
El Cerro del Cable en Bogotá se prende cada cuatro o cinco años. Los bomberos lo llaman un incendio histórico. La última vez fue durante un diciembre y en el operativo, una tanqueta se echó a rodar por uno de los abismos. Muchos lo recuerdan porque ese día perdieron a un compañero. En esa misma montaña se activó la segunda erupción de los cerros orientales esta semana. Los vecinos del barrio de la ladera Mariscal Sucre, dicen que antes, nunca habían sentido el fuego con tanta furia y temen que se les pueda venir encima en cualquier momento, por eso han decidido subir por sus propios medios a intentar apagar las llamas. El Cabildo Indígena Muisca Suba ha llegado hasta allí para hacer rituales que llamen a la lluvia. Hacen sonar un cuerno de concha justo al lado del Teniente Panqueva quien, desde abajo, vigila las descargas de agua de los helicópteros.
Desde el miércoles 24, cuando se supo que la montaña vecina a la Quebrada La Vieja también se había encendido, los bomberos se internaron día y noche para intentar apagar el incendio, aparentemente, más agresivo que el primero. En esa esquina del cerro, hay treinta y dos hombres y tres mujeres trabajando en turnos de doce horas, incluso más, ininterrumpidamente.

“Cuando comienzan a totiar los troncos uno se asusta pero es el susto del ruido, ya después se maneja.” – Diana Alejandra Chávez, Bogotá, 37 años. Madre. 1 año de bombera.
Ellos dicen que la dificultad de este, en particular, se debe a “la gran triada”: viento, topografía y clima. En ese punto de la montaña convergen las tres. Abismos, corrientes de aire que soplan sin descanso y por estos días, ni una gota de lluvia. Aún así, los bomberos han sido los únicos en extender su jornada 24 horas continuas porque temen que el fuego llegue hasta las torres de energía que están muy cerca.

“Llevamos 32 horas de servicio, en este punto el cuerpo está fundido. Dolor de cabeza, la comida ya no nos sabe.” Ronald Ayala, 42 y Oliver Osorio, 43, bogotanos. 13 años de bombero y 11 años de servicio.
No existe una táctica específica para detener un incendio cuando se va de copa, es decir, cuando el fuego sube hasta las copas de los árboles y se alcanza a ver la llama viva desde lejos. En este caso son pinos de hasta 6 metros de altura.
“Los pinos son aceite, por eso arden con más fuerza y más rápido que los árboles nativos”, dice el Teniente Panqueva. Bogotá está rodeada de árboles que fueron importados hace muchos años, como lo son las distintas especies de eucalipto que se ven por los senderos. En el caso de los pinos, las acículas, que son como flecos delicados que se desprenden de las ramas y se secan formando un colchón marrón, hacen que el calor de los incendios se concentre por debajo, cuando de la cima, caen los restos incinerados al suelo. Por eso, el primer día de incendio, los bomberos que entraron al bosque, lo hicieron con palas y rastrillos en la mano, machetes al cinto, para poder cavar, penetrar, abrir y llenar de agua la tierra caliente y las raíces que expanden los incendios de manera subterránea.
Hoy, después de tantas horas de calor en el Cerro del Cable, la vegetación ha perdido toda su humedad y está aún más dispuesta a quemarse. La alternativa más eficaz para frenar este incendio sería construir una barrera contra fuego talando decenas de árboles. Pero ese no es el camino que han tomado los bomberos. En cambio, se enfrentan con herramientas y mangueras para detener la candela.

“En este momento el 70% de los bomberos de Bogotá estamos en provisionalidad. Eso quiere decir que nos podemos ir en cualquier momento. Hace ocho días hice el examen para ver si ya me puedo quedar, por así decirlo, de planta. Yo creo que en general, nosotros podríamos estar mejor.” Juan Carlos Morea, Bogotá, 45 años. Padre. 15 años de bombero.
Sin embargo, para ninguno de ellos, la compensación económica que reciben por el trabajo que hacen, es justa. Salarios que oscilan entre los $2.500.000 y $3.000.000 y con contratos temporales que los mantienen en vilo. En Bogotá hay 700 bomberos y 400 de ellos son provisionales. Puede que su participación, a muchos, nos parezca invisible en el día a día de la ciudad, pero son fundamentales en todas las emergencias que se presentan a diario.

“A mi me encanta mi profesión y por eso le tengo tanto respeto al fuego. Pero aquí uno arriesga mucho: salud y hogar. El tiempo que se le entrega a esto no va a ser nunca compensable”. Cabo Néstor Cabanzo, Bogotá, 50 años. Padre. 10 años de bombero.
Abajo, la ciudad se siente ahumada, más caliente que de costumbre y algunas, en la ducha, expulsamos costras negras por la naríz. Los bomberos no han ido a sus casas desde que empezó la emergencia en el Cerro del Cable y sus pieles achicharradas no protestan por la incomodidad. Aunque nadie se podrá habituar nunca a la exposición prolongada al fuego, ellos deciden hacerlo por una convicción mayor a la económica. Sus labios cuarteados por el calor son solo una sensibilidad pasajera que permanece irrelevante frente al estado de conmoción que sienten de estar haciendo algo más grande que ellos mismos.

“En mi vida he apagado 70 incendios y siempre se siente algo de nervios, sobre todo por lo que le puedas pasar a los demás.” Cabo Jhon Chacón, Bogotá, 46 años. Padre. 24 años de bombero.