Somos lo que deshabita desde la memoria. Tropel.
Estampida. Inmersión. Diáspora. Un agujero en el
bolsillo. Un fantasma que se niega a abandonarte.
Nosotros somos esa invasión.
Sara Uribe
El 30 de agosto es el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, una fecha para mantener viva la memoria de quienes han sido víctimas de este delito de lesa humanidad, buscar justicia, reparación y la no repetición. También es un día para reconocer la labor de las personas -en su mayoría mujeres- que buscan a sus familiares y, en ese ejercicio, subvierten el orden de la guerra.
Frente a una marea de quince mil personas, avanza a paso sereno un grupo de mujeres que llevan fotografías de rostros colgando del cuello. Aunque se trata de una manifestación feminista, los retratos son de hombres y mujeres por igual. Sostienen una manta que dice “Contra todas las violencias” y gritan “la guerra está allá afuera y no entre nosotras”. Es ocho de marzo de 2022 en Guadalajara –la ciudad desde donde escribo- capital de Jalisco, el estado con más personas desaparecidas de México.
La asamblea organizativa de la Red YoVoy8deMarzo tenía claro que al frente irían las buscadoras, junto con familiares de víctimas de feminicidio, no solo por la urgencia ante la crisis de desaparición en la entidad, sino porque buscar personas se ha convertido en una labor sostenida –principalmente- por los cuerpos de miles de mujeres. Aunque de las 104,816 personas desaparecidas en el país, el 74.5% son hombres, esta pesadilla tiene a sus madres, esposas, hijas, hermanas y amigas buscándolos. Esto sin minimizar a las 25,976 mujeres que faltan en sus hogares, ni desconocer a los miles de varones que buscan a sus familiares desaparecidos. Sin embargo, la búsqueda, como una labor de cuidado, de amor obstinado e irrefrenable ha sido, en su mayoría, feminizada.
No quiero caer en esencialismos ni romantizar una labor que no debería de existir. Como otras luchas que encabezan las mujeres, buscar personas desaparecidas tiene un fuerte componente de socialización para cuidar. Carolina Robledo, socióloga y coordinadora del Grupo de Investigación en Antropología Social y Forense (GIASF), que acompaña el movimiento de víctimas de desaparición forzada en México, invita a que lo pensemos como un trabajo no remunerado, desde una perspectiva feminista: “La búsqueda es un trabajo de cuidado porque implica el esfuerzo organizado en torno a una tarea común que tiene como propósito el cuidado de la vida, la justicia y la recuperación de la dignidad” escribe en un artículo para el medio especializado A dónde van los desaparecidos.
Esta labor, que es responsabilidad de las instituciones del Estado, se realiza en condiciones de precariedad y riesgo. Muchas de las mujeres que buscan a sus familiares –que suelen pertenecer a las clases más desposeídas del país- tienen que renunciar a sus trabajos remunerados para poder dedicarse a buscar. Otras triplican sus jornadas entre sus empleos, la búsqueda y las tareas del hogar que, además, suelen incrementar cuando las mujeres asumen los cuidados de sus nietxs o sobrinxs, con padres o madres desaparecidas.
“Se trata además de un trabajo de cuidado que brinca las fronteras de lo doméstico y del parentesco, que no sólo se preocupa por la familia sino por la sociedad y por la democracia misma”, explica Robledo. Es por esta intersección entre lo afectivo y lo social que la lucha personal de estas mujeres tiene la fuerza de transformar la historia colectiva de nuestro país.
A principios de año fui invitada por mi amiga y colega, Dalia Souza, a co-dirigir un documental sobre desaparición y búsqueda titulado “En la boca del lobo”. Ella encabeza –junto con Darwin Franco- el medio independiente ZonaDocs, que se especializa en temas de derechos humanos. Desde sus inicios en 2017, el equipo se ha comprometido con la cobertura digna de la crisis de desaparición de personas en Jalisco escuchando las voces de quienes la viven y por eso sentí mucha seguridad al trabajar guiada por su experiencia. Pero también tuve muchas dudas sobre lo que yo podría contribuir, que fuera de utilidad a las víctimas y sus familiares: ¿Cómo acercarse al dolor y no insistir en él? ¿Qué podríamos hacer al respecto? ¿Podemos hacer algo al respecto?
El documental narra la historia de Rosaura Magaña, una mujer que busca a Charly, su hijo, que fue desaparecido hace cinco años por presunto personal de la Fiscalía General del estado de Jalisco. Cuando Dalia, la señora Rosaura y yo, discutíamos los objetivos del documental, teníamos claro que uno de ellos era señalar el modus operandi en que Charly, y decenas de otras personas, han sido desaparecidas en la entidad: con camionetas, armas, uniformes o personal de las instituciones de seguridad pública.
Durante la realización del documental aprendí sobre la claridad que las buscadoras tienen sobre cómo opera la violencia: saben a qué estados se llevan a los muchachos a realizar trabajos forzados para grupos delincuenciales o cuáles territorios “pertenecen” a ciertos mandos policiales. Este conocimiento no necesariamente les lleva a encontrar a sus familiares, o los de sus compañeras, y esta lucidez muchas veces representa un riesgo para ellas. Sin embargo, estas mujeres están desentrañando lo que sucede en este país.
El día del estreno del documental, Rosaura y sus compañeras buscadoras tomaron el micrófono al finalizar la función. Nos recordaron que esta crisis es de todxs y nos corresponde a todxs detenerla. Sentada entre el público me seguía preguntando lo mismo que me pregunté meses atrás: ¿cómo podemos contribuir? Las buscadoras necesitan recursos para trasladarse, palas para cavar y manos para buscar, nos dijeron. Pero también necesitan acuerpamiento en esta oposición a la violencia. Ellas están trabajando con tenacidad para encontrar a sus familiares y en esta búsqueda van generando conocimiento que devela los usos políticos y económicos de la desaparición. Su trabajo, en alianza con activistas, periodistas y académicxs, ha dejado clara la relación intrínseca entre esta crisis y la militarización de la seguridad pública.
¿Qué haremos nosotrxs con ese conocimiento? ¿Cómo lo usamos para frenar algo tan desmesurado?
La militarización que vivimos en México tiene sus raíces en la primera mitad del siglo XX, pero ha habido momentos en que la presencia y gasto militar aumentan y nuestros cuerpos y territorios sufren las consecuencias de lo que la antropóloga Rita Segato ha nombrado guerras de baja intensidad. Ella describe estas guerras como conflictos informales que se dan, no entre Estados, sino entre actores paraestatales y estatales en un territorio en donde los fines no son “victorias o derrotas conclusivas, sino una forma de dominio”.
Uno de los repuntes determinantes de la militarización en nuestro país fue en 2006 cuando el entonces presidente Felipe Calderón le declaró la guerra al narcotráfico y, en pocos años, se hicieron las reformas necesarias para justificar y asegurar la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles del país.
Esta estrategia bélica trajo una ola de violencias que no ha cesado en estos 16 años. Solo en los primeros tres, los homicidios incrementaron un 170% y las desapariciones pasaron de 594 en 2006 a 2,959 en 2007. Desde el 2006 al 2021, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía registra 398,282 muertes violentas. En este mismo periodo desaparecieron 102,729 personas según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas.
Sabemos, además, que la violencia de Estado tiene una relación directa con la violencia de género. En su informe Las dos guerras, la organización feminista Intersecta documenta el incremento en asesinatos de mujeres en los municipios en los que intervinieron las Fuerzas Armadas entre 2007 y 2018. Cuando la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA) realizó operativos, los homicidios de mujeres incrementaron un 2.12% en los siguientes tres meses, cuando lo hizo la Secretaría de Marina (SEMAR), el aumento fue de 12.5% en el mismo periodo. Esta guerra también duplicó los feminicidios con armas de fuego: a principios de la década de los 2000 tres de cada 10 mujeres eran asesinadas con armas de fuego, hoy son seis de cada 10.
La crueldad de esta guerra se ha inscrito –siguiendo a Rita Segato- en los cuerpos de las mujeres, pero no solo a través de los feminicidios. Aun cuando la violencia no es dirigida contra ellas, sino que asesina y desaparece varones, son las mujeres a su alrededor quienes asumen el sostenimiento de la vida, la búsqueda de sus familiares y la lucha por justicia.
Hemos vivido la “guerra contra el narcotráfico” como una trama de horrores y discursos que los justifican. El Estado ha desplegado narrativas –que se reproducen en los medios de comunicación- para criminalizar a las víctimas y hacerles responsables de la violencia que han sufrido con la excusa de que estaban “implicadas” de alguna forma en el conflicto bélico.
Las buscadoras han encarnado una contranarrativa a esta lógica: “La lucha contra el discurso que estigmatiza a los desaparecidos y a quienes los buscan constituye una de las principales enseñanzas que los colectivos de familiares de desaparecidos en México nos han dejado”, escribe el periodista e investigador Darwin Franco en su libro Tecnologías de esperanza, donde documenta las apropiaciones tecnológicas que los colectivos de búsqueda han realizado durante años.
De las buscadoras hemos aprendido a cuestionar la guerra. De su trabajo hemos adquirido herramientas para dudar del supuesto antagonismo entre el crimen organizado y el Estado. De sus búsquedas hemos encontrado razones para oponernos a la creciente militarización del país, y la urgencia para frenar el entramado bélico que produce desapariciones.
Los vínculos afectivos y políticos que se han tejido entre las buscadoras de todo el país conforman un rizoma que nace del dolor, pero se alimenta de la solidaridad y el apoyo mutuo. Una red así, movilizada de forma orgánica y con objetivos comunes, aunque diversa en sus miembros y formas, es un ejemplo de resistencia y oposición a la violencia y las condiciones que la generan. Su inercia, no sólo subvierte la historia, la desvía hacia rumbos nuevos, donde el cuidado desborda la violencia.
Nuevamente, no quiero romantizar un movimiento que surge del horror y cuyo objetivo –en la mayoría de los casos- es únicamente encontrar a las personas desaparecidas, pero sí quiero enaltecer la potencia política que tiene esta trama popular en la construcción de memoria y la transformación social. La forma en que estas mujeres resisten y contradicen, no sólo los discursos de la guerra, sino también el terror que nos siembra, es una ventana a las formas posibles de hacer mundo. Sus relaciones de reciprocidad y confianza, de cuidado y sosiego, son en sí, terreno fértil para imaginar el futuro.
El valor de la memoria en la construcción de paz ha sido muy claro en el caso de Colombia. Con el reconocimiento del delito de desaparición forzada en 2010, la inclusión de la Unidad de Búsqueda de Personas en los Acuerdos de Paz de 2016, y el registro de sus testimonios y denuncias en la Comisión de la Verdad desde 2019, las buscadoras colombianas han tenido un papel fundamental en la reconstrucción del tejido social desgarrado por la guerra. Sus luchas, entrelazadas con las de otros movimientos populares en el país, han configurado las condiciones para que hoy Colombia esté transitando hacia el resarcimiento de sus heridas.
Lo mismo ha sucedido con las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina y otros colectivos de víctimas y sobrevivientes de las dictaduras del cono sur. La subversión de quienes son más afectadxs por la guerra es un norte político para quienes deseamos el fin de las violencias.
No creo que haya respuestas simples sobre cómo frenar la vorágine de crueldad a nuestro alrededor. Lo cierto es que mientras me pregunto esto, las buscadoras avanzan en su camino y van dejando pistas de lo que tiene que cambiar.
Al mismo tiempo, hemos visto el contra-poder que las mujeres, las disidencias sexo-genéricas, las naciones indígenas, los pueblos afrodescendientes y otros grupos que han sido especialmente heridos por la violencia, construyen en sus resistencias. Estas dudas y certezas se me enredan dentro al pensar en cómo ser esa estampida que esboza la poeta mexicana Sara Uribe en su libro Antígona González, en donde narra la historia ficticia de una mujer que busca a su hermano desaparecido: ¿Cómo ser tropel e invadir las calles, las aulas, las conversaciones, los medios con una oposición firme a la guerra?
Cuando me pregunto qué hacer, pienso en el 08 de marzo de 2022, en mi cuerpo inserto en un enjambre que sueña otro mundo. Desde mis esfuerzos individuales es poco lo que se puede trastocar, pero en esta marea que avanza contra todas las violencias, que escucha a las buscadoras contradecir las narrativas hegemónicas de la guerra y suma su voz, habita la potencia para transformarlo todo. En este movimiento atizado por la reciprocidad y los cuidados existe la posibilidad de un futuro en el que las buscadoras no tengan que existir.
Hace unos días Rosaura Magaña nos mandó un mensaje a quienes estamos organizando la siguiente proyección del documental que me recordó para qué hacemos lo que hacemos: “Hay que hacer ruido, hay que pedir justicia. Luchemos y vamos por la paz”.