Cada cierto tiempo, algún ceñoro intelectual liberal, maestro respetado, toro sagrado, sale a decirnos a las feministas, muy rimbombantemente, que nos estamos pasando de la raya, que le parecemos autoritarias, que se siente una víctima censurada por las críticas feministas y que estamos desviando nuestro camino por no ser como esas feministas que sí son buenas y les han dado cariñosas palmaditas en la espalda. Ayer fue Manuel Vilas, hoy y siempre es Daniel Samper Pizano, o Mauricio Rubio, o Vargas Llosa, o Andrés Manuel López Obrador.
Parece que estuviéramos leyendo el script del casting para una película, no solo porque son las mismas palabras y los mismos argumentos circulares, también, y quizás sobre todo, porque todos estos ceñoros se parecen físicamente: mayores de sesenta, con barba blanca, gafas, son ceñoros educados, autores publicados y figuras ilustres de la clase alta. Pero ojo, no son como esos ricos malvados corruptos cuyo espíritu no ha sido refinado por el ejercicio liberal intelectual, este es un ceñoro “chévere”, “defensor de las libertades individuales” y con un “fino” sentido del humor que acompañan con un whiskycito single malt. De esos que “no son machistas” porque insisten en que las mujeres son “mejores” (más limpias, más tiernas, más bondadosas, más ahorrativas, más serviles a sus necesidades) y porque dejaron que sus hijas escogieran su carrera universitaria.
No es casualidad que estos ceñoros se parezcan: hombres, boomers, blancos, educados, de clase alta. Son la encarnación del poder en el patriarcado capitalista. Fueron los chicos irreverentes de su generación y ahora no pueden creer que les digan que son ellos quienes discriminan. Cuando son acusados de algo así su reacción suele ser algo como: “Yo no soy machista/ racista/ homofóbico/ capacitista. Esa es tú opinión, la opinión de una persona excesivamente sensible y delicada al punto de hacer acusaciones irracionales. Yo soy la máxima racionalidad. Soy un hombre bueno. Soy el paladín, el defensor, no voy a cuestionarlo porque me siento muy satisfecho conmigo mismo, así que la equivocada eres tu”. Como cuando Francia Márquez, una defensora del territorio, el medio ambiente y los derechos humanos mundialmente reconocida y ahora también precandidata presidencial, le dijo a Daniel Samper Pizano que estaba siendo racista, y a la fecha, él insiste orgullosamente en que esa es “su opinión”.
Es un clamor patético. Un grito a la nube. Un retorcerse y escupir ante la perspectiva de perder sus privilegios. Y no sería más que el desespero de un cucarrón bocarriba, si no fuera porque estos hombres siguen siendo la voz hegemónica del discurso ilustrado y bien pensante. Sus ideas son rumiaciones anacrónicas, no porque sean viejos, sino porque su lugar en en el escalafón social está totalmente asegurado y porque su curiosidad no supera su narcisismo, así que hace rato dejaron de enterarse de qué pasa en el mundo que existe por fuera de los confines de las bibliotecas que presumen en zoom, o de los prejuicios que conservan preservados en alcanfor. Y es tal su poder que siguen teniendo relevancia. Siguen respaldados por los grandes medios y los grandes intelectuales que, de vez en cuando, les sugieren compartir espacio con alguna feminista para verse más abiertos y equilibrados y hacer pasar su discurso de odio como si tan solo fuera una opinion.
Pero esta no es una opinión más. Es estigmatizante. Hace que el necesario trabajo de los movimientos feministas en Colombia sea más difícil aún. Justifica todas las agresiones, físicas, virtuales y todas las violencias que vivimos las feministas. Es discurso de odio y no tiene nada de inocente. Imaginemos que hubiese escrito una columna antisemita, que así como nos dice a las mujeres que la discriminación es una cosa superada en los años treinta cuando las primeras mujeres entraron a la universidad, le dijera a la comunidad judía que “dejara de hacer tanto aspaviento si la Segunda Guerra Mundial ya se ganó”. ¿Se imaginan que les diera por decir que la comunidad judía se está portando igual que los nazis? Hasta escribirlo de forma hipotética me parece violento e inapropiado. La respetable revista Cambio jamás legitimaría un discurso como ese permitiendo su publicación y tratando del tema como si fueran diferencias conceptuales, o peor, ¡falta de sentido del humor! Porque no, no todas las opiniones son válidas ni valiosas en una democracia, algunas, como estas, son sencillamente violentas y, sin embargo, se le da todo el espacio y se le hace reverencia a un necio que arrogantemente se lanza -de forma sistemática, porque no nos suelta el brazo- a criticar al feminismo al tiempo que anuncia que ni le interesa informarse sobre nuestras luchas, o nuestra historia, y mucho menos escucharnos a las feministas.
Las lágrimas de los machos toman siempre el mismo cauce: las críticas de las feministas “me achantan, me acomplejan, me acallan”. “¡Me censuran!” gritan desde la tribuna de la columna más leída de la semana. Mientras tanto, la estigmatización de su discurso sí censura feministas y la violencia física ha callado a muchas mujeres para siempre. Y sí, llegó el punto de este debate que más odiamos las feministas: cuando nos toca empezar a contar a las muertas. Porque a un ceñoro le parece que sentirse “achantado” por las críticas es equivalente a que nuestras vidas en el patriarcado sean desechables. Una muerta, mil muertas, millones de muertas. ¿Cuántas muertas se necesitan para que entiendas que esto no es un berrinche sino un reclamo por el reconocimiento de nuestra humanidad?
Si estos dinosaurios se sienten perseguidos es porque durante décadas simplemente recitaban sus ideas frente al espejo. Si mucho las discutían con sus amigos, sus pares, otros hombres iguales que ellos en el bar, en el club y otros espacios, para el onanismo intelectual. En las últimas décadas lo que ha pasado es que el periodismo ya no es una conversación de una sola vía, ahora las audiencias, las mujeres, contestan, critican, opinan. Esta conversación está ocurriendo así el patriarca le suba el volumen al partido en el televisor. Pasa que las mujeres, las personas racializadas, la comunidad LGTBIQ+, las minorías, tenemos por primera vez un lugar en el debate público y los ceñoros perdieron el monopolio absoluto de la palabra. No es que ahora “no se pueda decir nada”, es que antes podían hablar sin que les contestáramos. Y no es que ahora nos “deliquemos”. Siempre nos dolió, siempre nos enfureció, nunca estuvo bien, siempre fue una mierda, pero solo hasta ahora tenemos los medios para decírtelo en la cara.