mayo 5, 2022

El bullying no es cosa de niñxs, es violencia patriarcal

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Ilustración de Carolina Urueta

Cuando hablamos de acoso escolar o bullying nos referimos a un fenómeno social que se compone de una serie de conductas violentas injustificadas (hostigamiento, acoso, amenazas, intimidación, exclusión social, agresión física, verbal y sexual, difamación, etc.) llevadas a cabo por un estudiante con el objetivo de lesionar, humillar y dañar a otro. El bullying se configura a partir de cuatro características fundamentales: 

  1. Una relación asimétrica entre víctima y victimario en la que hay abuso de poder
  2. La intencionalidad de dañar 
  3. No hablamos de un conflicto aislado sino de un maltrato reiterado 
  4. Se sostiene gracias al silencio del entorno 

Se trata entonces de un juego de poder-subordinación en el que participan cinco actores diferentes (victimario, víctima, observadores, adultes y la institución escolar o universitaria) que se relacionan a partir de estereotipos e imaginarios sociales reproduciendo el sistema social violento y patriarcal del cual todas, todes y todos hacemos parte, en donde las personas y grupos que no cumplen con los estándares heteronormativos son constantemente violentades, discriminades y marginades. En el contexto escolar esta situación es entendida como “cosas de niñes”, restando importancia a las agresiones, dejando vulnerables y desprotegides a las víctimas, dudando de ellas y de las veracidad de las agresiones, mientras se protege al agresor. 

Les agresores son estudiantes, niños o niñas que reproducen roles y estereotipos de género aprendidos para encajar en la sociedad. En el caso de los hombres, son niños y adolescentes que buscan reafirmar su masculinidad a través de relaciones agresivas que denoten superioridad y poder social con acciones principalmente físicas contra otros hombres, mujeres y personas diversas, a diferencia de las mujeres que son niñas y adolescentes, cuyas agresiones suelen ser en su mayoría verbales, con las que reafirman estereotipos asociados a la imagen y a la aceptación por el sexo opuesto y sus víctimas son principalmente otras niñas. Les agresores suelen ser líderes que se mantienen acompañados de un grupo que valida y apoya sus acciones violentas, reafirmando su posición de poder.  

La víctima, por su parte, puede ser cualquier persona percibida como diferente y vulnerable respecto a las mayorías presentes en el lugar y en referencia al mundo adulto idealizado y, por tanto, no cumple con roles sociales de poder establecidos en cuanto a género, raza, etnia, orientación sexual, identidad de género, neuronormatividad y estatus socioeconómico. Les niñes violentades pueden encontrarse bajo amanaza al punto de convencerse de que no es seguro pedir ayuda, o sencillamente no encontrarla, y terminar culpándose por los ataques, e incluso personificando las humillaciones a las que son sometidos, y de esta forma los ciclos de violencia se mantienen. 

Luego tenemos a les observadores. Suelen ser otres estudiantes que no hacen parte directa de la relación de poder-subordinación, pero están allí como espectadores. La inacción de estas personas responde a un bajo sentido de responsabilidad, al miedo de volverse blanco de ataques, a no saber cómo ayudar o al temor por causar más daño si intervienen. Son personas que intentan pasar inadvertidas en un ambiente evidentemente agresivo. El problema con su silencio, como en todas las situaciones de violencia, es que validan el poder del opresor y permiten que este agreda simplemente porque puede, porque nadie le va a detener, perpetuando las dinámicas de violencia. 

Dentro de les adultes que participan de esta situación encontramos, a su vez, tres tipos de actores diferentes. Por un lado, madres y padres que, como figuras a imitar que hacen parte del contexto social, refuerzan todos los estereotipos impuestos por los agresores. Las familias de las víctimas suelen no creerles, minimizar sus sentimientos de miedo y dolor, y a veces promover ideas como “hay que aguantar para ser cada vez más fuertes” o “defiéndete y golpea de vuelta”, dejando a les niñes en mayor grado de vulnerabilidad, pues muchas víctimas no encajan en el estereotipo atravesado por la agresividad. Las familias de los victimarios, por otra parte, normalmente no identifican las violencias, a veces porque también las tienen tan interiorizadas que el estudiante que acosa solo está reproduciendo las conductas que le dan a imitar, o porque creen que las esas dinámicas son normales entre niñes, que eventualmente van a pasar y que no hay necesidad de intervenir.  

Y, finalmente, están les profesores, psicólogues y directivas escolares, con conductas de agresión social también normalizadas que reafirman la idea de que son “cosas de niñes” quedando como simples observadores del fenómeno y, no pocas veces, como partícipes o ejecutores de la agresión, haciendo uso de la posición de poder que el rol de docentes les confiere, como ocurrió en el caso de Sergio Urrego, quien luego de ser sistemáticamente discriminado por la rectora, psicóloga y veedora de su colegio por su orientación sexual, acabó con su vida en 2014. Se trata de un rol complejo dentro de este fenómeno pues es responsable del bienestar de les niñes en la institución, pero también se rigen por protocolos y normativas impuestos por la misma, que muchas veces les limitan, bien porque no existen pautas claras sobre la violencia escolar o porque las normas terminan reforzando estereotipos heteronormativos representados en estas violencias, llevándolos incluso a ejercerlas y reproducirlas. 

La institución educativa es  el último actor involucrado en el acoso escolar porque cumple el rol del Estado en este sistema social que es la escuela o el colegio, lo que resulta interesante pues al final siempre actúa, por acción u omisión, al igual que cuando ocurren violencias basadas en género. Sin protocolos claros y sin una perspectiva de derechos humanos y enfoques diferenciales, las instituciones también mueven también por estereotipos sociales. Como los agresores suelen ser figuras de liderazgo, idealizadas y constantemente validadas, cuando las víctimas piden ayuda, este llamado es minimizado y desestimado. A esto se suma la cultura del silencio, que se mantiene desde las autoridades escolares para preservar la imagen social que se tiene de la institución o que esta pretende proyectar. Saben que pueden tener una sanción social de hacerse públicos casos de bullying y por tanto los minimizan, tratando de ocultarlos. Quienes ostentan el poder se cuidan entre ellos.  

Como ocurre con las violencias patriarcales, existe la falsa creencia de que las víctimas tienen comportamientos que incitan a la violencia, que sufrirlas les hará más fuertes, que no ocurrirían si se supieran “defender”, que son “bromas inocentes” y que los agresores son solitarios, enfermos, sin habilidades sociales. En el caso del acoso escolar se suma la idea de que son “cosas de niñxs” y que por ello los adultos no deben interferir. El problema es que, como todas las violencias, esta también puede tener consecuencias mortales. 

En Colombia, el acoso escolar se configura como un problema de salud pública y aún así existe una deuda enorme en cuanto a las investigaciones que existen al respecto, como expone el Laboratorio de Economía de la Educación (LEE) de la Universidad Javeriana, que encuentra que las últimas cifras oficiales existentes son las de las pruebas PISA de 2018. Dichas pruebas ubican a Colombia en el segundo lugar de América Latina con mayor riesgo de violencias en el contexto escolar, con un 32% de estudiantes que reportaron haber sufrido algún tipo de acoso respecto al promedio de la OCDE, que es del 22%. El país ocupa también el 10° puesto de países con mayores índices de acoso escolar en el mundo, con 8.981 casos de acoso escolar entre 2020 y 2021 , de acuerdo con el Primer Informe Mundial de la ONG Internacional Bullying Sin Fronteras. La Fundación Sergio Urrego reporta que en los últimos dos años ha atendido 7.500 casos graves en el país.

A pesar de la deuda en la investigación y datos sobre este fenómeno, sabemos que, así como la violencia machista, el acoso escolar mata. Sufrir violencia escolar se considera un factor de riesgo para el desarrollo de problemas de salud mental e incluso comportamiento suicida (ideación, intento y suicidio consumado) y, además, sabemos que las agresiones pueden escalar a niveles que lleven a la muerte como ocurrió en el 2014 con Sergio Urrego en Bogotá, quien se quitó la vida tras ser víctima del acoso por parte de la rectora, psicóloga y veedora del colegio donde estudiaba, a razón de su orientación sexual.

En en abril de 2022, en Manizales, Caldas, un menor de edad de la Institución Educativa Rural José Antonio Galán cayó de un segundo piso y fue hospitalizado con trauma craneoencefálico. Su mamá denunció que se trató de un caso de acoso escolar reiterado, mientras que la institución afirmó que “fue un accidente” por “un juego brusco de niños”.  También en Manizales, Caldas, en el Colegio San Pío X, se investigó el caso de un niño de 11 años que falleció tras presuntamente recibir golpes en la cabeza por parte de compañeros. Y en el Colegio Granadino (el más prestigioso y costoso de Manizales), el 28 de abril de 2022, un niño de 13 años sufrió una perforación en uno de sus testículos luego de que sus compañeros intentarán un empalamiento en lo que llamaron “una broma”; la familia ya había hecho antes llamados de atención a la institución sin encontrar respuestas y, según comentan representantes de estudiantes de este colegio, el silencio institucional ha respondido a que los agresores hacen parte de familias poderosas de la ciudad, ejemplificando perfectamente la reproducción del sistema social patriarcal basado en relaciones desiguales de poder al interior de una institución educativa, reseñado además por varias familias en una carta enviada a la institución manifestando su preocupación por la situación que reconocen como sistemática. 

Son les adultes quienes tendrían el poder de ponerle un freno al bullying y tienen una enorme responsabilidad tanto en detener las agresiones –cosa que no hacen- como en evitar que se reproduzcan. Como adultes tenemos la obligación de brindar vínculos afectivos, fuertes y seguros basados en el cuidado, tanto para que les niñes tengan la confianza de contarnos cuando les esté ocurriendo algo, sin sentir miedo a ser discriminados, como para que las actitudes y conductas a imitar no sean orientadas al daño y la destrucción. También tenemos que educar, formar y animar a niñes y jóvenes a romper el pacto patriarcal, acabar con el silencio y promover el cuidado de sí mismes y del otre, de forma que puedan quitarle poder a les agresores. Si logramos esto, las lógicas de cuidado se van a perpetuar por encima de  las violentas. 

Adicionalmente, debemos reconocer que somos nosotres quienes damos vida a las instituciones y que debemos garantizar el cuidado de la salud mental de las comunidades educativas, aspecto arbitrariamente descuidado por el patriarcado para garantizar la posibilidad de dominación y opresión.  Las normas y las figuras de autoridad deben ser coherentes y brindar ejemplos de formas de relacionamiento saludables y cuidadoras, pues es allí, en las normas y la autoridad, en donde muchas veces se establecen los estándares imposibles que conducen a conductas violentas. 

Algunas instituciones educativas ya cuentan con escuelas de madres y padres para enseñar pautas de crianza y uno de sus objetivos es la prevención del acoso escolar y la psicología educativa se fortalece y capacita cada vez más y mejor para enfrentar el fenómeno, reconociendo que las intervenciones necesarias deben orientarse a todos los actores implicados en el problema (víctimas, victimarios, observadores, adultes y la misma institución). Pero nada va a resolver el problema si no nos animamos todas, todes y todos a romper el pacto patriarcal. 

En las familias es fundamental creerle a les niñes y adolescentes cuando nos dicen que han sido agredides y emprender acciones que hagan evidente para elles que tienen nuestro apoyo. También es necesario que creamos que nuestros niñes y adolescentes pueden ser agresores – todes podemos serlo – y cuando nos llega el reporte o la queja, actuar en consecuencia. Y no se trata de reprender con castigos que igualen las agresiones, sino de comprender: ¿Qué está pasando con ese niñe o adolescente que necesita violentar a otre para buscar bienestar o poder? Son niñes y adolescentes, pero no son “cosas de niñes y adolescentes”, es un asunto estructural de la sociedad. 

Es necesario alzar la voz, no solo en el acoso escolar, sino en todas las violencias basadas en el género, la raza, la clase, la orientación sexual, la identidad de género, y en todas las demás formas de discriminación que vivimos en la cotidianidad y vamos pasando por alto porque pareciera que no fuera con nosotros y al ser cómplices de esas violencias ayudamos a que sean reproducidas por niñes y adolescentes en entornos controlados, como la escuela.  Entonces el secreto está ahí, en romper el pacto patriarcal. 

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One thought on “El bullying no es cosa de niñxs, es violencia patriarcal

  1. Como adultos debemos estar siempre atentos a cada señal de niños y adolescentes. Sobretodo a las señales de silencio de esos niños que pasan desapercibidos.
    Excellente articulo informativo.

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