Alguna de aquellas noches cuando paseaba por los bares nocturnos de Guadalajara en mis épocas de adolescente estudihambre, terminé en un bar gay del centro de la ciudad. Siempre he pensado que el centro de Guadalajara es un lugar muy contradictorio donde se reúnen los opuestos: Hay más iglesias católicas que Oxxos, y aún más antros gays que iglesias católicas. Para ser una ciudad con tanta asistencia a las marchas derechistas, es también la capital jota de latinoamérica.
Este era un bar del centro con puertas de madera como esas de cantina que se abren de par en par, con escasas luces y periqueras con cubetas de Tecate, Pacifico o Victoria en el centro de la mesa. Yo iba con la promesa de ver un show de drag, ya que jamás había visto uno y Drag Race todavía no era tan famosa como lo es ahora en el mainstream.
No estaba muy seguro de qué esperar. Imaginaba quizás un escenario estilo teatro y una persona encantadora que pondría el ambiente para amenizar el momento. En su lugar, el escenario estaba al nivel del piso, poco iluminado y era de 1 metro por 1 metro. Habíamos llegado tarde y la showsera no estaba en el escenario. En su lugar, un hombre musculoso en tenis y truzas estaba siendo presentado por alguien desde la barra.
Moreno, perfectamente esculpido en cada uno de sus músculos por tantas horas en el gym y seguro también por alguna que otra dosis de testosterona, comenzó a moverse al ritmo del circuit, como es común en los antros gays del centro de Guadalajara.
Mi grupo de amigos, conformado mayoritariamente por lesbianas y dos hombres hetero, no se veían particularmente entretenides. Mucho menos cuando el hombre bajó del escenario y sacó su pene grande y erecto en Viagra para que lo viéramos mientras se movía entre las mesas y la showsera nos invitaba a pagar $20 por que se lo tocáramos o nos bailara de cerca.
Lo observé acercarse a la mesa de enfrente de nosotros, mientras un grupo de hombres gay le pagaban el arrimón a uno de ellos: el más serio de los tres que se reía tímidamente pero disfrutando del show . Yo nunca había visto un pene así, lo miraba con curiosidad. Sobre todo por el anillo que llevaba puesto en la base, que lo hacía ver un poco más grande. En eso, mi mejor amix me dijo que nos íbamos.
Al salir del lugar, comenzaron a discutir a dónde ir. Al parecer une de elles llevaba a sus primos hetero que estaban molestos por que los llevamos a ver un pene. Discutían con el resto mientras les sentenciaban que ahora querían ir a un putero a ver chichis por que les habíamos hecho ver aquel pene. Decían que conocían uno que estaba al lado de los dos templos, a unas cuadras de donde estábamos. Me pareció muy curioso pensar en un lugar así al lado de dos iglesias católicas tan conocidas del centro. Yo nunca había ido a uno, y mis principios como una mujer feminista primerizame hacían dudar de si quería ir, o no.
Mi mejor amix insistía, y me decía que no me metiera aún a casa. Entonces recordé que cuando era más joven y un poco más ingenuo porque aún vivía en casa con mi mamá, me había prometido vivir experiencias fuera de mi zona de confort para poder ser mejor escritor. Alguna de las noches en que navegaba por Tumblr, encontré la película Stuck In Love, en la que un joven escritor adolescente, que no salía de casa, era aconsejado por su padre, que también era escritor, a salir a la vida y experimentar lo más que pudiera en ella para tener qué escribir. Le decía que un escritor tiene hasta los 30 para vivir lo que más pueda y entonces escribir sobre eso que vivió.
Recordé aquella escena que había visto a mis 16 y entonces decidí ir.
Al llegar al lugar, noté rápido que no era como esos que había visto en las películas llenos de luces de colores y muchas mujeres con cuerpos esbeltos andando de aquí para allá. Este era un “putero modesto”, como lo habían dicho los primos que se la pasaban en Tapanko, uno de los burdeles más famosos de la ciudad.
Las mujeres de cuerpos y edades diversas, se movían entre las mesas acercándose a los hombres para “fichar”. Su trabajo consistía en invitarnos tragos y poder generar más consumo en el lugar a partir del coqueteo con el hombre que escogían. Al fondo, en un rincón un poco más oscuro, estaban las mesas, y por la entrada estaba el tubo donde una mujer se quitaba la tanga y dejaba expuesto su vello pubico frente a un hombre que estaba hincado viéndola al filo de la pista del tubo con los ojos abiertos de deseo, como si estuviera deslumbrado por una intensa luz. Alrededor, otros hombres estaban sentados bebiendo y riéndose mientras la observaban. Se podía ver que era parte de su cotidiano, se sentaban a sus anchas recargados en el respaldo como quien se acuesta en la sala de su propio hogar mientras bebían cerveza y se deleitaban con los cuerpos, no como yo que lo miraba todo con extrañeza y un dejo de desconfianza.
Pedimos un tequila y nos trajeron vasos. Los primos se veían triunfantes de reafirmar su heterosexualidad y se veían igual de cómodos que los señores de la mesa del lado. Pero yo no estaba muy segure de qué pensar. Observé a mi alrededor, cuestionando cada una de las cosas que estaban sucediendo desde mis lentes feministas primerizos. Al fin, mi mirada se enfocó al fondo, cuando observé a un hombre de unos 60 años con una mujer que seguro tenía poco de ser mayor de edad, como yo. Ella estaba sentada en sus piernas. La estaba tocando. No pude observar la imagen mucho tiempo, decidí que si era demasiado para mí aquel lugar. 20 minutos me habían bastado.
En ese entonces muchas cosas pasaron por mi cabeza, pero lo principal era que no podía soportar la idea de ver una mujer tan joven siendo tocada por un hombre mucho mayor que ella. Claro que era su trabajo, y ni en ese entonces, ni ahora, he pensado que el trabajo sexual debería ser abolido. Pero en la juventud de mi lectura aquello se veía moralmente no aceptable.
No podía dejar de pensar en las estructuras patriarcales que permitían que aquello sucediera. Que un lugar estuviera exclusivamente pensado para el goce y placer de unos cuantos hombres, y que una mujer de mi misma edad pasaba las noches siendo tocada por un hombre como aquel que podría ser su abuelo. Imaginé muchas cosas, y decidí que era hora de partir.
Pasaron los años, y con ello mi disertación al feminismo en cualquiera de sus formas una vez que comencé a inyectarme testosterona cada veintitantos días. Aunque jamás dejé de ser antipatriarcal. Nunca supe cómo acomodar todo aquello que vi, pero jamás lo olvidé tampoco, cuestionando si realmente había servido seguir mi propia regla de vivir lo más que se pudiera solo por tener qué escribir.
Unos cuantos años después, yo ya siendo leído como hombre, me reencontré con mi mejor amigo de la infancia con quien, la última vez que nos habíamos visto, yo era aún una niña y él un niño. 10 años habían pasado y ahora éramos dos adultos jóvenes aprendiendo a navegar la vida de hombres. En algún punto de esa primera charla me sorprendió que, a pesar de ser un hombre heteronormado del norte de Sinaloa que no parecía estar sensibilizado con temas de feminismo, me preguntara si yo había decidido “cambiar” por la violencia que viven las mujeres. Acto seguido, al yo preguntarle qué hacía para divertirse, él confesó que solía ir al mar a pistear en su moto y que seguido iba a los tables de la ciudad. Terminó diciendo “deberíamos ir juntos un día”. Entendí que la propuesta venía de sí leerme y aceptarme como un hombre más. Rechacé la oferta.
Que me preguntara ambas cosas me hizo sentir por dentro como el centro de Guadalajara: un lugar donde el patriarcado y la diversidad coexisten sin saber cuál es el límite entre los dos. Me pregunté si esto realmente significaba ser hombre: que mi mejor amigo con quien la última vez que nos vimos todavía andábamos en bicicleta, jugábamos tazos, carritos, a la pelota, las escondidas. Ahora que él era un hombre joven y yo me veía como un hombre, la única posibilidad que se le ocurrió para convivir fue a través del deseo por las mujeres. Nunca he sabido cómo colocar esta charla dentro de mí.
Pasaron los años de nuevo, me creció aún más la barba, no volví a ver a mi mejor amigo y no volví a pensar en table dances. Hasta que este Febrero, mi amigue Burbiculo, quien es educadore sexual me invitó a la quinta edición de un evento que organiza: Desnudez Disidente. Este fue un lugar pensado para que las mujeres bisexuales, lesbianas y personas disidentes de género pudieran explorar su deseo y placer desde otros lugares. Un lugar pensado para que las disidencias y las mujeres pudieran tener acceso a servicios sexuales y que no fuera tratado como un tabú, o como algo que estaba penado para sus cuerpos. Yo antes solo había escuchado de los cuartos violeta, que son como los cuartos oscuros que los hombres gay tienen.
Los cuartos oscuros son un espacio cerrado y oscuro donde tienes encuentros sexuales o eróticos con otros hombres. De la misma forma, los cuartos violeta buscan el encuentro entre mujeres con otras mujeres. Pero había escuchado que por lo general no funcionaban del todo bien por el pudor que las mujeres usualmente tienen sobre sus cuerpos y su sexualidad.
Desnudez Disidente proponía otra cosa. Así que decidí ir, pensando en las dos anécdotas que había vivido antes. Pensando que el placer y el deseo no es algo sucio o que debería ser castigado. Pensando que yo ni como mujer, ni luego como persona trans, tenía lugares dónde explorar mi placer, como aquellos que los hombres cisgénero sí tienen. Pensando que la única forma de acceder a esos espacios se sentían como sucumbir ante el patriarcado y permitir que otras violencias sucedieran a mi alrededor si accedía a mi placer de esa forma. Encima, por ser demisexual, realmente no sabía si me iba a gustar un lugar así. Pero la curiosidad de saber si mi cuerpo realmente podía sentir algo solo por ver a extrañes mostrar su cuerpo me movía para encontrar las respuestas. Además, el line up del show estaba constituído por cuerpos diversos en muchas categorías: mujeres trans, un hombre trans, personas no binarias, etc. No solo la dicotomía hombre que observa desde el deseo – mujer que es observada y deseada.
El lugar parecía un antro pequeño y en el centro se encontraba un tubo. La host, una mujer trans, presentaba cada uno de los actos que íbamos a ver esa noche. El lugar poco a poco se fue llenando, las mujeres fueron tomando su lugar frente al escenario, rodeando el tubo, platicando con la del lado, tomando mezcal, chelas, tequila.
Poco a poco comencé a encontrar caras conocidas. Todas mujeres o disidencias que alguna vez había visto en la vida cotidiana. Por un momento pensé que era extraño reconocer que a todes nos unía ahí el deseo de presenciar la desnudez de otros cuerpos. Muchos de esos cuerpos como los nuestros. Cuerpos que no habíamos visto tomar espacios como aquel.
Conforme pasaron los actos vi las caras de las mujeres que miraban el show. Siento que podría dividirlas en tres grandes grupos: Primero, las que miraban abiertamente con deseo y platicaban con sus amigas o disfrutaban a solas. De segundas, las que miraban con pudor, pero con un deseo ardiente que no sabían cómo colocar dentro de sí, y que miraban nerviosas pero con una sonrisa en la cara al final. Y el tercer grupo, en el que creo que estoy incluído yo, que mirabamos el show como un gran performance artístico de baile, goce, cuerpos, deseo y admiración por lo que se nos presentaba delante, y que no necesariamente estaba atravesado por el deseo sexual, pero sí por una gran felicidad y maravilla de estar presenciando esa pasarela de diversidad corporal y sexual.
Me sorprendí a mí mismo sintiendo euforia de género al ver al único chico trans del grupo tomar el tubo y mostrar su vulva en testosterona. Expresar su feminidad en un cuerpo con mastectomía, verle recibir billetes por retomar la sensualidad de su cuerpo. Mostrar su clítoris disidente. Me pregunté si yo sería capaz de aquello, me pregunté si era posible para mí mostrarme como lo hizo. Me pregunté sobre la masculinidad y la feminidad en relación a la sensualidad. Que mayoritariamente vemos lo enteramente femenino leído como sensual, y él estaba rompiendo con esa dicotomía.
Decidí ponerme en la boca unos de los billetes de juguete que había canjeado por mi dinero y dárselo. Como símbolo de agradecimiento por permitirme verle y verme a través de su desnudez. Así mismo vi a mi amiga trans observar a una mujer trans a quien le daba gran cantidad de sus billetes cuando la chica se desnudaba para dejar al descubierto sus bragas donde estaba visiblemente montada. Jamás había visto una mujer trans expresar su cuerpo de esa forma tan sensual sin que eso implicara que tuviera que mostrar a fuerzas sus genitales. El estar montada es una estrategia como los binders de los hombres trans que las mujeres trans usan para aplanar el bulto genital de la misma forma que nosotres lo hacemos con nuestros pechos.
Había privados, que tenían costo y podías escoger al stripper de tu preferencia. Vi las miradas de intriga y deseo de algunas mujeres que se preguntaban con la mirada si era posible acceder a lo privado a cambio de una moneda, y la cara de felicidad mezclada con vergüenza de venir del privado. Intuyo que la vergüenza venía no de que sintieran que lo que hicieron estuviera mal, sino de haber experimentado quizás por primera vez abiertamente su deseo de esa forma. Y saber que las personas alrededor sabíamos que venían de haber expresado ese deseo de forma activa. O por lo menos, eso era lo que yo pensaría si estuviera en su lugar.
Toda la noche me hizo sentir muchas cosas que no fueron sexuales pero sí quizás eróticas. Reafirmé eso que pensaba de mí demisexualidad de que no me puedo excitar solo por ver el cuerpo desnudo de un extrañe como otras personas, y me dio gusto reconocerlo. Me hizo celebrar mi cuerpo y el de las personas disidentes que me rodeaban. Fue una noche de festejar la existencia y el cuerpo de les otres de formas que jamás había podido experimentar, mucho menos tratándose del cuerpo de personas disidentes. En retrospectiva pienso que seguramente en los inicios de la escena ballroom hace algunas décadas, las personas que asistieron a esos eventos se sintieron un poco como nosotras y nosotres nos sentimos esa noche. Me imagino el deleite de encontrarse por primera vez en un lugar que te reconoce y hace que reconozcas a otres como tu. Y que la mirada, el cuerpo y la expresión de género de les otres, sean casi como un permiso para existir con más fuerza, orgullo y felicidad. Me imagino que aquellos bailes le cambiaron la vida a varias personas, como intuyo que se la cambió a varias mujeres y disidencias lo que Desnudez Disidente nos regaló esa noche.
Desnudez Disidente es una iniciativa de Burbiculo, une performere que trabajaba en entretenimiento para adultos antes de su mastectomía, y que busca generar espacios donde una clientela distinta pueda disfrutar de shows eróticos, y quien llevó este proyecto a la realidad en colectivo con otras personas disidentes. Un sueño por la emancipación del cuerpo y la sanación de la herida milenaria por vivir una sensualidad y sexualidad plena. Actualmente están buscando patrocinios para seguir con este proyecto, ya que sin este apoyo no podrán seguir organizándolo, por la fuerte censura en contra del erotismo y de las personas disidentes a la cual se enfrentan. Ojalá seguir presenciando estos lugares que nos recuerdan la belleza de los cuerpos disidentes y la potencia de la sensualidad. Si quieren contribuir, pueden enviar un correo a burbiculo@gmail.com