septiembre 7, 2024

La Casa de los Famosos: ¿es posible no mirar?

¿De quién es la responsabilidad de prevenir la violencia contra las mujeres en un reality show? ¿De la producción, la audiencia, el Estado? El caso de Adrián Marcelo y la Casa de los Famosos hace urgente esta conversación.

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Esta semana salió abruptamente de La Casa de los Famosos el villano de la temporada, Adrián Marcelo, un youtuber y sicólogo que se hizo popular a punta de misoginia y que, con una clara comprensión de que eso fue lo que lo llevó a La Casa en primer lugar, decidió convertirla en su bandera de guerra. En las últimas semanas dijo todo tipo de cosas horribles, clasistas, capacitistas y machistas. Tanto que la audiencia empezó a decir que “ahora sí” el espectáculo era “demasiado” decadente y que se estaban “pasando de la raya”. 

Pero, ¿cómo se traza esa raya si todes sabemos que el juego se trata precisamente de provocar a las audiencias? ¿Cuánta manipulación es demasiada manipulación? ¿Cómo se define la línea de cuánta violencia simbólica estamos dispuestes a soportar? ¿Existe realmente esa línea o es una asíntota que se va alejando conforme nos acercamos, como si estuviéramos persiguiendo el final del arco iris?  

La gota que derramó el vaso fue que, ante la salida de una compañera, Marcelo dijera que ahora había “una mujer menos para maltratar”. Las marcas asociadas al grupo Unilever empezaron a bajarse el patrocinio, y el personaje salió en la madrugada sin mayor explicación que un comunicado de Televisa en donde dicen que “El programa es un formato en vivo que refleja las expresiones y decisiones de cada participante que no siempre reflejan los valores que como empresa promovemos”. Parece que solo cuando las marcas empezaron a verse demasiado hambrientas e inmorales y se empezaron a bajar, es que Marcelo se fue. No vaya a ser que nos demos cuenta que sus valores son puro branding y que lo único que quieren es vender. 

Pero, ¿cómo es que sabiendo todo esto llegamos hasta acá y la seguimos viendo? ¿Por qué seguimos siendo parte de este juego?  ¿Es ético seguir viendo La Casa de Los Famosos? ¿No verla da algún tipo de estatura moral? Más aún, en este punto, ¿es posible dejar de mirar? 

No importa si la ves o no, es un acontecimiento cultural inescapable

De todo corazón tuve la esperanza de no tener que escribir nada sobre el abominable reality de Televisa que tiene a todo México (y parte de Latam) de las narices, y que pone más agenda que la Mañanera, pero aquí estoy colaborando a su popularidad con este texto que lo que busca es criticarlo. Di vuelta en un bucle y terminé atrapada entre la meta-espada y la meta-pared de la posmodernidad. No importa cuánto nos indignemos, cada crítica es un click, que suena cachín cachín, y le llena los bolsillos a algún viejo con isla privada en las Bahamas. 

Y es que La Casa de Los Famosos se convirtió en un fenómeno inescapable. Ha alcanzado ratings astronómicos de 3.7 millones de personas y todo el mundo está hablando del programa, está en las redes sociales y también está en las conversaciones de todos los días con bastante ubicuidad. Pero en este punto es bastante raro que un reality sea visto por casi todo un país. Hoy el consumo está segmentado por afinidades y las cuentas en redes sociales tienen audiencias de nicho. Son muy pocos los productos de entretenimiento con audiencias masivas, que sean acontecimientos culturales verdaderamente compartidos, y esa es una de las cosas que hace especial a la casa de los famosos. 

La gran discusión moral colectiva que se ha girado alrededor del reality se da en parte porque plantea un piso común que permite una conversación, cada vez más difícil, sobre nuestras diferencias morales. Y esos debates morales también son parte de lo que ha enganchado a la audiencia. Independientemente de las supuestas “reglas del juego”, gana es capaz de adivinar en qué va la conversación de la audiencia allá afuera, ganar su preferencia sin tener un contacto directo. Al final, se trata de tener la sensibilidad emocional y moral para poder entender qué es lo que puede estar pasando afuera. 

En esa medida La Casa de los Famosos es una oportunidad para tener conversaciones difíciles con personas inesperadas. El año pasado ganó una mujer trans, Wendy Guevara, y se ganó el corazón de muchas personas en la audiencia que nunca en su vida habían visto a una persona trans. Esto llevó la conversación sobre las identidades diversas a las familias mexicanas, históricamente pacatas, y el éxito posterior de Guevara es sin duda un hito en materia de representación. Incluso cuando vemos comportamientos violentos, hemos logrado un acuerdo social que los nombra inaceptables, y eso es un poquito mejor al machismo incontestado de antes. En un momento de esta temporada puso a todo México a argumentar que el feminismo sí existe, y que es un movimiento social por los derechos humanos indispensable. 

Aún así una tiene que preguntarse cómo es que se va a dar el paso de lo discursivo a la acción real. La Casa de los Famosos también ha servido como oportunidad para que muchas personas aparentan ser virtuosas, mostrando que son capaces de reconocer el machismo flagrante en el comportamiento ajeno, sin tener que hacer ningún cambio o esfuerzo real. 

Caemos en esa performatividad, que en inglés se llama virtue signaling, porque nos cuesta aceptar que todos los seres humanos tenemos la capacidad de ser crueles. Y nos encanta. Por eso casi todos los contratos sociales apuntan a poner límites para que no se desborde nuestra crueldad. La Casa de los Famosos es como esos hormigueros que se construyen entre dos vidrios, como experiencia pedagógica de alguna escuela primaria. Solo que no es precisamente pedagógico. Cuando vemos la casa de los famosos somos como Dorian Grey contemplando su retrato. Como todo es una ironía posmoderna, continuamos mirando. De muchas maneras es inevitable.

El entretenimiento está para entretener, no para educar 

Hay una antigua discusión sobre si el arte, y por extensión, el entretenimiento, deben ser bellos, buenos y virtuosos, si el buen arte se caracteriza también un buen ejemplo que nos debe educar, y si esa también debería ser una obligación ética del entretenimiento.  El problema es que para que el arte pueda ser realmente interesante, profundo e innovador, para que el entretenimiento pueda ser entretenido, muchas veces es necesario abandonar pretensiones morales y pedagógicas. Si alguien aprende algo, si hay alguna lección moral, tanto mejor, pero si ese es el objetivo principal terminaremos con producciones culturales sosas y aburridas, obvias e inconsecuentes. 

En los años cincuenta se fundó en México la Comisión Nacional de Moralización del Ambiente, CNMA, un grupo laico fundado por la Iglesia Católica que emprendió todo tipo de acciones para “moralizar” los contenidos del cine, la radio y la televisión. Se inventaron una clasificación cinematográfica y pedían a las personas no consumir “ninguna revista o periódico inmoral”. La CNMA también tuvo una oficina legal que “contaba entre sus logros que las películas OK Nerón y Cuarto de Hotel hubieran sido recortadas en sus contenidos ‘indecorosos’, que la revista Pigal dejará de circular por correo, que la publicación Can-Can fuera denunciada ante la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal por considerársele pornográfica, que se elevaran denuncias públicas contra las revistas Eva y Mujeres.” ¿Es algo así lo que queremos? 

Por otro lado hay grandes obras de arte, muchas de ellas feministas, como las pinturas de Déborah Arango en Colombia o queer, como la obra de Oscar Wilde, que en su tiempo fueron tachadas de malos ejemplos y afrentas a la moral. Muchas veces eso que nos parece moral no tiene nada de justicia, y simplemente es que se alinea con el poder hegemónico. La idea de que el arte y el entretenimiento deben tener un valor moral y educativo es un excelente punto de partida para la censura. 

Es evidente que un reality como este tiene un fuerte impacto cultural y más cuando resuena tanto con los machismos reales de un país como México. Pero nadie ve La Casa de los Famosos para educarse, y quien lo haga sin duda se defraudará. Más aún, ¿quién decide cuál es el arte y el entretenimiento bueno y virtuoso? 

Somos parte del problema 

Los reality shows mercantilizan el conflicto y las emociones de las personas para crear entretenimiento sin valor. Ese es el negocio, por eso cada vez va a ser peor. Llevamos más o menos 25 años consumiendo el formato de reality, que siempre ha sido decadente y despiadado. La Casa de los Famosos no es un formato nuevo, así que para ser interesante tiene que llevar a su participantes al límite. 

Esta misma semana otro reality con un formato de larga data, The Bachelorette, humilló en público a su soltera de la temporada, que lloraba desconsolada al darse cuenta de que el afortunado soltero que eligió como pareja en el gran final de temporada, había estado fingiendo y no sentía absolutamente nada. Las lágrimas de Jenn Tran, la primera mujer de ascendencia asiática en ocupar este rol protagónico, eran demasiado aparatosas para no ser reales, y salían a borbotones mientras la producción la obligaba a ver el momento en que ella le propone matrimonio al tipo que le rompió el corazón y que además está sentado junto a ella. ¿Fue demasiado? Quizás. ¿Qué es demasiado? Después de tantas temporadas de The Bachelorette solo algo así puede llegar a sorprendernos o escandalizarnos. 

El melodrama en la ficción funciona muy bien, entretiene. Por eso es que se puede uno divertir con una novela de detectives en donde hay un asesino en serie. Las muertes de la novela son entretenidas precisamente porque no son asesinatos de personas reales, con historias, amigues, sueños, derechos. Lo mismo pasa con las telenovelas y el melodrama que hizo mundialmente famosa a Televisa. Cuando se replica ese melodrama de la ficción, con  personas reales, se vuelve tenebroso. A este paso, en la próxima Casa de los Famosos, van a tirar una pulsera al lodo y a obligar a alguien a recogerla con los dientes

Claro, Televisa puede hacer todo eso porque tiene nuestro dinero y nuestra atención. Cuando se cuantifica el rating no sabemos cuántas de esas personas están ahí por “hate watch”, y esos números son el argumento para que sigan renovando el formato y también un incentivo para que cada vez se haga más pornomiserioso. Las audiencias tenemos que preguntarnos si es responsable que le dediquemos a esto nuestro tiempo, dinero y atención. 

¿Cuánto poder tienen las audiencias? 

A simple vista parece que la solución es dejar de mirar. Pero, ¿eso realmente va a lograr algo más que el contentillo personal de pensar que sí hicimos algo, aunque fuera pequeño? A veces parece que este es un juego de papel-tijera-piedra, en donde Televisa tiene poder sobre las audiencias, las audiencias tienen poder sobre las marcas y las marcas tienen poder sobre Televisa. Pero, ¿y el Estado? 

Las marcas también están por encima del estado que supuestamente tiene leyes para prevenir la violencia y castigar la simbólica, pero lo único que las instituciones han podido hacer es publicar unos comunicados sin dientes que nadie leyó. ¿Tienen las audiencias poder sobre las marcas? Tengo que ponerlo en duda, pues la historia dice que este tipo de boycotts, que vienen desde los consumidores, necesitan muchas condiciones para ser efectivos. Yo pude haber decidido dejar de comprar cualquier cosa que produzca J.K. Rowling, pero a la millonaria, que seguirá recibiendo regalías de Harry Potter, eso no le hace ni cosquillas. 

En los años sesenta un sindicato de recolectores de uvas en Estados Unidos, muchos de ellos y ellas, migrantes mexicanos, protestaron contra las compañías cultivadoras de uvas por las malas condiciones laborales y el uso de peligrosos pesticidas. Alcanzaron una gran presencia mediática y lograron que las ventas de uvas se desplomaran en todo Estados Unidos. Finalmente lograron negociar beneficios laborales como salud y medidas de protección así como salarios más altos y eliminar el uso de pesticidas como el DDT. Pero para que algo así suceda se necesita que haya un grupo organizado y articulado para hacer activismo con unos objetivos claros y estrategias de incidencia, una eficiente campaña de comunicación, y ahí sí, un acompañamiento de les consumidores. 

Claire Dederer en su libro Monstruos, donde se pregunta qué hacer con el amor que le tenemos a esas obras del arte, del cine o la literatura creadas por hombres monstruosos, se pregunta que esta idea del boicot del consumo no es una fantasía de liberalismo: “Decir que la forma en que alguien consume es inapropiada es lo mismo que decir que hay una forma de consumo que sí es correcta, y eso no necesariamente es cierto. Pasarle el problema al consumir es como funciona el capitalismo, una serie de decisiones se tomaron, sin tener en cuenta ninguna ética, y luego el consumidor es quien debe decidir cómo responder, y mostrar cual es la forma correcta y ética de comportarse. […] terminamos acorralados en el rol de un consumidor atomizador e individual, incluso cuando ni siquiera estamos activamente comprando algo. Dado ese rol es muy natural que creamos que vamos a solucionar la injusticia y la inequidad a través de elecciones individuales, parece una gran idea, pero desafortunadamente no funciona.»

“El liberalismo quiere que no mires al sistema y te enfoques en la importancia de tus elecciones. En el capitalismo tardío, todas las elecciones son elecciones comerciales lo que consumes es lo que eres. Después de todo, no eres más que tu fandom.” Dederer cita a Mark Fisher para explicar que las corporaciones necesitan posicionar esta idea de que el consumidor es el que debe tener la última palabra ética, “si reciclar es responsabilidad de todos, entonces no es responsabilidad de nadie”. Así las decisiones individuales pasan al frente y la responsabilidad estructural se diluye en el fondo. “Como somos individuos atomizados y sin poder colectivo, quedamos con un grandioso sentido de importancia para nuestros gestos, decisiones, o elecciones de compra, que en últimas está vacío de significado”. 

“Tratamos de ejercer nuestra moral usando nuestro discernimiento al comprar cosas, pero ese discernimiento no nos hace mejores consumidores, de hecho, nos atrapa en el espectáculo, porque creemos que tenemos control. […] la condena de la celebridad cancelada reafirma la idea de que hay una celebridad buena que no tiene esa mancha. Pero la buena celebridad y la mala celebridad no existen, no son agentes morales sino imágenes que se reproducen.” El punto de Dededer es que la forma en que consumimos arte [o entretenimiento] no nos hace buenas o malas personas. Tenemos que encontrar otra forma de validación. 

¿Y entonces qué hacemos con la violencia simbólica? 

Quizás Adrian Marcelo produce indignación en algunas personas, pero él se lucra de esa indignación, a la vez que se convierte en un modelo para muchos, en un país que es conocido por ser uno de los más violentos contra las mujeres en el mundo. De hecho, sus comentarios en el reality ya provocaron casos de hostigamiento fuera de él, y como informa El País, “Dos de las productoras del programa han denunciado amenazas de muerte y ataques en su contra, filtración de sus datos personales y de sus números de teléfono, poniéndolas en grave riesgo, tanto en redes sociales como en la vida real. Por otro lado, la hermana de Gala Montes [quien fue objeto recurrente de las violencias de Marcelo, y que hoy se perfila como la heroína de la temporada] también ha denunciado mensajes en redes sociales que amenazan con violarla a ella y a su hija.” También se supo de un gimnasio que puso la cara cara de Montes en bolsas de boxeo, para que los asistentes puedan fantasear con pegarle en la cara. Es probable que Gala Montes gane esta temporada, pero, ¿cuánto ha perdido? ¿Valdrá la pena haber sido expuesta a todo esto? 

El punto es que las palabras y acciones de Marcelo no son solo “un mal ejemplo”, son incitación al odio, y son en sí mismas una forma de violencia que está tipificada y que se supone que no debe ser permitida. Aimée Vega Montiel, investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) explicó al diario El País que considera que el caso de Adrián Marcelo “se trata de un caso de ‘violencia mediática’, recogida en la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia desde 2021, y que es definida como ‘la violencia ejercida por cualquier persona física o moral que utilice un medio de comunicación para producir o difundir contenidos que atentan contra la autoestima, salud, integridad, libertad y seguridad de las mujeres y las niñas, que impide su desarrollo y que atenta contra la igualdad’”. 

Las feministas llevamos años denunciando el impacto de la violencia simbólica. Los hostigamientos en redes sociales son una amenaza latente para la salud física y mental de las mujeres y ver los machismos de Marcelo ser el centro de atención de todo un país envalentonará a muchos, y particularmente a los miles que se están radicalizando en Internet, para ir de las palabras a los hechos. 

Pero la solución ni es solo responsabilidad de las feministas ni es tan sencilla como dejar de ver La Casa de los Famosos. Se necesita una intervención del Estado para que las leyes que ya existen de prevención de violencia se apliquen, y también educación sexual integral para todes, para que México no siga produciendo machitos deplorables como Adrián Marcelo. Pero también se necesita mermar el poder de los sectores privados, las marcas, los monopolios, que son quienes están tomando las decisiones finales sobre todo lo que está pasando sin asumir ninguna de las consecuencias. Las desigualdades de poder que genera el capitalismo son las mismas desigualdades que permiten y facilitan la violencia y la impunidad, y por eso es que los grandes capitales terminan estando por encima de las leyes. Y quizás lo más importante, nuestra indignación, nuestras decisiones individuales, no son tan importantes como parecen, y si queremos que lo sean tenemos que movilizarnos, articularnos, organizarnos, para proteger y exigir que no se comodifique la violencia de género simbólica y que en lo público y en lo privado se garanticen los derechos humanos. 

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Autor

  • Catalina Ruiz-Navarro

    Feminista colombiana autora del libro “Las mujeres que luchan se encuentran”, columnista del diario El Espectador desde 2008. Creadora del Youtuber Beach Camp, (2019), un campamento para formar a creadoras de contenido latinoamericanas en feminismos y del Creadoras Virtual Camp, un taller virtual para la producción de contenido digital feminista (2020). Hace parte del Consejo Consultivo de la ONG alemana Centre For Feminist Foreing Policy. También es una de las fundadoras del colectivo feminista colombiano Viejas Verdes, que busca divulgar información clara y sencilla sobre nuestros derechos sexuales y reproductivos a través de las redes sociales. En 2017 co-fundadora de la revista Volcánica, la revista feminista latinoamericana de Nómada y fue su directora hasta 2019. También ha sido columnista de el portal Sin Embargo y Vice en México, Univisión en Estados Unidos y el periódico El Heraldo y la revista Razón Pública en Colombia. Su trabajo como periodista ha sido publicado en periódicos internacionales como The Guardian y The Washington Post. Ha trabajado como Oficial de Comunicaciones en Women’s Link Worldwide y como Coordinadora de Comunicaciones para JASS Mesoamérica (Asociadas por lo justo) en donde trabajó con defensoras de derechos humanos indígenas y rurales en Centroamérica. Ha trabajado con organizaciones internacionales como Oxfam y Planned Parenthood en el diseño de estrategias digitales para la promoción de los derechos de las mujeres. En noviembre de 2016 dictó el TEDx Talk “Hablemos de feminismos” en la ciudad de Bogotá. Es maestra en Artes Visuales con énfasis en Artes Plásticas y Filósofa de la Universidad Javeriana, con Maestría en Literatura de la Universidad de Los Andes. Ejerce estas disciplinas como periodista.

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