
“La ciencia ficción correctamente concebida, como toda ficción seria (…) es una forma de intentar describir lo que de hecho está sucediendo, lo que la gente hace y siente, cómo la gente se relaciona con todo lo demás en este vasto saco, en este vientre del universo, en este útero de cosas por ser y en esta tumba de cosas que ya fueron, en este relato sin final”.
Úrsula K. Leguin “La teoría de la bolsa de la ficción”
Ciencia ficción costumbrista, ni capitalista ni socialista: nacional y popular. Mientras desde el norte los tecno-ricos como Elon Musk y Jeff Bezos apuntan a Marte y al espacio exterior como adalides de la ciencia ficción capitalista -en términos de Michel Nieva- y prometen desarrollos tecnológicos que salvarán del colapso global a quienes puedan pagarlos, desde el sur, un ensamblaje de talentos criollos audiovisuales produce un acontecimiento cultural que abre una conversación mundial sobre una comunidad organizada para enfrentar la invasión y el apocalipsis que se presenta como una catástrofe climática: una nevada mortífera con cenizas tóxicas y un imprevisible enemigo alienígena.
Netflix estrenó la serie “El eternauta”, basada en la novela gráfica más importante de la historia argentina y la pieza se volvió un hit. En la conversación digital, en redes y chats de Whatsapp, cada marca de argentinidad, desde una humorada picaresca (“¿Se largolla o está relampajeando?), pasando por la aparición del cartel de una banda de cumbia icónica (Los Palmeras) hasta la mención a las Islas Malvinas (en esos términos porque la traductora que trabajó en los subtítulos en inglés así lo dispuso) se festeja como un gol, con orgullo colectivo propio de campeones del mundo.
La historieta original fue ideada por Héctor Oesterheld e ilustrada por Francisco Solano López y publicada inicialmente en 1957, en plena proscripción del peronismo. Así como el guionista e historietista, desaparecido por la última dictadura militar junto a otras nueve personas de su familia, intentó describir “lo que estaba sucediendo, lo que la gente hace y siente, cómo la gente se relaciona con todo lo demás en ese entonces”, casi 70 años después, el director de cine Bruno Stagnaro retrata “lo que está sucediendo, lo que la gente hace y siente, cómo la gente se relaciona con todo lo demás”. Como toda historia de ciencia ficción “correctamente concebida”, tiene la fuerza de lo universal y la capacidad de atravesar el tiempo.
“El Eternauta” ha funcionado como alegoría de múltiples episodios políticos: el bombardeo a Plaza de Mayo de 1955, los fusilamientos de José León Suárez, las desapariciones del terrorismo de Estado y en el presente cada cual sacará sus propias conclusiones sobre quiénes son “Ellos” (así se nombran los principales antagonistas del comic, descriptos como el “odio cósmico”) y si es posible construir un “Nosotros”.
Lo cierto es que, a contramano de la época de salvaciones individuales, cursos rápidos, apuestas, consumos vertiginosos efímeros y subjetividades digitales especulativas que transforman a los humanos en datos para el capitalismo financiero, una comunidad diversa en la que conviven desde un excombatiente de Malvinas hasta una venezolana que pedalea para una aplicación de repartidores de comida se transforman en el verdadero héroe colectivo.
Un héroe colectivo que al comienzo no se reconoce como tal, que empieza con discusiones inútiles, pases de factura y prejuicios honestos hasta que se dan cuenta que el enemigo es otro, que tienen que aprender a convivir en una comunidad organizada, construir su propia democracia, para salvarse. En “El Eternauta” los lazos sociales importan.
Para su gesta patriótica, el grupo humano tiene como guía una premisa reivindicativa de la trayectoria, lo ancestral: “lo viejo funciona”. La memoria compartida no opera con nostalgia sino como una activación del presente. Lo viejo no tiene que ver únicamente con los aparatos como la radio, los handys o los autos más antiguos que funcionan cuando las tecnologías más modernas, como los celulares, dejan de ser útiles frente a la hecatombe. Los oficios, los saberes manuales y artesanales, los aprendizajes de la escuela industrial, la herencia del conocimiento familiar y el ingenio ciollo (“Lo atamo´ con alambre´” es un refrán popular argentino) también están puestos en valor en el borde del fin del mundo.
Es imposible no ver la obra en su contexto cuando es el propio presidente de la Argentina, Javier Milei, que acuñó el término “viejos meados”, y la clase política siguió hablando en esos términos, para hacer referencia despectivamente a los adultos mayores. O el desprecio del gobierno nacional a jubilados y jubiladas que todos los miércoles reclaman por haberes que les permitan sobrevivir.
“El Eternauta” conmueve a los propios y llama la atención de los ajenos porque muestra (y nos recuerda) de qué estamos hechos los argentinos, el core argento: el lunfardo, los piquetes y la ocupación callejera para protestar, los cortes de luz en verano, el ritual del truco entre amigos, las reuniones de consorcio en los edificios, nuestros Trenes Argentinos, los colectivos, la General Paz como frontera, las creencias populares como el Gauchito Gil o San Jorge, el rock nacional, el fútbol, la solidaridad rioplatense en las llamadas por radio, la hermandad latinoamericana que aparece en formato de aviones.
Pero la serie no es un reservorio de marcas de identidad, también imprime valores en los personajes. La comunidad organizada que constituye el héroe colectivo de la serie en una Buenos Aires apocalíptica es solidaria. Cuida a los más chicos, a los enfermos y a los viejos. La comunidad organizada es generosa sin mezquindades. “Agarren lo que quieran pero las armas lejos de los chicos”, dice un hombre que custodia un shopping convertido en refugio de campaña.
Juan Salvo, el protagonista interpretado por Ricardo Darín, se deja arrasar por la fuerza de la comunidad organizada. Él no quiere usar armas, no quiere cuidar a un adolescente desconocido, no quiere ir a Campo de Mayo, no quiere ir en una misión a ver si pueden hacer funcionar una locomotora. Sin embargo, hace todo eso que no quiere. Juan Salvo deja de lado su deseo por el bien común; un gesto de verdadera ciencia ficción costumbrista en un presente guiado por la ilusión del individualismo.
La comunidad organizada tiene las tensiones, las desconfianzas, los roces, los engaños, las paranoias y los conflictos propios de los vínculos humanos. La comunidad organizada que logra reconocerse como tal, divertirse y darse apoyo mutuo cantando una canción, es la resistencia.
En seis episodios de menos de una hora, con un despliegue descomunal de efectos especiales, vestuario y maquillaje que no fue tercerizado con productoras extranjeras sino que se resolvió con talento y recursos criollos, “El eternauta” muestra que el progreso es producto de la cooperación y que el cuidado mutuo es una estrategia de supervivencia.
El relato, como cada historia apocalíptica, pone a pensar cuál sería nuestro kit de salvataje: qué destrezas, saberes o elementos son los que vamos a aportar. Sin embargo, en tiempos complejos y polarizados parece preguntarnos si estamos dispuestos a aprender a convivir, a negociar espacios, a compartir lo público, a ser comunidad organizada. Y quizás sea eso lo más importante cuando la invasión alienígena llegue y la ciudad esté nevada: ¿todavía podemos ser una comunidad organizada?
La serie es un hit que parece recién empezar y no es una metáfora de una segunda temporada que aún no fue filmada. Algo del ser y sentir nacional se reactivó trayendo renovadas esperanzas sobre lo que fuimos, somos y podemos ser mientras gobierna el país un imprevisible proyecto de ultra derecha que siempre odio a diario.
Hace días que “El eternauta” es un tema de conversación y nos hace sentir parte de una gesta heroica mayor que ahora se embarcó en un desafío: encontrar a los nietos de Oesterheld. Las cuatro hijas de Héctor Germán Oesterheld y de su esposa, Elsa Sánchez, fueron víctimas de secuestro durante la dictadura cívico-militar. El día del estreno, la cartelería callejera que promocionaba la serie apareció intervenida con fotos de ellas. Dos de ellas estaban embarazadas al momento de su desaparición. Es probable, la historia política así lo demuestra, que hayan parido en centros clandestinos de detención y que sus bebés hayan sido apropiados. Esas criaturas hoy son personas adultas que quizás vieron “El eternauta” pero no saben que tienen que estar orgullosas de su abuelo porque no saben quiénes son.
La ciencia ficción costumbrista reactivó algo que nos pone a creer otra vez, porque las causas del pasado reciente nos siguen interpelando. Nos pone a expandir los márgenes de la imaginación política en el presente.
La serie empieza con tres chicas en un velero en el Río de la Plata mientras suena “Paisaje” de nuestra Santa Gilda: “No se piensa en el verano cuando cae la nieve”. Aunque el porvenir en la ficción aparece como flashes en la cabeza de Juan Salvo, en la realidad el futuro no está escrito. Cae la nieve, Argentina, “deja que pase un momento y volveremos a querernos”.