte de corporaciones globales (sobre todo de las que explotan las minas), el rechazo familiar y los atentados contra su integridad física. “Tengo muchas amistades en Estados Unidos”, introduce Hudson. “Por ejemplo, mi amiga Karina, una chica trans y garífuna, ahora vive en Arizona porque la querían matar”, denuncia.
Mientras otros grupos afroindígenas se oponen a proyectos que quieren hacer de Honduras un paraíso para las transnacionales extractivistas, comunidades como las de Hudson toman acciones al interior de los círculos familiares para contrarrestar la discriminación por identidad de género y orientación sexual.
Si bien en ningún momento niegan que en los pueblos garífunas hay LGBTfobia —”la comunidad es matriarcal, pero machista”, puntualiza Hudson—, las sexodisidencias se sienten más protegidas dentro del entorno que les vio nacer y crecer, pues la diversidad sexual “se tolera” cuando es en familias ajenas. “Hay más espacios seguros dentro de la comunidad. Pero hay cierta similitud en algunos aspectos. [Es común que las personas digan]: ‘si en mi familia no hay personas de la comunidad LGBT+, todo bien; son mis amistades y me llevo super bien”, detalla.
En su experiencia, hay otras razones por las que se siente más seguro entre su gente. Una de ellas es que el rechazo hacia las personas LGBT+ “no se muestra de una manera tan agresiva como de ‘te voy a tirar un palo o una piedra’”. Como segunda particularidad se encuentra la dependencia espiritual casi total —entre en un “90% y 98%, [ya que] se traduce en su vestimenta, gastronomía y prácticas”— de la comunidad garífuna en su día a día.
La entrañable conexión ancestral marca una distancia en cómo nombran, viven y ejercen su sexualidad. Para elles, la conceptualización del acrónimo LGBT+ les es un tanto alejada, pues en cierta medida refiere al colonialismo. “Siempre ha existido la comunidad gay y trans dentro de la comunidad garífuna”, pero, según comparte Hudson, sus ancestros “no sexualizaban sus comportamientos”, simplemente se consideraban “seres especiales”. Igualmente, resalta que en sus dinámicas cotidianas no hay una presencia protagónica del catolicismo y tampoco, como tal, un sincretismo.
“Le dimos un lugar a la Iglesia Católica para que cumpliera con el hecho de la evangelización (…) De repente utilizamos en nuestros procesos espirituales la teología de la cruz o la santificación con agua bendita, pero después de ahí nada (…) Nosotros compartimos nuestro altar (…) podemos poner dos o tres santos de la Iglesia Católica. Pero no permitimos que sean quienes dirijan nuestros procesos ceremoniales o espiritualidades”.
Actualmente, grupos afroindígenas de Centroamérica investigan sobre orientaciones sexuales e identidades de género diversas y ancestralidad. Les interesa saber si tienen semejanzas con culturas como la azteca, presente en entidades mexicanas como Veracruz, Puebla Oaxaca, Guerrero, Edomex y parte del territorio guatemalteco.
Uno de los primeros resultados a los que ha llegado la comunidad de la que es parte Hudson es que el 80% de las guías espirituales está representada por personas LGBT+, mayoritariamente por hombres gay. “Las mujeres lesbianas o bisexuales viven abiertamente su sexualidad. Nosotros no tenemos problema [con eso] y los ancestros tampoco”, asevera. A las personas LGBT+ la comunidad garífuna “no le niega espacios” y “tampoco permite que la ofendan” pero, resalta Hudson, que sus vivencias son distintas a las de guías espirituales LGBT+.
“El hecho de ser líder espiritual es como una cuestión que marca la diferencia en el trato que nos dan (…) porque el hecho de tener ese don eleva el rango (…) [y significa] que [nos] van a tomar en cuenta en muchas formas dentro de la comunidad (…) [Somos quienes] tenemos acceso a comunicarnos con la línea transversal entre Dios, los ancestros y la población”.
La dádiva a la que se refiere Hudson es al llamado ancestral que reciben durante ceremonias como el Dügü, que consiste en “un ofertorio de comida” que dura 12 horas (de 6 de la mañana a 6 de la tarde) y se programa después de que “alguien sueña la fecha”. “No es una cuestión que se elige”, menciona, y tampoco se puede ignorar, pues este comportamiento implica un castigo que va desde padecer una enfermedad hasta la pérdida de algún ser querido.
La participación religiosa de Hudson empezó desde los 13 años, pero fue hasta los 19 cuando su momento para ser ayudante de buyai se reveló. “Fue traumático [y] tenía miedo”, confiesa. Al llevar varios años en las ceremonias, sabía lo que el llamado implicaba. Por ello, la incertidumbre no sólo se debía a las responsabilidades que conllevaba —”manejar muchos secretos y cosas; tener una concentración bárbara”, enlista—, sino también tenía presente el proceso de preparación.
“Nos deben encerrar en un altar, en una casita de manaca y tierra porque [es importante] la conexión entre la montaña, la tierra y el mar. Durante 15 o 20 días no se puede salir de ahí”.
Un mes antes de recibir el llamado, Hudson habló con su familia sobre su sexualidad. Sintió temor. La charla fue después de que su hermana descubrió que su tío abusaba sexualmente de él. “En algunos momentos, los ancestros se pueden pronunciar para proteger”, expresa el guía garífuna. Sin embargo “no es una regla”, pues cada llamado es diferente. Depende del trabajo que vaya a realizar la o el guía espiritual, este puede ir desde “compartir mensajes hasta hacer complejas medicinas ancestrales”.
Al habitar en un país en el que ser garífuna y LGBT+ es enfrentarse a “una doble o triple discriminación”, para Hudson ser ayudante de buyai se ha traducido en dejar un legado para la población sexodiversa. Les guías espirituales no sólo son seres especiales por el vínculo que representan entre su comunidad y sus ancestros. Su rol en la cosmovisión garífuna también encabeza una lucha contra la discriminación.
Sumado a cargos en espacios de toma de decisiones —por ejemplo, la participación en la junta del agua, los patronatos o comités—, les guías espirituales LGBT+ hacen labores de concientización para combatir los estigmas. Con esfuerzos como el Segundo Encuentro Nacional de la Comunidad LGBT Garífuna, involucran a las familias en el reconocimiento y la defensa de la garantía de los derechos humanos, independientemente de la orientación sexual, la identidad y/o expresión de género de las personas.
Las matriarcas garífunas están al frente de las luchas por el territorio y en respuesta a las imposiciones patriarcales, colonialistas y neoliberales. Cualquier situación, se consulta con ellas, especialmente con las abuelas. “[Las personas LGBT+] participan en la mayoría de las actividades”, recupera Hudson. Pero una de las estrategias y, a la vez, dinámicas de convivencia contra la LGBTfobia ha sido involucrarse en la dirección de los clubes de danza y las cocinas comunes, espacios en los que las mujeres se organizan.
“La mayoría de las señoras de las comunidades pertenece a algún grupo (…) Dependemos mucho de lo que dicen nuestras madres y abuelas. [Les] consultamos [cualquier] situación que [nos] esté pasando. Entonces ellas, con su sabiduría, conocimientos y emociones (…) nos dicen cómo reaccionar (…) Hablar con una señora —aunque no sea nuestra madre— que habla con otras 10 es super importante porque sabemos lo mucho que ellas influyen”.
En sus propios términos, les guías espirituales como Hudson se comprometen con garantizar una mejor calidad de vida a las poblaciones sexodisidentes. En la tierra, el mar, las selvas y los universos con los que conectan encarnan la consigna con la que han defendido su dignidad durante décadas: “no hay garífuna extranjero en tierra garífuna”.
Son seres especiales.
Organizarse en la urbanidad: existencias y luchas garífunas en Tegucigalpa
27 de octubre de 2016. Un sujeto la persiguió y le apuntó con un arma. Al momento de jalar el gatillo, la pistola se trabó. La falla en el objeto permitió que ella se refugiara en un negocio de Comayagüela. Es la segunda vez que, en el mismo año, la vida de la defensora LGBTI Jlo Córdoba (Asociación Arcoíris y Muñecas Trans) corre peligro. 7 de julio de 2019. Es trabajadora sexual y activista por los derechos de las personas que viven con VIH. Ella y una de sus compañeras recorren las calles de Comayagüela cuando dos sujetos a bordo de un automóvil con los vidrios polarizados bajan la ventana y les disparan. Mientras su compañera se recupera en el Hospital Escuela Universitario, sus seres queridos y los medios LGBT+ locales reciben la noticia. Falleció. Su nombre era Bessy Ferrera. 10 de julio de 2020. Han pasado 14 días desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró responsable al estado hondureño por el homicidio de Vicky Hernández, activista trans e integrante del Colectivo Unidad Color Rosa. Así como Vicky, Scarleth Campbell Cáceres se dedicaba al trabajo sexual. También era defensora de derechos humanos. Scarleth no volvió a casa después de la reunión con sus amigas en el barrio La Plazuela. Llamaron al 911, pero las balas le causaron la muerte. 10 de enero de 2022. Su pareja, Walter, sobrevivió y la vio partir. La asesinaron con arma de fuego, mientras estaba en su casa, en el cerro sureño Juana Laínez . Vestía una playera blanca. Thalía Rodríguez tenía 45 años; se sentía orgullosa de su tienda y disfrutaba de la compañía de los perros.
Son algunas de las historias que recuerdan organizaciones y activistas LGBTTTIQA+ de Tegucigalpa, ciudad en donde “la violencia es la forma de arreglar cualquier problema”, describe el especialista en salud y seguridad, Javier Río Navarro.
¿Dónde están las condiciones que nos permiten vivir, envejecer y morir dignamente?
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Al día de hoy, la capital hondureña —una de las cinco ciudades más peligrosas del mundo, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur)— enfrenta una “epidemia de violencia urbana”. Su población teme a las pandillas, los robos y la extorsión.
Para les garífunas LGBTTTIQA+ como Obrayan Robinson —”negro trans hondureño, artista plástico y activista”—también es palpable “una violencia patriarcal” que “[se] vive diferente” y “es mucho más violenta que en [sus] comunidades”. El también miembro del Colectivo Negritudes Trans HN tiene presente que a algunes de sus compañeres y/o amigues que trabajan en maquilas no se les permite hablar garífuna, pues se cree que pueden estar conspirando contra la empresa.
En Honduras —un país que, al menos, desde 2004 año con año recibe llamados de atención de la ONU por la grave situación de discriminación y racismo—, los movimientos migratorios —algunos de ellos desplazamientos forzados— de les garífunas encuentran como motivos principales el despojo de tierras (sea desde el Estado, el sector empresarial o la complicidad entre ambos) y la inseguridad. Entre 2020 y julio de 2023 la Red Nacional de Defensores de Derechos Humanos (RNNDH) contabilizó 3205 agresiones contra defensorxs ancestrales de Triunfo de la Cruz, Punta Piedra, San Juan, Armenia, Guadalupe y San Antonio.
La migración de las poblaciones garífunas hacia las ciudades también se ve propiciada por la falta de acceso al trabajo, la salud y la educación. En el caso de Obrayan su desplazamiento desde el norte del país hacia Tegucigalpa fue para matricularse en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Se fue sin su familia. “No teníamos las condiciones [para hacerlo]”, comparte.
“Trasladarse a un entorno nuevo genera muchas expectativas, inseguridades y miedos”, introduce para subrayar que las comunidades garífunas enfrentan otros obstáculos al llegar a los asentamientos urbanos. “Afecta porque se les aleja su identidad y de la conexión con su pueblo”. Desde su propia experiencia, Obrayan denuncia que la migración a las ciudades suele estar acompañada (o secundada) por el “blanqueamiento de su existencia”, una causa-consecuencia del racismo estructural. “[Al] estar en una ciudad de personas mayoritariamente mestizas toca adaptarse a muchas prácticas (…) A mí me pasó que por muchos años me sentí desconectado de mi comunidad, de mi historia y de mi identidad”, dice.
Como una persona LGBTTTIQA+ racializada, Obrayan Robinson atravesó por un sentir paradójico. Su familia sabía sobre su orientación sexual —en ese entonces se identificaba como “lesbiana” — y le respetaba. Sin embargo, “había ciertas limitantes para ser y vivir abiertamente”.
Desde pequeño, Obrayan encontró en el arte un refugio y, a la vez, un grito político. “[Es una] herramienta para sensibilizar, concientizar, generar diálogo y profundizar una mirada crítica”, precisa. Para él, ser alumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes fue “una cuestión de libertad” y una oportunidad para “reconectar con la persona que es”. Fue durante su carrera como artista plástico y su participación en organizaciones LGBTTTIQA+, en 2018, cuando reconoció “su identidad como persona transmasculina”.
Este proceso es el que Obrayan considera el inicio del Colectivo Negritudes Trans HN. La vida universitaria le permitió involucrarse de lleno en el movimiento LGBTTTIQA+. Empezó a organizarse con otras personas transmasculinas, garífunas, racializadas e interesadas en el arte. Para 2019, meses previos a la pandemia por COVID-19, este grupo ya había establecido estrategias de comunicación a distancia. “Así se oficializó el colectivo”, sostiene el activista. Pese a la emergencia sanitaria de 2020 —y con ello la dificultad de “concretar acciones”—, les activistas de distintas ciudades lograron “fortalecer el tejido organizativo” y se pronunciaron contra el racismo.
“[Somos] una organización de personas trans racializadas que cuestionamos las prácticas de poder (…) Comenzamos a platicar sobre nuestras realidades como personas transmasculinas y NB, siempre desde la mirada antirracista (…) Empezamos a buscar información y a compartir lecturas entre nosotres para dialogar (…) En muy pocos espacios se profundiza en esto (…) [Al momento de hablar de los derechos LGBTTTIQA+] no se suele pensar en el territorio (…) [Tampoco] se suele encontrar acuerpamiento”.
Además de proyectos de formación artística en los que participan entre 12 y 15 personas, Colectivo Negritudes Trans HN ha sido un espacio para compartir realidades y denunciar las situaciones de violencias que comprometen la integridad emocional y física, como los delitos sexuales, contabilizados en 5721 (2860 perpetrados en Tegucigalpa) entre 2021 y 2022, de acuerdo con la iniciativa humanitaria Médicos Sin Fronteras (MSF).
Para Obrayan, la desconfianza con la que habitaba la capital también estuvo ligada al binomio racismo-misoginia. “El tema de sexualizar las corporalidades de las mujeres negras era una cuestión que me generaba mucho miedo (…) Era caminar y saber que hay gente que nos dice cosas y nos persigue”, cuenta al recordar que, cuando recién llegó a Tegucigalpa, “se le leía como mujer”. A los 19 años, fue víctima de violencia sexual. Colectivo Negritudes Trans HN —ahora una comunidad trans, NB, lésbica y bisexual antirracista— lo cobijó cada vez que Obrayan lo necesitó. “Siempre estuve rodeado de otras personas que me acompañaron y me apoyaron”, agradece.
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“Migrar es un derecho”, asegura Obrayan Robinson. Para algunes, permanecer en las fronteras hondureñas no es una opción. Pensamos en Valeria Paola Flores, activista y excoordinadora de la Asociación Arcoíris que después de tres tentativas de transfeminicidios se mudó a España, sin “saber a dónde ir o cómo moverse”.
Proyectos como Colectivo Negritudes Trans HN existen para “construir alternativas de vida” y plantar cara a la vulneración sistemática a los derechos humanos en su país y “al sistema que busca borrar sus historias”. “Es una decisión política”, asegura Obrayan. El fortalecimiento de las “colectividades autónomas” implica defender la memoria y recuperar las enseñanzas de las luchas territoriales y de los pueblos indígenas.
“Tratamos de ir fortaleciendo conocimientos, capacidades y habilidades desde una mirada crítica (…) Tratamos de construir proyectos que permitan dar una oportunidad a personas trans, NB, LGBT+ y garífuna (…) Como colectivo, le apostamos a aquelles que nos quedamos”.
Se reconocen y abrazan entre y para elles. Algo los hace permanecer: exigen justicia a las raíces de la tierra que les vio nacer.