Hace años, cuando aún era joven, vivir una pandemia era impensable y la sola idea de pasar horas en un bus no hacía que me doliera la espalda, me propuse marchar en los Orgullos de cada una de las cinco provincias unidas de Centroamérica.
Gracias a los autoritarismos, el asunto me quedó fácil: desde hace más de una década que en Tegucigalpa, Honduras, no se marcha porque el 28 de junio es el aniversario de su golpe de estado más reciente. En Managua, Nicaragua, el orteguismo ha arrasado con todas las formas de manifestación social, incluyendo las procesiones católicas y el Orgullo mismo. Me quedaban, entonces, tres por visitar: en Ciudad de Guatemala, en Guatemala, me recibió un mar de lluvia. En San José, Costa Rica, sentí la desazón de que mi primer avistamiento de la marcha haya sido una carroza de una marca gringa. Mi morazánico impulso resultó en un afecto enorme por el Orgullo de San Salvador, en El Salvador.
Por todo lo agreste y hostil que es como ciudad, a pesar de lo agresiva y facha que es su sociedad, San Salvador es una buena ciudad para marchar: sus arterias principales son planas, el clima social es tan horrible que vender al Orgullo con brillitos y arcoíris queda complicado para quienes tratan de mercadear con él. No tendremos derechos, ni hubo voluntad política durante los 32 años de democracia para hacer mucho por ellos, pero tenemos, al menos, intacta la bravura de la calle. Es eso lo que este junio, en el primer Orgullo desde la instauración de la dictadura, nos sostuvo en pie.
En El Salvador, el Orgullo, así como el resto de manifestaciones públicas, es ilegal de facto desde el 26 de marzo de 2022, cuando el entonces aún legítimo gobierno central emitió un decreto ejecutivo ordenando un Estado de Excepción, el cual suspende los artículos de nuestra Constitución que establecen los plazos máximos de la detención administrativa, la inviolabilidad de las comunicaciones y la libre asociación pacífica como recurso extremo para contrarrestar los delitos asociados a pandillas, una crisis social de décadas y de efectos devastadores en el país entero. La Constitución vigente dicta que un Régimen de Excepción no puede durar más de un mes. Este ha sido renovado ininterrumpidamente durante 27 meses. Su extendida vigencia, como todo lo transcurrido desde entonces, es ilegal.
Durante los primeros días de su aplicación, todos los canales de comunicación, incluidas las redes sociales, se regocijaban con la cantidad demencial de personas que estaban siendo capturadas. Todas, se afirmaba sin cuestionamiento, eran pandilleras. No pasó mucho tiempo para evidenciar lo que estaba sucediendo en realidad: los cuerpos de seguridad debían cumplir con una cuota de capturas por día. El establecimiento de una línea telefónica para recibir denuncias anónimas resultó en una alta cantidad de personas falsamente denunciadas como pandilleras debido a rencillas familiares o vecinales, exparejas ejerciendo violencia de género y personas trans recibiendo castigos correctivos en custodia del Estado. El hacinamiento dio pie a crisis sanitarias y grandes violaciones a derechos humanos dentro de los centros penales, incluidas la violación como tortura, la desaparición forzada y la muerte en prisión. Kaory, una mujer trans de una ciudad del interior, me contaba el año pasado que lo primero que hicieron los soldados al capturarla fue arrancarle las uñas y cortarle el cabello antes de aventarla, cual bulto, a una celda hacinada, llena de hombres.
La respuesta social ante esto ha sido la masificación de un terror que solo se compara por el impuesto por los grupos paramilitares de extrema derecha en los años previos a la guerra civil (1981-1992).
Las pandillas han desaparecido de la vida pública, pero el apoyo al Régimen es tan masivo y omnipresente que el disenso más timorato es recibido con persecución, acoso y silenciamiento. En la toma de posesión ilegítima del 1 de junio pasado, cuando Nayib Bukele inició su segundo mandato presidencial a pesar de que la Constitución de la República prohíbe la reelección consecutiva, el ilegítimo demandó obediencia y fe de la ciudadanía. Desde la instauración del Régimen de Excepción, cualquier oposición es, en efecto, tratada como herejía. El Salvador entero vive en un éxtasis de fachismo que no parece tener contraparte.
Se preguntará usted ahora qué cuerno tiene que ver esto con el Orgullo, con la bravura de la calle que mencioné anteriormente, con lo megafacha que es la sociedad salvadoreña. A pesar de nunca haber sido nada menos que infernal, San Salvador tiene la Marcha del Orgullo más antigua de Centroamérica: se toma las calles a fin de junio desde hace 27 años.
En 1997, año en que 200 personas caminaron algunas cuadras proclamando por primera vez nuestra existencia en público, El Salvador de entonces tenía cosas que ahora hemos perdido: una timorata democracia, aborto despenalizado en tres causales, alguna que otra certeza. Nunca hemos tenido matrimonio igualitario, ni cambio de nombre por canales administrativos. Nunca hemos tenido Orgullos patrocinados por bancos gringos, ni grandes empresas locales. En estos 27 años de marcha, se consiguieron, eso sí, cosas como un decreto proclamado en 2010 que prohíbe la discriminación en la administración pública por razones de género y orientación sexual; en 2015, la tipificación penal del odio por razón étnica, política religiosa o sexogenérica como agravante de un homicidio; la instauración de un modelo de atención en salud para la población LGBTI y el FVIH-1, un formulario de captación de datos durante la toma de la prueba de VIH que respetaba las identidades de género y orientaciones sexuales. Todo esto, por pobre o simbólico que parezca, ha sido desmantelado o se ha vuelto inutilizable en cuestión de meses.
En febrero de 2024, justo durante la visita de Nayib Bukele y Javier Milei a una conferencia de políticos conservadores estadounidenses, el entonces ministro de educación salvadoreño anunció súbitamente la erradicación de la «ideología de género» del currículo nacional. Esto es simpático porque la educación básica sobre salud sexual y reproductiva es casi nula y no hay registro siquiera de la información que los centros escolares fueron obligados a remover. Lo que no fue discutido públicamente, pero se supo mediante este magnífico canal de comunicación que es hablar con mariconas, es que esa orden fue extendida al sistema sanitario, lo cual impactó directamente al modelo de atención para la población LGBTI.
La cuirfobia es un cuento antiquísimo, recurso estrella del facho que tiene demasiado empanizado el cerebro como para lograr juntar dos neuronas y hacer sinapsis. Que la use un facho seduciendo a la vida no impresiona, no aporta, no marca tendencia. Que la usen dos, porque Milei impulsó una ofensiva en contra de las conquistas LGBTI justo al mismo tiempo, impresiona muchísimo menos. Los gobiernos fachos saben que mencionar a la maricona, a la trava, es un recurso fácil para distraer de lo verdaderamente apremiante: una semana antes del Orgullo, en San Salvador se ordenó sacar de cartelera a una obra teatral por contener «contenido no apto para las familias salvadoreñas», cosa que da risa cuando sabés que no hay qué regocije más a una familia salvadoreña promedio que celebrar el asesinato de un maricón, tal cual se hace en el primer acto de la obra censurada. Un día antes del Orgullo, el anuncio del despido de 300 personas del Ministerio de Cultura fue vendido fachamente como una purga ideológica, dando a entender que pura loca había sido despedida. Si bien la primera funcionaria trans, afiliada al partido oficial, fue cesada de su cargo, la lista de despidos incluye no a dragas, no a locas, sino a empleades con décadas de servicio público.
El Orgullo de 2024 tenía todo para ser tenso.
San Salvador es, de hecho, una ciudad tensa. No recuerdo un momento en que haya habido algo remotamente habitable aquí. Cada gobierno local ha tratado de hacer a esta ciudad lo más inhóspita posible: todo es cemento, no hay sombras ni espacios públicos de convivencia libres de la perenne sensación de que algo terrible está a punto de ocurrir. Durante el Orgullo, esa hostilidad tiene tintes casi lascivos, pero hasta hace un par de años, inofensivos: un año amanecimos con el punto de inicio de la marcha tapizado de versículos bíblicos. Empero, las más de veinte mil personas que vuelven del Orgullo la marcha más numerosa de la cotidianeidad salvadoreña llevan un par de años enfrentando a un pobre gringo que arenga con español Dora La Exploradora, mientras sostiene un cartelito traducido en Google, que dice que el sexo homosexual es pecado. Alguien tuvo el tino de gritarle Go back to your country! Solo entonces entendió que le convenía salir de ahí.
A la noche, a media fiesta, la gente hablará de los despidos en Cultura, del diputado oficialista a quien todes hemos visto en cuatro en Grindr, del gringo cobijado por El Santísimo y Google Translate. En la calle sigue sin haber #loveislove, ni patrocinios de CitiBank. En la calle solo estamos nosotres, la marcha más grande de toda la movilización social salvadoreña, sin patrocinios, sin garantías constitucionales, sin nada que perder.
Este año, durante este Orgullo, llovió. Es junio y esto es el trópico; no hay nada de extraño con que llueva en estas fechas, pero las garantías constitucionales siguen suspendidas y los dos (2) agentes motorizados apostados frente a la cabeza de la marcha insistían con que deberíamos salir de la calle, la que nos pertenece, con la que tanto miedo nos desplazamos a pesar de vivir ahora, según el gobierno, en una portada de Atalaya.
Es junio y aquí va prese cualquiera, por lo que sea. Es junio y la seguridad de una marcha cualquiera depende de la cantidad de gente que te acompañe y la lluvia seguramente hizo que más de alguien se quedara en casa. Empero, a lo largo del recorrido de la marcha había niñes felices con sus banderas de arcoíris; parejas tomadas de la mano en público, quizá por primera vez; dragas, hermanas mías, haciendo un performance denunciando el genocidio palestino en medio de la más feroz avanzada facha de nuestra historia reciente porque están conscientes ellas, nosotres, que sobrevivimos en racimo, en mazorca, en matata; nos salvamos en conjunto, en público, en la calle. Es junio, la democracia se cae, y nosotres seguimos en la calle.