
En el colegio, escondía una copia prestada de Crepúsculo entre el libro de texto y el cuaderno durante la clase de matemáticas. Leer sobre vampiros con crisis de pureza mientras el profesor borraba la pizarra para dar paso a la clase de biología era mi pequeño acto de resistencia. Era una alumna “inteligente”, o al menos así me habían calificado los adultos. Pero nada en las fórmulas algebraicas ni en el discurso rimbombante sobre células lograba competir con la estética de esos vampiros que brillaban al sol y las muchachas que los amaban con fervor virginal.
Las clases de seminario mormón antes del amanecer me habían vuelto experta en fingir atención. Tal vez por eso Crepúsculo me parecía tan lógico. Era, después de todo, un universo en el que el insomnio, la castidad y la culpa eran virtudes espirituales. En ese momento, no entendía que los vampiros confederados fueran algo más que un detalle narrativo. Para mí, era una coincidencia graciosa que una escritora mormona (como yo) se dedicara a escribir sobre demonios chupasangres. La verdad es que no había ironía alguna. La estructura misma de su imaginación (cis, blanca, de clase media, moldeada por un credo que romantiza el colonialismo) dictaba que los vampiros fueran blancos y los hombres lobo, Quileute. Hay monstruos en todas partes y casi siempre trabajan para alguien.
Los vampiros son criaturas literarias con historia. Ahí tenemos a Drácula, el vampiro más famoso. Pero en la obra homónima, el conde no era un galán torturado ni un novio inmortal, sino un monstruo extranjero, invasor, un cuerpo con aroma a amenaza para la pureza del Imperio Británico. Un síntoma del pánico colonial.
Drácula era una historia de contagio. Su mordida era una metáfora de la degeneración, del mestizaje, del deseo racializado. El miedo a la otredad disfrazado de terror gótico (The Gothic, Postcolonialism and Otherness, por Tabish Khair). Un siglo más tarde, Crepúsculo transformó a ese monstruo en un ideal romántico. El vampiro ya no invadía Londres; se graduaba de un colegio gringo, conducía un Volvo y se abstenía de tener relaciones sexuales. Lo que ambos tenían en común, sin embargo, era la sed por la sangre de las mujeres.
Lo que en su momento percibí como entretenimiento romántico era, en realidad, una maquinaria ideológica. La crítica literaria ya ha señalado que el vampiro contemporáneo no es una criatura de deseo, sino una figura de control. Si el vampiro victoriano de Bram Stoker encarnaba el miedo colonial al Otro, el vampiro de la era de Bush representó algo distinto: el adisciplinamiento de la feminidad en el orden neoliberal, la era de la guerra preventiva, del miedo exportado como política exterior. Un buen momento para volver a los monstruos.
No es casualidad que el resurgimiento de los vampiros coincidiera con la política de abstinencia promovida por el Estado, ni que su retorno a la nostalgia blanca y la moral familiar precediera al fin de Roe v. Wade. Todo forma parte del mismo relato en el que el cuerpo femenino es propiedad pública, un territorio de disputa. La cultura vampírica no predice la política, la prepara. Cada película, cada novela, cada discurso sobre pureza contribuyen a reinstalar la idea de que el cuerpo de la mujer no le pertenece, sino que debe ser ofrecido en sacrificio a un poder mayor.
Bella, después de todo, se convierte en anfitriona de un feto que la consume desde adentro. Nadie llama a esto violencia. Lo llaman milagro, la culminación del amor verdadero, el gran sacrificio de un cuerpo adolescente desangrándose para traer al mundo una hija que casi la mata. Un evento que resume con precisión la fantasía cristiana sobre las mujeres: morir por dar vida, amar hasta la aniquilación.
No hablo solo del poder religioso. También del mediático, del estatal, del cultural. Hoy, los vampiros de verdad legislan desde los parlamentos y los consejos escolares. Cancelan programas nocturnos por hablar en contra de su favorito de turno (https://www.nytimes.com/es/2025/09/19/espanol/estados-unidos/jimmy-kimmel-trump.html) o reescriben la historia en los museos para ajustarla al relato nacionalista (https://www.newyorker.com/magazine/2025/04/14/at-the-smithsonian-donald-trump-takes-aim-at-history), y deciden qué cuerpos pueden cruzar las fronteras y cuáles deben ser devueltos.
La censura, en este contexto, es más sofisticada. Se ejecuta mediante la autocensura moral (cónchale, incluso en este artículo me estoy autocensurando; como migrante latinoamericana en Estados Unidos, hay cosas que no puedo llamar por su nombre, apellidos que no debería pronunciar, verdades que debo suavizar para seguir viva y escuchada (https://law.vanderbilt.edu/trump-immigration-actions/). A las mujeres se nos prohíbe hablar del cuerpo y, de hacerlo, se nos enseña a hacerlo con culpa y vergüenza. En la iglesia, lo llaman modestia. En Crepúsculo, amor. En la ley, protección.
Las feministas negras lo venimos advirtiendo desde hace décadas: el feminismo blanco que universaliza su experiencia mientras invisibiliza las jerarquías raciales que estructuran el género. La omisión no es ingenua. Es un método. Cuando las “hermanas” me piden no ser “divisiva” al mencionar la raza (https://volcanicas.com/y-para-quien-es-el-feminismo-una-conversacion-desde-la-diversidad/), están defendiendo un tipo de pureza también, una pureza discursiva que asegura su centralidad.
Podríamos rumiar sobre qué es ser mujer durante lo que queda del siglo, pero no querer mencionar la racialización como eje importante de la opresión es, también, censura. La pregunta, entonces, es a quién beneficia nuestro silencio, de quién es la sangre que se ofrece cada vez que el sistema necesita renovarse. Supongo que la pregunta se responde sola cuando tenemos un puñado de genocidios ocurriendo en la actualidad. Porque todo discurso sobre pureza, sea sexual, racial o ideológica, requiere una víctima. Siempre hay sangre que corre para mantener intacto el mito.
La genealogía del vampiro moderno nos recuerda que el terror se actualiza. Del miedo colonial pasamos al pánico moral; de la invasión extranjera a la amenaza uterina. Y mientras el monstruo metamorfosea, el hambre del sistema permanece, esa necesidad de alimentarse de nosotras, de nuestra culpa, de nuestro silencio.
Nos callan y luego nos “dan voz”, y como ya tenemos voz, ya hemos sido escuchadas. Pero toda voz otorgada es, por definición, revocable. No es más que una concesión temporal, una dádiva que puede retirarse con el próximo cambio de viento. Por eso seguimos escribiendo, hablando, filtrando grietas en el discurso. No para pedir espacio en la mesa, sino para desmantelarla. Peleamos con garras, con dientes, con la poca carne que nos queda, y aun así seguimos dentro del mismo cuerpo enfermo del sistema, uno que bebe de nosotras hasta el despojo, para luego ofrecernos en sacrificio, perfumadas, al altar del imperialismo. Nos llaman ovejas negras, terroristas, desviadas, ingobernables. Y quizá lo seamos. Pero al menos, en nuestra herejía, seguimos recordando lo que ellos intentan borrar: que toda revolución comienza con un cuerpo que se niega a morir en silencio.