November 1, 2024

Día de Muertos

Día de muertos es un capítulo del libro Deseada: Maternidad feminista de Catalina Ruiz-Navarro, autora y directora de Revista Volcánicas.

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Collage por Isabella Londoño

“Todo lo que yo sentí, y todo lo que yo viví,
por todo lo que yo sufrí, por todo lo que yo aprendí,
Ya no me queda nada.

Si es que mañana muero,
no le tengo miedo,
pues soy mujer y llevo
el dolor adentro.

A la muerte, si es que me quiere,
aquí la espero de frente, sonriente.
Te recuerdo, el dolor lo llevo dentro,
el dolor lo tengo presente”

Lido Pimienta.

Era domingo. Mi hija estaba lista para que dejáramos de ser un organismo compuesto: justo en el peso correcto para que fuera más fácil parir sin complicaciones y en la última ecografía vimos que ya tenía la cabeza encajada en mi pelvis. También era primero de noviembre en Ciudad de México, comenzaba la celebración del Día de Muertos, y la ciudad estaba llena de altares de papel picado y flores de cempasúchil tan intensamente anaranjadas que parecían hechas de fuego. En México, el miedo a la muerte se gestiona con picardía: la muerte no es malvada ni oscura, está aquí con nosotros todos los días, recordándonos que vivir es absurdo y que todo es pasajero. Lo único que supera lo inconmensurable que es la muerte son los recuerdos, y por eso, los altares son un ejercicio de memoria, de sentir cómo en nosotras viven nuestros muertos. 

Por eso, cuando me eché las cartas y me salió La Muerte, no me asusté, al contrario, me pareció que tenía mucho sentido, pues anuncia un final para el que tenemos que estar preparadas, necesario para que comiencen otras cosas, y una profunda transformación que no tiene vuelta atrás. Además, estaba usando un Tarot que en cada carta pone a una mujer notable de la historia y este arcano, muy apropiadamente, tenía a Frida Khalo sentada con un rebozo rojo y unas rosas bajo su falda, con un círculo de calaveras al fondo, haciendo eco de las calles de la ciudad. La carta me dejó clarísimo que había llegado el día del parto: la muerte anunciando a la vida, pero no alcanzaba a imaginarme que esa ironía iría floreciendo esplendorosamente con el paso de las horas. 

Ricardo y yo salimos a dar un paseo con las perras por el parque Luis Cabrera y me tomé una foto frente a la fuente, con las dos perras y un overol negro, que era de la poca ropa que aún me quedaba. La subí a Instagram saturando los colores para tratar de capturar en esa imagen la intensidad con la que estaba percibiendo cada cosa a mi alrededor. Era la semana 39 y estaba muy cansada. Quería parir, pero también quería un poco más de tiempo, porque amaba mi barriga, de hecho, aún la extraño, y quisiera tener el poder de regresar por momentos a cuando estaba embarazada (por momentos, porque quizás no aguantaría la incomodidad un día entero). Mi panza era mágica y brillante, y me hacía sentir sobrenatural.

Después del parque, regresamos a casa e hice la maleta para el hospital. Como buena madre millenial, podía condensar mis expectativas en fotos de Instagram, así que me puse lentes de contacto para no salir con gafas en las fotos del parto y, para la salida empaqué un overol blanco y negro que me quedaba muy bien en fotos y que tenía un elástico en la cintura. Me pareció perfecto para esa imagen que estaba imaginando, en la que saldría triunfal del hospital con mi bebé en brazos. Eran las banalidades que pensaba para no asustarme de más con el parto, lo poquísimo que podía controlar en ese momento, y mi mayor lugar de confort, porque uno se pasa todo el embarazo imaginando. 

Saboreé las últimas horas de soñar despierta que me quedaban. Llené la tina con agua caliente y me quedé ahí metida durante una hora, sola. ¿Cuándo podría volver a estar así, sola, en calma y silencio? Serían meses, años quizás. Esto que teníamos en ese momento, esta quimera que éramos mi hija y yo, que todo lo hacíamos y lo sentíamos juntas, ya no iba a ser más. 

Las contracciones fueron muy leves al comienzo, y yo tengo un umbral de dolor alto, así que me demoré en tomarlas en serio. Siempre me dio mucho miedo el parto, pero era un poco tarde para pensarlo. Ricardo me abrazó y me dijo que no me preocupara, que parir era lo más normal y natural del mundo, que las madres llevaban haciéndolo desde el principio de los tiempos y que todo iba a salir bien. En general, odio cuando la gente dice eso, porque ¿cómo sabes que algo saldrá bien? La vida es injusta, inesperada y las cosas salen mal. “Todo va a salir bien” es una frase con demasiado potencial para terminar siendo una mentira y por eso me incomoda y prefiero no decirla, pero en ese momento era lo que necesitaba escuchar. 

No conocía el hospital porque durante todo el embarazo casi ni había salido de la casa. Estábamos en plena pandemia y aún no había vacunas. Ricardo había ido a verlo y me contó que tenía una sala de partos muy cómoda, con bola de yoga, tina, lo que yo quisiera para mi parto humanizado. A las cuatro o cinco de la tarde pedimos el taxi para salir al hospital y, para ese momento, no podía aguantar las contracciones en silencio. Abracé a mi mamá, que se debía quedar en la casa, pues solo podía llevar un acompañante, y me monté en el coche. 

El hospital estaba cerca, pero lo suficientemente lejos para que el taxista lograra sincronizar los huecos de las calles con mis contracciones. Me pusieron en la silla de ruedas, y llegué a la sala de partos en donde ya estaban Yoalli y la anestesióloga. Durante el embarazo alcancé a contemplar la posibilidad de parir sin epidural, pero en ese momento agradecí a la Catalina del pasado que eligió el paquete del hospital que venía con anestesia porque el dolor era verdaderamente insufrible, tanto que ya ni me daba miedo que me clavaran una inyección gigante en la columna. La anestesia me permitió volver a pensar, hablar y reírme. Ricardo y yo le mandamos una foto a amigues y familia con nuestras caras ilusionadas y sonrientes. Hicimos bromas sobre cómo nunca antes me habían interesado les bebés y especulamos sobre cómo las perras recibirían a l bebé. 

Pronto llegó la hora de pujar. Pies en los estribos, inhalar, empujar, otra vez. Ricardo me agarraba la mano y me decía “tú puedes”, que era lo que tenía que decirme en ese momento. Avanzábamos. Una hora y media después pude inclinarme sobre mis piernas y pude ver su cabeza, con pelo oscuro, ¡era cuestión de minutos, estaba a punto de salir!

Pasó una hora y seguí pujando igual. Pero no cambiaba nada. Parecía que cada vez que yo tomaba aire la bebé se echaba hacia atrás en el canal, y yo volvía a pujar y ella regresaba al mismo lugar. Seguí pujando con todas mis fuerzas, con todo mi ser. Pensaba en cómo mi voluntad antes me había ayudado a lograr tantas cosas, ¡y esto también lo iba a lograr! Toda mi mente, corazón y cuerpo pujaban juntos con cada contracción. 

Pero pasaban las horas y sentía que no podía más. ¿Cuánto tiempo llevaba su cabeza atorada en el canal vaginal? ¿O estaba exagerando? ¿Me estaba rindiendo demasiado rápido? De todas formas, le dije a Yoalli que no podía más. ¿Había pasado tanto tiempo que el efecto de la anestesia se estaba desvaneciendo? Se estaban juntando el cansancio y el dolor, y la frustración de no poder avanzar. Empecé a pedir una cesárea, fórceps, lo que fuera, con desespero, como si estuviera bajo el agua, pero en un túnel, con un techo que me impedía subir a la superficie. 

Yoalli me escuchó. Me pusieron más anestesia, me quitaron los anillos, me cortaron el brassiere y me pusieron la bata de cirugía. Me montaron a la camilla y me subieron al quirófano, Ricardo caminando junto a mí. Entrando al quirófano quise alcanzar su mano, pero me di cuenta de que no podía mover los brazos ni los dedos de la mano. Me sentía débil, un poco mareada, seguro era la anestesia haciendo efecto. Pensé: “Mejor hubiera elegido una cesárea desde el comienzo”. 

Minutos después, en la mesa de operaciones, le dije a Yoalli: “Quiero poder seguir usando bikini”, medio en broma, medio en serio. Yoalli no se rió. Su cara estaba seria y concentrada, y me di cuenta de que el ambiente en el quirófano se había enrarecido. Me da risa nerviosa considerar que ese ha podido ser mi último pensamiento y esas mis últimas palabras. Ojalá uno supiera que va a morirse y de verdad pudiera alucinar un recap de TikTok con el resumen de su vida y cerrarla con una frase célebre antes de soltar el micrófono. Le resiento a la muerte ser tan poco ceremoniosa. 

Yoalli metió todo su antebrazo dentro de mí, dándose golpes en el codo, porque la bebé estaba atorada en el canal de salida. En una exhalación la sacaron. Habían pasado apenas unos minutos y yo aún no entendía lo que estaba pasando, así que miré al reloj de la pared enseguida para poder ver la hora exacta, porque mi prioridad en ese momento era tener ese dato para saber el ascendente. Pero entonces vi que la bebé no lloraba. No lloraba y estaba azul. Vi cómo cargaban su cuerpo inmóvil y la metían en una máquina. Le pregunté a Ricardo qué pasaba. Pude ver su sonrisa forzada bajo el tapabocas, no sonreía con los ojos. Aun así levantó el pulgar en señal de que todo estaba bien. La bebé no lloraba y había un enjambre de médicos a su alrededor. Se la llevaron enseguida y Ricardo se fue detrás. 

Creo que durante las siguientes seis horas estuve despierta o no sé si me dormía y me volvía a despertar. Miraba el reloj: 12:30 a. m.; 2:00 a. m.; 3:00 a. m.; 4:00 a. m. Siempre que abría los ojos le preguntaba a la anestesióloga que estaba a mi lado: “¿Está viva? ¿Cómo está?”. Y ella me decía que la estaban atendiendo, que estaba viva, pero que no sabía nada más. “¿Dónde está Ricardo?”, preguntaba. “Está con la bebé”, me decían. 

No sé por qué nunca se me ocurrió que algo malo pasaba conmigo. Era claro para mí que llevaba horas en esa sala de cirugía y que Yoalli y otros médicos se mantenían concentrados y con el ceño fruncido a mi alrededor. Pero yo solo podía pensar en que la bebé no había llorado. Estaba viva, pero no había llorado. 

Me desperté en una habitación con otras camas, ya no estaba en el quirófano. Casi no me podía mover. Vi que Yoalli estaba sentada en un escritorio, de espaldas a mí, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza sostenida con sus manos. Creo que se dio cuenta de que había despertado y vino junto a mí. Le pregunté qué había pasado y empezó a explicarme lo de la cirugía y le dije: “No me importa, ¿qué pasó con la bebé?”. 

“Está viva”. Otra vez la misma respuesta. Todo debía ser muy grave si lo único que la gente podía decirme era que estaba viva. Hubo complicaciones. Cuando nació, la bebé estaba ahogada en la sangre de una hemorragia interna. Si sobrevivía, esto podría dejar secuelas muy graves. Estaba en observación. Las primeras 24 horas eran decisivas, básicamente porque en cualquier momento se podía morir. No me lo dijo así, claro, pero mi mente estaba más lúcida y lo podía entender. Luego habría que esperar a las 72 horas, que no convulsionara, para poder decir que estaba bien. Ricardo estuvo con ella. Ahora él me estaba esperando en la habitación del hospital. 

Pedí que me llevaran a la habitación, necesitaba verlo, necesitaba hablar con alguien, dimensionar que hace unas horas todo en mi vida eran planes y esperanzas, mi mayor preocupación era salir bien en una foto, y ahora mi bebé, con quien había sido una durante nueve meses, se podía morir en cualquier momento. 

No te pueden llevar a la habitación hasta que pase el efecto de la anestesia y puedas mover los pies. ¡Ya puedo moverlos!, dije, al tiempo que intenté mover, con esfuerzo, un dedo pulgar. Cerré los ojos, qué más iba a hacer. Yoalli volvió al escritorio y se sentó de espaldas a mí, otra vez con la cara en las palmas de las manos. ¿Estaba cansada? ¿Estaba llorando? No tenía manera de saber. Me llevaron a la habitación unas horas después. 

Ricardo me contó que todo era muy grave. Que la bebé había nacido sin respirar y que inmediatamente la intubaron, la pusieron en un respirador y se la llevaron. Fue clave tener a un neonatólogo en el parto, Raúl Meza, quien la atendió enseguida, y tener ahí a la mano la incubadora, o lo que fuera donde la metieron cuando se la llevaron, y todos los otros aparatos que le salvaron la vida. 

Ricardo también me contó que casi me muero. Que tuve una cirugía de seis horas y ahora tenía puesta una sonda. Me demoré horas en entender de verdad eso de que casi me muero. Aún me cuesta. Resulta que ha podido ser que yo entrara y nunca más saliera del hospital. Sin despedirme de nadie, ni de mi mamá, sin haber visto a mi hija. Me dio terror morirme con tantos pendientes en la vida. Tantos planes. Pero ahora estaba viva y no tenía planes. Mi bebé se podía morir y yo no sabía cómo iba a poder seguir viviendo en un mundo en donde ella estuviera muerta. 

El desprendimiento de placenta ocurrió entrando al quirófano. Yoalli sintió la barriga tensa por la hemorragia, me abrió la panza enseguida y sacó a la bebé que se estaba ahogando. Resulta que esta es de las emergencias obstétricas más temidas por su altísima mortalidad. Yoalli me explicó que ocurre cuando la placenta se desprende del útero antes de que el bebé pueda respirar por su propia cuenta, entonces deja de recibir oxígeno. También viene con una rápida hemorragia que puede desangrar a una persona en menos de cinco minutos. Es una complicación inesperada que le puede pasar a cualquiera, incluso a mujeres jóvenes y sanas con embarazos tranquilos. Algunas cosas la pueden provocar directamente, como un traumatismo grave, por ejemplo un accidente en un coche, o por consumo de drogas como la cocaína, pero también puede ser una complicación repentina e “idiopática”, sin que la persona tenga alguno de estos factores de riesgo. También puede asociarse a periodos de estrés muy severos, cuando la gestante tiene angustia, depresión o un evento que eleve las hormonas del estrés. Como no es claro su origen, se recomienda reducir factores de riesgo, revisar que no haya alguna enfermedad como lupus, diabetes o preeclampsia, y procurar que la gestante no esté angustiada o estresada. Es una complicación muy rara, tiene una incidencia de entre 0,4 y 1,5% en todos los embarazos, pero es tan grave que la mortalidad materna está alrededor de un 15%, y la mortalidad fetal es de un 95% para casos como el mío, en el que la bebé tuvo una hipoxia antes de nacer. 

Semanas más tarde, Yoalli contó la historia del incidente en su Instagram: “Hace dos meses llegó al mundo Carlota Magdalena, después de un trabajo de parto muy cálido que se desarrolló entre risas, planes y anécdotas que culminaría en el mejor regalo después de nueve meses. Cuando completó la dilatación y viendo que no progresaba, decidimos que naciera por cesárea. De pronto, ya estando en quirófano sospeché por el tono del útero la complicación obstétrica más temida y al sacarla con rapidez del vientre materno corroboré que la placenta se había separado del útero antes de tiempo. Corté el cordón, le di la bebé al neonatólogo mientras perdía de vista el útero por la cantidad de sangre que salía. Mi sangre estaba hirviendo y tuve que ponerla fría ante la posibilidad de perder a Catalina. Iba a traer una vida al mundo, no podía perder dos. Fue de las cirugías más complejas y largas que he tenido. Después de minutos angustiantes, el útero se logró contraer y recuerdo haber pedido una coca porque sentía que me iba a desmayar. La ayuda de Ricardo en ese momento fue vital. Él estaba viendo todo ante el horror de perder a las dos y lo vi estoico, resistiendo la angustia para alentar a Catalina durante la incertidumbre del momento. Cuando terminamos, me percaté de que habían pasado cuatro horas desde que inició la cirugía. Pero el dolor en mis piernas por el cansancio no se equiparaba al que tenía mi alma que sabía que lo único que quedaba ahora era esperar…”.

Pensé mucho en mi bisabuela, Carlota, probablemente la persona más fuerte que he conocido. Una campesina que fue obrera, que defendía con pasión las ideas sufragistas y que, a pesar de muchas enfermedades y unas once cirugías, llegó como un roble a los 98 años. Inicialmente mi hija se iba a llamar Magdalena Carlota, con Carlota de segundo porque, pensé, era una carga muy fuerte, una personalidad tan grande, demasiada responsabilidad para una bebé. Pero en ese momento, y como no podía hacer nada más, decidí que iba a invertir los nombres, ahora llevaba el Carlota de primero, y para mí fue como un conjuro con el que la encomendé a mi bisabuela para que pasara a mi hija toda su fuerza, su resiliencia, su infinita, robusta y pétrea capacidad de resistir. A la bebé la metieron en quién sabe cuántas cadenas de oración. Yo no soy católica ni creo en Dios, pero soy bruja, y por eso respeto los rituales y las prácticas espirituales, y me siento muy agradecida por estas personas que le estaban dando a mi hija todo lo que en ese momento podían darle, aunque solo fuera una oración. Yo hacía algo similar: cerraba los ojos y pensaba: “Carlota es una niña valiente y fuerte”. Lo repetía mentalmente como un mantra para no caer en el hueco horrible de imaginar las posibilidades de lo que podía pasar. 

Hice una nota de voz para contarles a amigues y familia. Traté de explicar todo de la forma más clara y ordenada posible para que no hubiera dudas o preguntas de seguimiento. Mientras la grababa, aunque lo hice con una voz muy calmada, me di cuenta de que tenía muchísima rabia. Yo estaba lista para recibir a mi bebé en brazos, había fantaseado con abrazarla justo después de parirla, con ver su cara por primera vez y confirmar que sí había sacado mi boca como lo vislumbraban las ecografías, ver a Ricardo orgulloso, anunciar su vida con bombos y platillos. ¿Por qué para nosotras era tan difícil cuando para otras era tan fácil? 

Me dieron algo para dormir unas horas porque estaba muy cansada y me daba miedo cerrar los ojos y luego abrirlos para que me anunciaran que la bebé estaba muerta. Pero aún así, agradecí dormir. Cuando abrí los ojos y pregunté si estaba viva, un terrible déja vu, ¿cuántas veces me había despertado con la misma pregunta? Pero sí, sí estaba viva. Ricardo había ido a verla a la sala de cuidados intensivos, estaba intubada y llena de cables, la situación era crítica pero ella iba… ¿bien? No había convulsionado. Seguíamos teniendo esperanza. Cualquier cosa distinta a morirse, eso era lo que significaba “bien”. 

Resultó que Carlota sí es una niña valiente y fuerte. A los tres días salió de cuidados intensivos y pudimos traerla a casa el 7 de noviembre, el día de mi cumpleaños, y una semana antes de lo esperado. Carlota está bien y perfectamente sana, se fue hasta los confines del Mictlán, a guerrearse un lugar en el mundo, y regresó entera. Es una niña bruja, nigromanta y yo estoy muy orgullosa de ser su mamá. Mi recuperación fue lenta y también dolorosa, física, emocional y espiritualmente. Todavía me cuesta asimilar que nos vimos a los ojos con la muerte. Pero aquí estamos para seguir viviendo intensamente. 

Nuestros países están llenos de estatuas de hombres a quienes llamamos “héroes de la patria” porque salieron a matar a otros hombres. Mientras tanto, las mujeres arriesgamos la vida para dar vida cada vez que parimos, y si no lo hiciéramos, no habría ni países ni naciones ni ciudadanos ni votantes ni consumidores. Nada. Pero nosotras no tenemos estatuas. A lo sumo nos dieron eufemismos que nos hacen pensar que un parto es bello, romántico y hasta fácil. Cuando en realidad es el misterio físico y metafísico de pasar de ser uno a ser dos, cuando es romperse y desgarrarse en lo más profundo de la existencia. 

La vida exige como ofrenda una herida que no cierra. 

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*Este es un capítulo del libro Deseada: Maternidad feminista de la autora Catalina Ruiz-Navarro, quien también es directora de Revista Volcánicas.

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Autor

  • Feminista colombiana autora del libro “Las mujeres que luchan se encuentran”, columnista del diario El Espectador desde 2008. Creadora del Youtuber Beach Camp, (2019), un campamento para formar a creadoras de contenido latinoamericanas en feminismos y del Creadoras Virtual Camp, un taller virtual para la producción de contenido digital feminista (2020). Hace parte del Consejo Consultivo de la ONG alemana Centre For Feminist Foreing Policy. También es una de las fundadoras del colectivo feminista colombiano Viejas Verdes, que busca divulgar información clara y sencilla sobre nuestros derechos sexuales y reproductivos a través de las redes sociales. En 2017 co-fundadora de la revista Volcánica, la revista feminista latinoamericana de Nómada y fue su directora hasta 2019. También ha sido columnista de el portal Sin Embargo y Vice en México, Univisión en Estados Unidos y el periódico El Heraldo y la revista Razón Pública en Colombia. Su trabajo como periodista ha sido publicado en periódicos internacionales como The Guardian y The Washington Post. Ha trabajado como Oficial de Comunicaciones en Women’s Link Worldwide y como Coordinadora de Comunicaciones para JASS Mesoamérica (Asociadas por lo justo) en donde trabajó con defensoras de derechos humanos indígenas y rurales en Centroamérica. Ha trabajado con organizaciones internacionales como Oxfam y Planned Parenthood en el diseño de estrategias digitales para la promoción de los derechos de las mujeres. En noviembre de 2016 dictó el TEDx Talk “Hablemos de feminismos” en la ciudad de Bogotá. Es maestra en Artes Visuales con énfasis en Artes Plásticas y Filósofa de la Universidad Javeriana, con Maestría en Literatura de la Universidad de Los Andes. Ejerce estas disciplinas como periodista.

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One thought on “Día de Muertos

  1. Se me hizo un nudo, Catalina. Gracias por contar tu experiencia y diversificar las narrativas sobre parir. Que gran regalo es la vida de ambas.

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