Fulvia Edi Chunganá, una caucana de 58 años, fue víctima de violencia sexual en medio del conflicto armado y en su hogar. En 2017, por sugerencia de una psicóloga, decidió escribir su testimonio y lo tituló “La historia de mi vida”. Este texto reúne apartados de su relato y de algunas de las entrevistas que ha tenido con la periodista Jimena Martínez Argüello los últimos 5 años. Con su propia voz, Fulvia decide qué y cómo contar su experiencia y hace un llamado a la sociedad a actuar frente a los abusos contra la mujer.
Hoy le voy a contar parte de mi historia, esa que marcó mi cuerpo, y cómo comencé a trabajar por los derechos de las mujeres del Cauca y de todo el país.
La verdad de mi primer periodo
La última vez que mi madre me castigó fue cuando me llegó mi primer periodo. Tenía 14 años y no sabía por qué estaba sangrando. Le hice señas a mi mamá, pero ella se enojó y me pegó. Como pude me solté y salí corriendo; estaba asustadísima. Mi tía Rafaela me oyó gritar y se acercó a consolarme.
—Mita Rafaela, ¿por qué mi mamá me odia tanto? —le pregunté, a la orilla de una carretera de El Tambo, en el Cauca—. A mí me pega más que a mis hermanos y eso que yo le ayudo a cuidarlos.
—Mija, usted ya es una señorita y tiene que saber algo— susurró mientras se le aguaban los ojos—. El compa Segundo no es su papá.
—¿Cómo así?
—A mi hermanita Olga la violaron varias veces cuando era joven y solo me di cuenta hasta que usted nació.
Salí corriendo y fui a pelearle a mi mamá. Ella lloraba y lloraba y yo no paraba de gritar. Unas horas después, mi papá llegó del trabajo y me regañó. Me preguntó que por qué no respetaba a mi mamá y yo le dije que no se metiera, que él no era mi papá.
Salí corriendo y me subí a un palo de guamas muy alto. Al lado mío estaban unas avispas y sin darme cuenta las molesté. Me picaron por todo el cuerpo, y tuvimos que ir al puesto de salud para que me sacaran los aguijones. Al regreso, mi papá me contó todo lo que mi mamá había sufrido por la maldad de algunos hombres y porqué yo era diferente de mis hermanos, porqué solo yo tenía el pelo negro y rizado.
Creo que después de ese momento se fue el miedo y nació un amor muy grande por mi madre. Tengo sus ojos cafés y su don de gente. Va a cumplir 88 años y la admiro mucho. Sacó a sus cuatro hijos adelante sin importar las dificultades que tuvo por ser sordomuda y vivir en medio del conflicto armado.
La época más violenta en el Cauca se vivió entre 1993 y 2016. Según el Registro Único de Víctimas, el conflicto armado dejó 473.533 víctimas, y los municipios más afectados fueron los del norte del departamento, tal y como sucede hoy en día.
Después de la firma del acuerdo de paz con las Farc, la desigualdad, el incumplimiento de los acuerdos con las comunidades, la poca presencia del Estado, la minería ilegal y la lucha por el control de las rutas del narcotráfico han intensificado los enfrentamientos entre los actores del conflicto, como dice la Comisión de la verdad.
Los ataques aumentaron hace dos meses, al igual que el reclutamiento de menores, el secuestro y los asesinatos. Dicen que hay más de 10 grupos armados en el departamento. Los habitantes del norte del Cauca viven en medio del fuego cruzado todos los días y en Popayán convivimos con la zozobra de no saber con quién se puede hablar. Incluso, por los lados de la carretera Panamericana, las personas prefieren no salir de sus casas después de las 5 de la tarde y cierran hasta las gasolinerías.
Marcas en mi cuerpo
A los 19, yo también me convertí en mamá, pero el niño murió a los pocos días de nacido. Dos años después, nació mi primera hija y a los 24 volví a quedar embarazada. Vivíamos con mis papás, pero mi compañero consiguió un trabajo de construcción en el corregimiento La Romelia, en el municipio de El Tambo, así que nos fuimos para allá. Para nosotros era normal que la guerrilla estuviera en las calles. Ellos decían que nos cuidaban, pero solo le sabíamos el nombre al comandante Sandino, el único que se presentaba.
Un día, los del octavo frente bajaron al pueblo. Yo tenía casi 4 meses de embarazo, y la niña mayor se había quedado con mis papás. Estaba en la cocina lavando una cebolla para el almuerzo, y, por la parte de atrás, entraron tres guerrilleros de las Farc. Uno de ellos me saludó y pidió agua hervida. Le dije que no tenía y le ofrecí café. Luego me siguió, me tiró al suelo y me apuntó a la cara con un fusil.
Afuera había bulla. Estaban cantando “Pueblo unido jamás será vencido”, mientras celebraban la inauguración de un puesto de salud. Yo le suplicaba a ese señor que no me hiciera nada, que estaba embarazada, pero a él no le importó.
Me dio vómito. Me bañé. Lloré mucho. No sabía qué hacer. Pensé que entrarían los otros guerrilleros y entonces me fui para donde una amiga. No sé cómo se dio cuenta, pero me dijo: “No vaya a decir nada, mija, porque esto está muy peligroso”.
Eso no pasó conmigo no más. A principios de los 90, se sabía que muchas mujeres fueron víctimas de violencia sexual por parte de las Farc en el Cauca, pero la gente pensaba “eso no es conmigo” o “quién sabe en dónde andaría”. Meses antes de lo que me pasó, escuchamos que habían violado a una de mis vecinas —claro que en ese tiempo se decía que le habían hecho vaca—. Ella los denunció y por eso le mataron al papá y a los hermanos y violaron a las hermanas. Por eso es que en esas épocas operaba la ley del silencio.
Decidimos desplazarnos a Popayán. Estaba muy enferma, así que me llevaron al hospital y terminé aislada. Dijeron que tenía una enfermedad de transmisión sexual y estuve internada casi un mes. La orden era hacerme un aborto, pero mi tía no lo permitió y yo estuve de acuerdo con ella. Cuando llegué a la casa, me alejé de todo el mundo y sentía vergüenza de que la gente se diera cuenta. La esperanza llegó, contra todo pronóstico, a inicios de 1991: nació mi segunda hija, mi milagro de Dios, como yo le digo.
Esa enfermedad me dejó muchas consecuencias. Mi marido se alejó de mí porque yo no quería tener relaciones, pero él no sabía lo que había pasado. Sin embargo, volvimos y, casi cinco años después, nació mi otro hijo, pero la relación no estaba bien y recibía maltratos. Lo dejé a los dos años y empecé a trabajar en una trilladora, mientras mi familia me cuidaba a los niños.
Con el tiempo, me volví a enamorar y me casé por lo civil el 9 del 9 de 1999. Con mi exesposo, tuve a mi hija menor y fui muy feliz. Trabajábamos de domingo a domingo en nuestro restaurante, y estaba tranquila porque me acompañaba, pero él no se sentía igual.
Para qué le digo mentiras: de los 15 años que vivimos juntos, los 13 primeros fueron muy lindos. Durante últimos 2 años, el negocio y la casa empezaron a ir de para atrás, y me endeudé. El 31 de diciembre del 2012, mi esposo me confesó que tenía otra mujer. Me dijo que yo lo estaba secando, que estaba gorda. Decidí dejar el negocio tirado y recuperar mi hogar, pero solo recibía maltrato, desprecio, humillación.
El 4 de diciembre de 2013 me dijo: “Te voy a hacer algo pa que me cojás rabia”. Esa noche, llegó tomado, y subimos a la habitación. Creí que me buscaba como su esposa, pero no fue así. Me violó. Después de que se fue, yo no sabía qué dolía más si mi cuerpo o mi alma.
En el hospital, no quise decir quién me había hecho tanto daño. El médico que me atendió fue muy amable y llegó con una psicóloga, pero les pedí que por favor me dejaran ir. Tenía miedo y mucho dolor en mi corazón, en mi ser como mujer. No podía creer que el hombre que había amado como a nadie me hubiera hecho eso.
Cuando me pasa eso en la casa, mi experiencia es otra cosa. Era el dolor de saber que yo lo quería tanto y de preguntarme cómo pudo hacer eso. Se metieron con mi cuerpo, pero, con el tiempo, me di cuenta de que muchas mujeres también habían pasado por lo mismo. En los encuentros con excombatientes, uno llora y llora y no sabe si a ellos les importa nuestro dolor. Sin embargo, antes de señalarlos, hay que preguntarnos por el contexto de los firmantes del acuerdo. No es darles la razón, es entender cómo fueron las dinámicas de la guerra.
Según el Registro Único de Víctimas, entre 1985 y 2020, se reconocieron a 32.092 víctimas de violencia sexual en medio del conflicto armado. El 91 % de ellas éramos niñas, adolescentes y mujeres. Dicen que la violencia sexual fue posible en la guerra porque se unió la presencia de grupos armados con los mandatos patriarcales que ya existían en la sociedad.
No los justifico, pero me di cuenta de que incluso la persona que más amaba podía llegar a hacerme daño. Cuando a mí me pasó en la casa, tuve un dolor que ni yo misma podía describir. En algún momento alguien me dijo: “Pero cómo que una violación si él era su marido. Era su deber estar con él”. Pero no, no es así. Una cosa es tener relaciones porque uno quiere y otra es que lo obliguen a uno salvajemente.
Mi camino para contar lo que pasó
Nunca había hablado de la violación. Era mi secreto. Todos sabían que era desplazada por las Farc, pero nada más. Solo contaba que mi mamá había sido víctima de violencia sexual. Eso sí que lo ventilé. Qué pecadito. Pero por la mente no se me pasaba contar nada de lo mío.
Sin saberlo, inicié mi proceso de sanación en el 2013. Una amiga me invitó a un diplomado de Acompañamiento psicosocial en Bogotá. En medio de los talleres, conocí a Flor Alba, de Medellín, una lideresa que hacía parte de la corporación Mujer sigue mis pasos y que luego se unió a la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales junto con otras mujeres. A los pocos días, conocí a otra de las lideresas de la red, y me invitaron a ser parte del grupo.
Como parte de mis tareas, busqué a algunas mujeres víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto armado que quisiera denunciar su caso en medio de un ambiente seguro. Logré encontrar a 48 mujeres caucanas, y, a mediados de 2015, nos reunimos para declarar lo que nos había pasado. El día de la denuncia, la funcionaria de la Fiscalía me preguntó:
—¿Y si tuvo esa enfermedad?
—Sí, señora.
—¿Y si le piden a usted la copia de la historia, usted autoriza?
—Sí, señora, yo tengo la historia de la hospitalización y de la enfermedad.
—¿Y usted pa que se pone a contar eso si fue hace mucho tiempo? Yo pensé que eso había sido en estos días.
—Pues yo nunca pensé contarlo —le dije—, pero por eso vinimos. Queremos denunciar para que esto no siga pasando.
—Pues yo le anoto, pero, pues… yo no sé cuál será el objetivo.
Después de la denuncia, supe que necesitaba defender los derechos de las mujeres. Empecé a trabajar para visibilizar la violencia sexual de la mano de Pilar Rueda. Ella me enseñó muchísimo y me dio la oportunidad de ser socia fundadora de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, una organización que agrupaba a más de 600 mujeres, de 9 departamentos del territorio colombiano, víctimas de violencia sexual en medio del conflicto armado.
A finales de 2016, Pilar Rueda me ofreció viajar a Bogotá para ser una de las dos coordinadoras nacionales de la red. Acepté el reto y trabajé desde el amor y el respeto. Aprendí que una cosa es la teoría, o lo que le enseñan a uno, y otra la experiencia de la vida, y esa es la que me ha formado desde el dolor. Con el apoyo que recibí, me convertí en defensora de los derechos humanos y en orientadora de talleres para las mujeres que pasaron por esta experiencia.
Aunque yo podía hablar sobre la violación con muchas mujeres y en diferentes lugares, nadie de mi familia sabía lo que me había pasado. Mis hijos supieron hasta unos días antes del Día de la Madre del 2018. Había ido de visita a Popayán, y mis hijas estaban bravísimas conmigo por un problema terrible que tuvimos con un vecino. Recuerdo que me hablaron feísimo, no aguanté más y les dije:
—¡Se sientan y ya no más! Les voy a contar algo que nadie de esta familia sabe.
—¡Ah! ¡Usted y sus charlas, mamá! —respondió una de ellas.
Les conté lo que me había pasado. Hubo un silencio de esos que lo hacen sentir a uno muerto. Yo no quería que me dijeran nada, ni que me abrazaran y me encerré a llorar, porque no entendía cómo me podían tratar así. Mis hijas me golpeaban la puerta y yo les decía “No me jodan” y eso que tenía una orinada terrible.
La verdad es que no quería mirarlos a los ojos. Me sentía avergonzada. Imagínese: yo ya hablaba en Bogotá de todo lo que me había pasado, pero ellos no sabían nada. Yo no sé por qué me daba pena, si yo no era la culpable. Por la tarde, me pidieron perdón, lloramos un rato y comimos juntos. Me dijeron que me amaban y querían que yo fuera feliz. A los pocos días, también lo supo el resto de mi familia.
¿Sabe cuándo me sentí mejor? Cuando participé en la Cátedra del perdón y la reconciliación de Sandra Ruiz, en la iglesia Casa sobre la roca, y en la obra Fragmentos. El expresidente Juan Manuel Santos le pidió a Doris Salcedo una obra construida con las 60 toneladas de armas que entregaron las Farc en 2017. Por esos días, la red invitó a esta artista a una de nuestras jornadas de denuncia en Nariño y, después de escucharnos, decidió hacer el contra monumento con el apoyo de mujeres del Meta, Popayán, Soacha, Antioquía y del Cauca.
A inicios de 2018, durante dos días, nos entregaron láminas de acero de 60 x 60 centímetros para que las arrugáramos con una maceta. Nos dieron audífonos, guantes y tapabocas y empezamos a martillar. Recuerdo que el sonido se parecía al de las balaceras que escuchábamos en el Cauca. Sin darme cuenta, le di muy duro a una lámina y la doblé como cuando uno dobla una hoja sin querer. Estaba tratando de alisarla para arreglarla, pero Doris Salcedo llegó y me dijo: “Déjala así. En la guerra, las mujeres fueron rotas y no puedes remendarlas”. Esos días, me desahogué de tanta rabia que todavía tenía guardada. Recordé lo que pasó y lo dejé en las láminas. Esas armas ya no van a estar por encima de la mujer, sino a sus pies y fundidas para contar una historia diferente.
El clamor de las Tamboreras del Cauca
En junio de 2019, decidí regresar a Popayán. Cuando llegué, retomé las reuniones con mis compañeras de base, con Las Tamboreras del Cauca. Hace 9 años, la organización Blumont, que antes se llamaba IRD, nos invitó a hacer una memoria colectiva diferente. Durante una semana, 43 mujeres caucanas nos reunimos para construir tambores con piel de búfalo y contar nuestra experiencia a través de una obra que nosotras mismas escribimos.
La obra de teatro se llama “Tambores que claman, cuerpos que expresan hilos de vida” y tiene cinco puestas en escena: el nacimiento, el caos, la transición, la medicina interna y el linaje. En cada presentación, empezamos vestidas de negro para simbolizar lo que nos pasó, el miedo a denunciar, la pena que sentíamos de que los demás se enteraran. Con el pasar del tiempo, nos quitamos la coraza y lo demostramos en escena cambiando de vestuario. Debajo de nuestro vestido negro, tenemos un vestido blanco. Así que, en medio de la obra, tiramos la ropa negra al suelo y la pisamos. Danzamos sobre nuestro pasado, mostramos el antes y el después en la vida de las mujeres y, a la vez, tocamos nuestros tambores y recitamos cantos sanadores.
La canción que más me gusta de la obra es la de “Floritura hermosa” que dice:
“Vientre sagrado/ centro de poder/ tú que guardas las memorias de todo el ayer/ limpia mi pasado/ vuelvo a renacer/ floritura hermosa ábrete al placer./ ¡Hey!”
Mientras estuve en Bogotá, Gloria Medina se convirtió en la líder del grupo. A ella me le quito el sombrero. Sacaron la personería jurídica de las tamboreras, se organizaron como junta y gestionaron una oficina con lo necesario para trabajar.
En octubre de 2018, presentamos la obra en la Universidad de los Andes y, en 2019, viajamos a Cartagena para participar en el encuentro “Mi cuerpo dice la verdad” de la Comisión de la Verdad. En ese año, también tuvimos la oportunidad de organizarnos a nivel nacional y crear Alíate, la Alianza Territorial de Mujeres, con otras víctimas de violencia sexual en medio del conflicto armado. Estamos presentes en el Valle del Cauca, Cauca, Nariño, Putumayo, Huila, Meta, Caquetá y Norte de Santander.
Para los inicios de 2021, nos volvimos a ver presencialmente con las tamboreras y, en abril, todas votaron para que yo fuera la nueva presidenta. Fue un reconocimiento por el cual me siento muy agradecida. Entre 2022 y 2023, trabajamos en dos proyectos con el apoyo de la OIM, la Organización Internacional para las Migraciones, para acompañar el proceso de sanación a través del arte de algunas mujeres del municipio de Santander de Quilichao, en el Cauca.
En mayo de 2024, inauguramos con nuestra obra la II Conferencia Internacional de Justicia Transicional Restaurativa de la JEP en Bogotá. Para nosotras, estos encuentros son importantes porque tenemos muy pocas oportunidades de visibilizar nuestra labor.
Ahora, estamos organizando convenios con un par de entidades. La idea es contribuir a la recuperación de la mayor cantidad de mujeres. Sin embargo, en el Cauca, el liderazgo cada día es más peligroso y, mes a mes, más tamboreras abandonan el grupo. Aún resistimos 15 mujeres.
Hay que decir las cosas como son
La tranquilidad llega con el tiempo y con la ayuda de otros. Uno no logra esto solo. Me sirvió contar mi historia, hablar con otras víctimas y trabajar para ellas. También me ayudó estudiar y participar en todas las oportunidades que se me presentaron. Yo digo que parezco carro viejo: ando de taller en taller. Terminé mi bachillerato con el Instituto Bolivariano de Soacha, en Bogotá, y el Instituto Superior de Educación Social me reconoció como Técnica profesional en Promoción social.
Mi corazón sanó. En mí ya no hay resentimiento ni de un lado ni del otro. Aunque, la verdad, le digo: yo perdono, pero no olvido. Eso no se olvida fácil y creo que no se debería olvidar. La violencia sexual es como un iceberg. Se habla de lo que se ve, pero es el fondo el que hace más daño: la secuela: una enfermedad, el señalamiento, la relación con la familia, el problema psicológico, lo difícil que es volver a confiar en los hombres. El recuerdo de la violación viene siendo como la cicatriz que tengo de la cesárea: ahí la tengo, ya no me duele, pero ahí la tengo. Es un recuerdo vivo.
A mí ya no me da vergüenza lo que me pasó. No me da vergüenza porque yo no fui la culpable, fueron ellos los que se metieron con mi cuerpo. El contexto del conflicto armado y la sociedad civil es el mismo y es una muestra de la necesidad de reformular las creencias que hacen ver al cuerpo y a la identidad de la mujer como medios para expresar el poder.
En abril, invitaron a las Tamboreras del Cauca a la inauguración de la VI Mesa de Prevención de feminicidios y Atención a mujeres víctimas de violencias letales, en Popayán y con la vicepresidenta Francia Márquez. Durante el evento, mencionaron que el caso del Cauca es preocupante. En 2023, se denunciaron 473 presuntos delitos sexuales y, de ellos, 346 fueron en contra de niñas. Y, según Medicina Legal, para 2023, se reconocieron 18.471 presuntos casos en Colombia. En este conteo hay que tener en cuenta el subregistro que existe, ya que la mayoría de las víctimas no denuncian.
Creo que hay que decir las cosas como son. La violencia sexual está sobre todo en los lugares protectores y los que nos hacen daño suelen ser los más cercanos. Lastimosamente, yo creo que la sociedad ha sido cómplice. Nos damos cuenta de lo que sucede generación tras generación y callamos. A veces, algunas logramos denunciar, pero los hombres no se interesan en esta conversación e incluso nos llaman exageradas.
Todas las personas tienen que ser partícipes de la solución de este problema. Debemos actuar frente a los factores que han llevado a que algunas mujeres tengan una vida sin esperanza. Además, necesitamos una política pública que exija pedagogía frente a la violencia sexual, sin disfrazar palabras y que muestre la realidad tal y como es, tanto en los colegios como en las universidades.
Hay que cambiar las ideas que algunos tienen de la violencia sexual en el hogar, pero también la forma de hacer justicia. De qué sirve que cojan al victimario o no, si se olvidan de la mujer que sufrió en su propio cuerpo; a ella no se le presta atención. Hay algo que está cojo en la justicia.
Las que trabajamos por esta causa buscamos que las mujeres tengan una reparación integral: en la salud, en lo psicológico, en la educación, en la asesoría para conseguir un trabajo. Ahí ya habría una justicia competa. La idea es que podamos vivir bien y tener una vida tranquila, a pesar de lo que haya sucedido.
Quizá se pregunte por qué cuento estas vivencias. Quiero que mi voz se extienda y motive a muchas mujeres que aún no han roto el silencio. Antes me preguntaba por qué no saqué fuerzas y hablé o pedí ayuda para sobrellevar lo que me pasó hace más de 30 años. Con el tiempo, me di cuenta de que el miedo, la vergüenza y las creencias hicieron que guardara silencio.
Sé que soy producto de un pasado, pero no soy prisionera de él. Hoy sé que lo que no se habla, lo que no se escribe, no existe para los demás. Por eso, escribir mi historia ha sido un ejercicio de resignificación para mí misma: soy mi orgullo y soy resistencia.