Una vez más, bolsas negras fueron extendidas a manera de techos en el Parque Nacional de Bogotá. Buscan proteger, nuevamente, un campamento improvisado que ha sido ocupado por algo más de 100 personas, de acuerdo con las cifras del Distrito. Sin embargo, algunos activistas de organizaciones defensoras de derechos humanos que han visitado el campamento aseguran que el nuevo asentamiento reúne a más de 300 personas. Todos son indígenas, principalmente emberá katío y emberá chamí, que desde hace más de dos años han solicitado ser atendidos por las autoridades nacionales.
El regreso al parque, que queda ubicado en plena Carrera Séptima, una de las más concurridas de la ciudad de Bogotá, es una nueva manifestación para insistir sobre lo mismo que han pedido desde que llegaron por primera vez: ser atendidos y tener condiciones dignas para sus vidas después de haber salido desplazados de sus tierras por causa de la violencia.
Sin embargo, las peticiones no han sido escuchadas. Al menos, eso es lo que aseguran los líderes de este nuevo grupo, quienes denuncian que tuvieron que irse de los albergues temporales de la Rioja y la Florida en los que habían sido reubicados por vivir hacinados, sin salud, sin servicios y con una alimentación precaria. Se fueron porque no podían vivir más allí.
Esta no es la primera vez que el grupo indígena se manifiesta solicitando una atención certera. De hecho, desde que llegaron, han sido protagonistas de, al menos, cuatro tomas a edificios y parques. Algunas de ellas han terminado en disturbios y represión por parte de los entes estatales.
Aunque las condiciones en la ciudad son como mínimo precarias, para muchos regresar a sus tierras no es una opción. La escalada del conflicto armado y el dominio por parte de los grupos armados ilegales, sumado a la falta de atención estatal y a la falta de recursos mínimos como servicio eléctrico, o incluso de agua potable, lleva a que muchas comunidades sólo puedan sobrevivir en regiones como el Atrato bajo y medio, en el Departamento del Chocó.
Pero las condiciones son peores para las mujeres y niños que hacen parte de estas situaciones: “Acá somos nosotras las que terminamos en medio de todo el problema porque, por un lado, nos hacinan y por el otro nos agreden. Si vivimos acá estamos sometidas, pero si regresamos a nuestros territorios tampoco estamos seguras”, asegura Diana*, una joven indígena cuyo nombre ha sido modificado para su protección.
Primero estuvo el Parque
El 80 por ciento de los nuevos ocupantes del Parque Nacional, que en realidad se desprendieron del grupo que ya había ocupado el parque meses atrás, son niños, niñas y adolescentes. Eso, sumado a un grupo grande de mujeres, según un censo organizado por el Distrito que pretende caracterizarlos para, una vez más, determinar cómo les brindarán atención.
La primera toma del Parque Nacional ocurrió dos años atrás, a mitad de 2021. Entonces, fueron más de 1.500 indígenas de distintos pueblos los que se tomaron el parque. Pedían atención al gobierno, en ese momento aún en cabeza de Iván Duque, y de la alcaldesa Claudia López. Aseguraban haber llegado desplazados por la creciente violencia que se había tomado sus tierras y porque, varios de ellos, habían salido amenazados por la expansión de grupos armados ilegales, principalmente las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
Por parte del gobierno nacional no hubo respuesta. Esto, pese a que otros grupos de indígenas terminaron llegando, también desplazados, hasta Cali y Medellín. La situación fue atendida entonces por autoridades locales, cuya única herramienta fue reubicar a las poblaciones en albergues y centros de atención temporal. En Bogotá, eso fue lo que ocurrió.
La vida en el Parque era insostenible: fueron más de siete meses de vivir intentando abrigarse con bolsas de basura y maderos viejos, bañándose en un riachuelo contaminado en la parte alta del Parque y a duras penas alimentándose con ollas comunitarias que debían alcanzar para las más de 1.500 personas que habitaban allí. Esto, sin contar las múltiples inundaciones, la noche en que una jóven embera que estaba embarazada fue atropellada, y los varios enfrentamientos con la UNDMO –que por aquel entonces aún se llamaba ESMAD– que dejaba a múltiples indígenas heridos y sin atención médica.
Para Diana*, el día a día estando en la capital consistía en levantarse temprano cada mañana para alistar a los niños, alistarse ella, comer alguna colada que preparaban entre todas las mujeres en una olla grande, servirle a los hombres y después salir ella, junto con otras mujeres y un grupo de niños, a intentar reunir algunas monedas en la calle. Podían pasar horas bailando, o intentando vender artesanías, siempre y cuando no las sacara corriendo la Policía.
“Los hombres no salían con nosotras. Eran muy pocos los que sí. Ellos se quedaban en el parque o en el albergue esperando a que les lleváramos lo que lográbamos hacer vendiendo las artesanías o bailando. Algunos incluso nos obligaban a trabajar haciendo aseos en casas, que porque ahí pagaban mejor, pero al final se quedaban ellos con todo el dinero y al final, muchas veces, ni siquiera nos dejaban dinero para comprar pañales para nuestros hijos”, señala Diana.
Luego de que al menos cuatro niños hubieran fallecido por las pésimas condiciones de salubridad bajo las que vivían en los albergues –el último de ellos falleció por una grave complicación respiratoria en febrero de este año, cuando apenas tenía un mes y 23 días de nacido–, las autoridades distritales los ubicaron en dos albergues. Uno, fue La Rioja, en la localidad Antonio Nariño al sur de la ciudad; el otro en el Parque La Florida, por la salida occidental de Bogotá.
En aquel momento, tanto las autoridades distritales, como las nacionales, les aseguraron que priorizarían la reubicación y el regreso a sus tierras. Esto, porque ninguno de los dos albergues tenía la capacidad suficiente, ni tampoco las condiciones mínimas, para que habitaran tantas personas por mucho tiempo. Pero, llegó octubre de 2023 y las condiciones se mantuvieron iguales.
“El albergue temporal era únicamente por 25 días. La comunidad ha estado acá desde mayo de este año”, aseguró Jairo Montañez, el coordinador técnico de las autoridades indígenas Bakatá a Canal Capital. Eso ocurrió en octubre de 2022, un día después de que los emberá intentaran, una vez más, recibir respuesta a sus peticiones al tomarse el edificio Avianca, en pleno centro de la ciudad.
Así fue: en La Rioja las condiciones eran insostenibles. Montañez aseguró que en La Rioja debían dormir 180 personas en una sola habitación. No tenían acceso a camas, colchones o colchonetas. Tampoco a cobijas. La ropa permanecía húmeda y la comida era escasa.
Ese mismo testimonio lo dieron otros integrantes de la comunidad que permanecían en La Rioja. Y, también, quienes permanecían en La Florida. Allá, se sumaba otro problema y era que los servicios básicos estaban limitados. Por ello, los indígenas intentaron hacer otra toma para llamar la atención, una vez más, sobre las condiciones que estaban enfrentando. Todo terminó en disturbios cuando intentaron entrar al edificio Avianca, en pleno centro de la ciudad.
Desde entonces, hasta hoy, las condiciones no han cambiado. De hecho, el grupo que decidió reasentarse en el Parque Nacional, asegura a través de sus voceros que cada día las condiciones eran mucho peores en el albergue. La Unidad de Víctimas afirma que están acompañando el caso, sin embargo, insisten con que la resolución de todo depende del Distrito.
Pero, desde la Unidad para la atención de víctimas del Distrito, aseguran que no tienen la capacidad de respuesta para dar atención a tantas personas y que, por lo mismo, requieren ayuda. En repetidas ocasiones han solicitado más recursos y ayuda para la atención de los embera. Además, señalan que lo ideal sería devolver a las personas a los territorios de los que fueron desplazados. Pero, para los indígenas, esta no es una opción.
La responsabilidad sobre quién debe responder continúa rodando entre las autoridades. Para Diana*, las condiciones han sido incluso más difíciles para ella y para sus compañeras: no sólo han sido sometidas a condiciones de vida precarias y a la falta de respuesta estatal. Además, señala, son víctimas de sus propios compañeros.
Las mujeres emberá: entre huir o quedarse
Diana* tuvo que huir, o exiliarse de su propia comunidad. Lo hizo por varios motivos: el primero, no sentirse cuidada ni en el Parque, ni tampoco en los albergues. “Es que no había forma de vivir en ninguno de los dos. Nosotros estamos acostumbrados al río, a caminar por donde queramos, a cultivar nuestra comida. Allá era estar todos metidos en una sola pieza y lo poco que podíamos producir era muchas veces utilizado para cosas que no ayudaban a la comunidad entera, sino sólo a unos pocos”, asegura.
Ella habla desde la distancia. Por una llamada que por momentos se entrecorta, pues la señal celular en el sitio donde vive ahora, metido en una de las vertientes del río Atrato, no permite una conexión estable. Allá, la vida es así: desconectada. Los servicios básicos no llegan.
No hay agua potable, mucho menos luz. Para salir desde su resguardo debe tomar una lancha, que se demora cuatro horas en alcanzar la cabecera municipal. Los servicios de salud son escasos y hay una sola escuela, a la que logran asistir sólo algunos de los niños de la comunidad.
Pero, para Diana, todo ha empezado a empeorar desde el 2021, cuando una fuerte escalada de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) empezó a avanzar por todo el Atrato. Desde entonces, el río quedó restringido a la voluntad de los armados, quienes otorgan los permisos, esporádicos, a quienes pueden transitarlo. Las patrullas armadas vigilan el río y tienen infiltrados en cada una de las comunidades que rodea el río.
Para enfrentarlos, los grupos del ELN que aún sobreviven en la zona han minado los caminos y las montañas, con cientos de minas antipersona, que han terminado por confinar a los habitantes de estos pueblos a sus territorios.
Desde esa época, hasta hoy, el control territorial se ha mantenido agudizado. Cada cierto tiempo vuelven a empeorar las condiciones y eso, al final, ha causado que las personas deban o bien quedarse en sus tierras y morir por la desnutrición, o irse para ser sometidos en las capitales del país.
Aunque las consecuencias de la violencia son para todos, Diana asegura que las mujeres llevan la peor parte, porque deben vivir violencia que proviene, también, de sus compañeros: “Hubo un tiempo en el que fuimos las mujeres las que lideramos la defensa de nuestra comunidad. Pero, ahora, ¿con qué fuerza vamos a defendernos, si son nuestros propios compañeros los que nos atacan?”, asegura.
Ella y otro grupo de lideresas han llevado un conteo de las violencias basadas en género (VBG) que han tenido que enfrentar desde sus territorios. Hasta la fecha, han podido registrar 14 tipos diferentes de VBG. Tres feminicidios; dos amenazas; cuatro casos de trata de personas; diez casos de explotación laboral a menores de edad; tres denuncias formales de acceso carnal violento y 14 casos de violencia intrafamiliar. Ninguno de los casos ha sido atendido por las autoridades.
“En mi comunidad hay mutilaciones, latigazos, golpizas e insultos hacia las mujeres. En algunas ocasiones, incluso se escudan en la justicia especial Indígena para justificar la forma en que nos tratan. Pero nosotras sabemos que nada lo justifica y que esto solo se trata de violencia machista en nuestra contra”, asegura ella. Esto mismo se extendió a las ciudades.
Para ella, las condiciones no eran sostenibles en la capital porque, a esto, se sumaban los constantes abusos por parte de las autoridades, las persecuciones a manos de la Policía y las amenazas de quienes no querían verlas en las calles: “De todo lado nos sacaban corriendo. En todo lado terminamos teniendo que correr porque no hay un espacio para nosotras”.
Quisiera ayudar pero no sé cómo. Podrían indicarme comí ayudar?