La salud mental es el salvavidas por excelencia (el viejo truco, el as bajo la manga) de los machos cuando quedan expuestos en los escándalos bochornosos de violencia y abuso de poder que protagonizan, tal como vimos hace unos días con el show del senador colombiano Alex Flórez.
El hoy senador es un cartagenero que llegó a Medellín a los 16 años, estudió derecho, pero para titularse le falta el trabajo de grado. Fue representante estudiantil y ese camino le sirvió para llegar al Concejo de Medellín de la mano del actual alcalde de esa ciudad. Es un personaje conocido, entre otras cosas porque tiene historial de denuncias de violencia de género y corrupción. Ocupó un cargo en el Concejo de Medellín, estando inhabilitado, y se retiró antes de que lo suspendieran. Apoyó abiertamente a un sujeto que fue procesado y dejado en libertad por darle un medicamento abortivo a una expareja sin su consentimiento, fue acusado de golpear a una expareja que se negó a interrumpir un embarazo y en campaña lo vimos empujando a codazos a Susana Boreal, hoy representante a la Cámara de Representantes, para acaparar una tarima con el entonces candidato y hoy presidente Gustavo Petro.
En esta oportunidad, el congresista se fue para Cartagena, abusó del consumo de licor y terminó agrediendo a patrulleros de la policía porque el hotel al que buscaba entrar no permitió el ingreso de la mujer que lo acompañaba. A ella, por cierto, la expuso innecesariamente y, al hacerlo, dejó también expuestas las personas que ejercen el trabajo sexual y que suelen ser estigmatizadas. Después, en una entrevista en Blu Radio, minimizó los hechos responsabilizando a la policía y desconociendo su rol como senador. Cuando el entrevistador le recordó cuál es su posición en el país como político electo, respondió: “No entiendo cuál es el drama. Tuve una discusión con la Policía, como le pasa a tantos colombianos… en medio de la noche uno termina diciendo cosas que son dolorosas, eso se queda entre ellos y yo, ellos quisieron hacerlo público. No voy a renunciar a mi humanidad por ser senador. ‘Ay, este man por ser senador se tiene que comportar como si fuera el ejemplo del pueblo’. No, sigo siendo una persona. A mí me eligieron para hacer las leyes, no para que me comportara como el ejemplo nacional”.
Luego de ver la ola de válidas críticas que suscitó su entrevista, hizo un vídeo en donde se disculpó con los colombianos por su comportamiento justificándolo en un “problema con el alcohol” que, según él, no había reconocido a pesar de “varios campanazos de alerta a los que no había prestado atención”. Añadió que su nuevo propósito es “impulsar una agenda legislativa para hacerle frente a estos problemas que pasan desapercibidos”, anunciando su nueva bandera política: la adicción al consumo de sustancias psicoactivas.
Finalmente, en una entrevista en Semana, explicó que todo esto le pasó porque ha estado enfrentando una gran carga emocional asociada a su trabajo y que, al mezclar eso con licor, terminó envuelto en todo el enredo y que por eso va a retomar “un tratamiento” para alejar definitivamente el licor de su vida. Me gustaría entonces preguntarle al senador si el problema de salud mental que señala es con el licor, o con el manejo de sus emociones, porque si bien son dos cosas que pueden aparecer relacionadas, son diferentes.
Reducir los comportamientos, machistas, misóginos, violentos y de abuso de poder a un “problema con el alcohol”, especialmente si pretende ser abanderado de un problema de salud pública, es irresponsable por varias razones:
Primero, establece una falsa relación causal entre dos problemáticas profundas en nuestra sociedad: el consumo de sustancias y la violencia, por lo que es importantísimo aclarar que no: la primera no causa la segunda. Pueden darse juntas, sí, pero no necesariamente en el sentido de causa-efecto.
El consumo abusivo de sustancias psicoactivas (legales o ilegales) altera el funcionamiento cerebral con diferentes efectos según la sustancia consumida. Específicamente el licor es un depresor del sistema nervioso central, lo que significa que su consumo, especialmente en exceso, deprime o inhibe la actividad cerebral. Así como en un primer momento produce sensación de placer y facilidades para la socialización, y posteriormente dificultades para hablar y descoordinación motora, también reduce la capacidad de controlar impulsos y de tomar decisiones socialmente asertivas. De manera que el consumo excesivo de licor expone quiénes somos sin el control de las normas y estándares que constantemente seguimos para poder ser socialmente adaptativos.
Entonces no: el licor no pone ni quita comportamientos y no hace violento a nadie. Si se es violento, el consumo desmedido (no la sustancia) hará que esa violencia se exprese sin barreras, por lo que la relación del consumo de alcohol con la violencia está dada por el aumento de la intensidad de la acción violenta, más no por el alcohol.
Lo anterior me lleva al segundo punto. El senador, que primero dijo que “no era ejemplo para nadie” y luego dijo que sí, que su manejo del problema con el alcohol podría ayudar a muchas personas que sufren de lo mismo, termina dando un espaldarazo a todos los agresores que se justifican en el consumo para mantener a las mujeres en ciclos de violencia. Los casos más comunes de violencia de género y violencia intrafamiliar cumplen un paso a paso: conductas pasivo-agresivas, insultos, humillaciones y tensiones emocionales, luego la violencia física y, finalmente, una disculpa que se escuda en la presión del trabajo, la familia y, clásico, la borrachera: “Estaba borracho, no sabía lo que hacía, ni siquiera lo recuerdo, estando sobrio jamás te trataría así”. Las declaraciones de Florez, en donde busca victimizarse, excusarse y capitalizar políticamente su “embarrada”, terminan normalizando y fortaleciendo la idea de que los agresores son personas enfermas y no hijos sanos del patriarcado.
Finalmente, al explicar sus comportamientos en el consumo y en el licor, fortalece también el estigma que pesa sobre las personas que consumen sustancias y que son continuamente señaladas, socialmente excluidas, por esa falsa creencia de que las sustancias son sinónimo de enfermedad, delincuencia y violencia. Los problemas derivados del consumo de sustancias no radican ni en las sustancias ni en la acción de consumir propiamente, sino en la relación que establecemos con dichas sustancias, tomando en cuenta los efectos que tienen en cada une de nosotres, que son diferentes para cada quién.
Las adicciones implican una dependencia fisiológica y, en muchos casos, psicológica. Eso quiere decir que, antes de llegar a un estado adictivo, debimos pasar por el uso (experimentación, uso recreativo y uso habitual) de una sustancia para luego llegar al abuso (consumo excesivo, con periodicidad y con una intención como sentir placer, reducir estados de angustia, divertirse, dormir, evadir los problemas, etc.). Es ahí cuando aparece la adicción que se refiere a ese estado de dependencia física, y muchas veces psicológica, a la sustancia. En ese punto la persona con la adicción no puede sentir bienestar o disfrute sin el consumo. Esto significa que cuando llegamos al consumo problemático (abuso y adicciones) ya hemos establecido un patrón de consumo cuyas causas son multifactoriales y tienen que ver con aspectos biológicos y genéticos, pero también psicológicos y sociales. Por eso, sí la forma de relacionamiento con otres de la persona adicta era violenta cuando estaba sobria, también lo será cuando esté ebria (con más intensidad por la pérdida del autocontrol). Allí entra a jugar entonces la responsabilidad individual: une sabe qué efectos producen las sustancias en une y así decide qué tipo de sustancias consume o no, bajo el principio de autocuidado y cuidado del otre.
“Pero Ana”, me dirán algunes, “las personas no siempre son conscientes de que están desarrollando un consumo problemático o una adicción” y, en algunos casos, eso es cierto. Sin embargo, lo que sí saben, es que sus relaciones son mediadas por la agresividad y les demás no tenemos porque cargar con eso, con o sin copas de por medio. Cada quién es responsable de sí mismo, especialmente cuando hablamos de consumo porque esto se trata de estados alterados de conciencia producidos por la acción de consumir, que es proceso activo de cada persona.
En sus declaraciones, el senador dice algo con lo que estoy de acuerdo: “El uso abusivo del alcohol está normalizado y socialmente aceptado”. Lo que le faltó reconocer es que el machismo, la misoginia y la violencia, también están normalizados y son socialmente aceptados. Y cuando los agresores de victimizan, luego de que la conducta violenta se les junta con el consumo abusivo de sustancias– ambas cosas normalizadas y aceptadas – somos las mujeres quienes, una vez más, terminamos perdiendo: nos toca cargar con la violencia de género al tiempo que nos sentimos culpables de responsabilizar a los agresores de sus violencias aporque tienen “una enfermedad”.
El consumo abusivo de sustancias o adicciones es un problema de salud mental y de salud pública por el significativo deterioro personal, familiar, laboral y social que produce una conducta auto y hetero destructiva, evidenciada cuando hay un vínculo patológico con alguna sustancia. Ese escenario requiere atención integral e interdisciplinar y no se soluciona únicamente con voluntad o con el deseo de alejar la sustancia de la vida cotidiana. Es necesario que la persona con la adicción se haga responsable no solo del consumo sino de los factores que le llevan a abusar de las sustancias y eso es mucho más difícil de lo que suena, porque implica reconocerse vulnerable, un asunto que no va de la mano con la masculinidad hegemónica y todo lo que contiene y representa.
Por eso, el problema no es el alcohol ni el consumo propiamente. El problema son los seres misóginos y orgullosos que saben que lo hacen está mal y aún así lo siguen haciendo. El problema no es el diagnóstico de salud mental, sino el apoyo incondicional de sus pares, otros hombres que se niegan a romper el pacto patriarcal.