Suyiney Arias se autodefine como una mujer viviente: es lideresa barrial en Ocaña, Norte de Santander, y migrante venezolana. Después de sufrir muchos episodios de violencia física por parte de su pareja, Suyiney se defendió. Estuvo detenida en su natal Venezuela por agresión en legítima defensa, pero tras un juicio fue dejada en libertad. Llegó a Colombia con la promesa, hecha por una amiga, de trabajar en una fábrica de pantalones. En Cúcuta las recogieron a ella y a su amiga y las llevaron en bus a un bar de Ocaña. La fábrica de pantalones no existía.
—¿Qué es esto? —le reclamó Suyiney a su amiga.
—Tranquila, esto no es nada del otro mundo, es normal —recuerda Suyiney que su amiga le dijo.
—Normal pa’ ti. ¿Cómo es que me va a tocar otro hombre que no conozco? —respondió molesta.
Sus dos hijos menores se quedaron en Venezuela pasando necesidades hasta que ella pudo traerlos, así que durante tres meses su único sustento económico provino del sexo por subsistencia. En julio de 2015, su actual pareja la apoyó para que se alejara de eso. Suyiney se dedicó a vender tintos durante tres años hasta que la migración aumentó y ya no se vendía nada. “La vida de inmigrante no es fácil: llegar sin nada, dormir en el piso, sin colchón, sin cama, sin una sábana y con los sentimientos en Venezuela, porque el cuerpo de uno está aquí, pero los sentimientos no”, señala.
Suyiney fue consciente de que había vivido VBG durante un taller dirigido por Fundación PLAN. Allí, mientras enumeraban las distintas formas de violencia, ella asentía a todas. Su experiencia podría hacer parte de los 2.464 casos de VBG contra personas migrantes y refugiadas venezolanas, registrados entre 2019 y 2023 en Norte de Santander por el Sistema Integrado de Información de Violencias de Género-SIVIGE.
Las lideresas sociales en zonas fronterizas comprenden los múltiples riesgos a los que están expuestas al migrar en medio de crisis económicas y convivir en entornos donde están expuestas a las VBG; riesgos intensificados en medio de una frontera insegura y por el empobrecimiento de sus barrios de acogida. En este contexto, ellas y organizaciones no gubernamentales, como Fundación PLAN —dedicada a la promoción de los derechos de la niñez en situación de extrema vulnerabilidad y al fortalecimiento de comunidades— asumen el trabajo que el Estado aún no atiende, identificando formas de acompañar, ayudar y cuidar a otras mujeres, niñas y personas LGBTIQA+ que están en riesgo.
Las acciones de las organizaciones de la sociedad civil impactan migraciones como las pendulares (en constante ida y regreso), de tránsito (que pasan temporalmente por un territorio antes de radicarse en otro) y destino (donde se radican). Los liderazgos de mujeres reunidos en este reportaje han sido de especial relevancia para las migraciones de destino porque en la cotidianidad es que han logrado ser aliadas claves de quienes se radicaron en Norte de Santander. Allí, han creado espacios seguros y libres de violencias en el que son capaces de brindar una reacción contextual, situada y veloz frente a las VBG y otras situaciones que las ponen en riesgo, de manera más cercana y efectiva que lo ofrecido por el Estado y las ONG.
Solo en 2022, 909 mil personas migrantes o refugiadas en Colombia estaban en riesgo de sufrir algún tipo de VBG, según el Plan de Respuesta Regional para Refugiados y Migrantes, preparado por la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, conocida como R4V (por su nombre en inglés, Response for Venezuelans), co-liderado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En Colombia, el subsector de VBG del Grupo Interagencial sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM), expresión nacional del R4V, afirma que “persisten condiciones de vida perjudiciales, que han aumentado los riesgos asociados a VBG, incluido el sexo por supervivencia, el sexo transaccional, las relaciones tempranas forzadas y la explotación sexual, particularmente en el caso de niñas, personas LGBTIQ+ y hogares encabezados por mujeres, adolescentes y niñas, cuando se enfrentan a situaciones como el riesgo de desalojo o la pérdida de los medios de vida”.
A Suyiney, por su parte, la impulsaron sus vivencias de violencia sexual en la niñez y de explotación sexual por subsistencia a capacitarse para cuidar de otras. Las formaciones y herramientas didácticas adquiridas a través de Fundación PLAN, y de otras organizaciones no gubernamentales, han consolidado sus habilidades para guiar principalmente a mujeres y adolescentes sobre acceso a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) y métodos anticonceptivos, prevención de infecciones de transmisión sexual (ITS) y el reconocimiento y respeto del cuerpo propio, para que las infancias desde muy pequeñas puedan identificar el abuso sexual y manifestarlo a las personas adultas cuidadoras. Esto lo hace con su familia y con las personas de su barrio, desde brigadas que gestiona con otras entidades y con estudiantes de un colegio público.
El GIFMM, también ha identificado debilidad en la respuesta institucional a las violencias sexuales, revictimización, profundización de los estereotipos de género y xenofobia “que a menudo coincide con las barreras de acceso a los servicios básicos”, lo cual afecta a mujeres cabezas de hogar, adolescentes y niñas.
En contraste, lideresas como Suyiney, que han establecido sus vidas en barrios de Norte de Santander, responden con inmediatez a una vecina golpeada o a una adolescente que atraviesa un embarazo no deseado, a una preocupación de sus hijxs frente al reconocimiento de sus cuerpos y otras necesidades que se presentan en el día a día de un territorio que ha acogido a muchas otras personas migrantes. Su presencia, en sus palabras, previene que otras personas pasen por lo que ella pasó estando sola y sin orientación.
Cada persona es un nudo en la red
Toda migración trae consigo la ruptura de una red: dejar amistades, familia, comunidades que sustentan el trabajo, los afectos, las relaciones. De ahí que uno de los grandes retos cuando se llega a otro territorio sea integrarse para sentirse sostenida y vinculada, posibilitando una vida digna. Cuando no hay red, hay soledad.
En el caso de la frontera en Norte de Santander, el fenómeno migratorio actual responde a una historia de intercambio entre Colombia y Venezuela que se vio alterada por una política de frontera que bloqueó el paso, según explica Diana Garcés, politóloga, investigadora y docente del Instituto Pensar de la Universidad Javeriana. Antes de tener “una frontera fija para controlar la movilidad”, se habían construido vínculos que prevalecían tanto por antecedentes de migración forzada hacia Venezuela de colombianas víctimas del conflicto armado, como por la conformación de familias binacionales. Garcés considera que, al momento de analizar e incidir en los liderazgos comunitarios que surgen en la frontera colombo-venezolana, no debemos olvidar que este proceso “tiene que ver con volver a recuperar esos lazos”.
El trabajo de lideresas como Suyiney aporta igualmente a reparar aquellas redes rotas por la migración. Tras encontrar estabilidad, y con el apoyo de organizaciones civiles como Fundación PLAN, cada lideresa se convierte en sostén para otras personas. Esto en sociología se conoce como una acción trenzada: las acciones individuales de cada lideresa se vuelven un punto de apoyo para realizar otras acciones que mueven el mundo o, en este caso, el barrio.
“También hay liderazgos que se han construido en Venezuela y de alguna forma estos aprendizajes se están trayendo para alimentar estos procesos”, explica Diana Garcés, lo que muestra cómo a través del liderazgo comunitario, dirigido a afrontar las vulnerabilidades de quienes viven en condiciones precarias y protagonizado por mujeres que representan la feminización de la migración, también se están construyendo nuevas relaciones transfronterizas.
Terminar con toda forma de violencia
Sulima de Silva migró después de que en Venezuela la amenazaron con poner a sus pies el cuerpo de su hijo menor si continuaba denunciando el secuestro de su esposo.
Primero migró su hijo en 2016, luego su esposo, quien fue liberado tras el pago por su secuestro. Ella, en cambio, penduló un tiempo entre Colombia y Venezuela para conservar su trabajo en enfermería. En el 2020 migró de manera definitiva a Cúcuta tras ser amenazada también en Venezuela. Junto con su familia, llegó a vivir en un rancho de lona negra con piso de barro y cocina en leña. En el momento en que Sulima conoció la que sería su casa, miró a su esposo y a su hijo, salió del rancho y, mirando hacia el cielo, pensó: “Señor, si tú nos trajiste acá, podemos empezar de nuevo”.
A medio año de radicarse en Cúcuta, la red de mujeres lideresas barriales la vinculó: desde la primera reunión sintió química. Sulima se encontraba recién llegada en medio de condiciones de vida desconocidas: una casa, un barrio, una comunidad y un país que le eran extraños. No buscaba nada —estaba subsistiendo— pero Nancy Jaimes, otra de las lideresas de esta historia, le pidió acompañarla a una charla sobre VBG. Su principal motivación al sumarse al liderazgo barrial es poder aportar al bienestar de sus vecinas y la niñez del barrio. Actualmente, es una de las tres lideresas que más moviliza actividades con la comunidad como brigadas de salud y capacitaciones con enfoque transformador de género. Siempre está dispuesta a ayudar desde su casa, o desde un salón comunitario que comparte con Nancy Jaimes y Alicia Gray, para reaccionar ante casos de VBG que se presenten en su comunidad.
En Norte de Santander, entre 2019 y 2023, se han registrado 1.096 casos de violencia física, 581 casos de violencia sexual, 603 de negligencia o abandono y 70 de violencia psicológica, contra migrantes y refugiadas venezolanas, según el Sistema Integrado de Información de Violencias de Género-SIVIGE; la mayoría de estos reportes se centran en Cúcuta y Ocaña. Por su parte Fundación PLAN, desde el proyecto ELLA, ha identificado que: “los tipos de violencia más referenciados son físicos y psicológicos con mujeres sobrevivientes o en proceso de construcción de su red familiar y social, con perfil migratorio en condición de habitabilidad en tránsito o con vocación de permanencia”.
El principal trabajo de las lideresas comunitarias ante esta realidad violenta para las mujeres que migran es construir redes de apoyo que brinden información y atención para que estas formas de violencia no se repliquen: “Nosotras ahí somos muy solidarias, somos sororas y nos colocamos en el puesto de la persona que está agredida, que está violentada, y le hacemos saber que puede confiar en nosotras”, explica Sulima refiriéndose a su trabajo en la prevención y atención de casos de VBG.
Otro frente del trabajo de estas lideresas es el cuidado de las infancias, quienes también son vulnerables a las precariedades y a las VBG. Ángela Anzola De Toro, presidenta ejecutiva de Fundación PLAN, sostiene que “los entornos protectores promueven las capacidades de la comunidad para proteger a niñas, niños, adolescentes y jóvenes ante cualquier situación que atente al pleno goce de sus derechos. Además, incentiva la participación de la misma (la comunidad) en espacios de toma decisión. Por lo que es primordial trabajar junto con lideresas y líderes para fortalecer sus conocimientos sobre la protección de la niñez, para que también, puedan activar las rutas institucionales ante cualquier situación que atente contra su bienestar”.
En el caso de Sulima, esto se traduce en que ella se turne con otras madres y cuidadoras del barrio para acompañar a las infancias entre 6 y 10 años hasta la escuela. El recorrido toma aproximadamente una hora y 25 minutos. De ida, salen a las once de la mañana y de regreso les agarra la oscuridad en la calle. Su camino, además de ser largo, es peligroso y exigente: normalmente recorren trechos entre cerros de suelo arcilloso que al llover se hace barro, se encuentran culebras y se exponen a otros riesgos. Sin embargo, esta labor de cuidado comunitario, liderado exclusivamente por mujeres, puede tener consecuencias como la sobrecarga.
Acabar la pobreza para eliminar las VBG y eliminar las VBG para acabar con la pobreza
El factor económico es otro determinante cuando se está expuesta a las VBG: no contar con autonomía económica puede llevar a las mujeres a someterse al círculo de violencia por supervivencia propia y de lxs hijxs. Así lo ha entendido Carmen Becerra y lo ha afirmado ONU Mujeres al sostener que “la pobreza puede aumentar la violencia”.
Carmen Becerra nació en Venezuela, creció en Colombia y de adulta trabajó en La Gabarra, corregimiento de Norte de Santander, donde en 1999 sucedió una masacre paramilitar en el marco del conflicto armado interno. La desaparición de un hermano y el asesinato de su marido la condujeron de nuevo a Venezuela, pero en el 2018 la falta de medicinas, alimentación, trabajo y la urgencia de recibir atención especializada, debido a una fractura en el fémur, la hicieron retornar a Colombia.
Entre el ir y venir, en 2008 creó una asociación de madres cabeza de hogar en un barrio periférico de Cúcuta. La movía una determinación por acompañar, capacitar y empoderar a otras mujeres, como reconocimiento de su propio proceso de empoderamiento tras saberse víctima de violencia física.
Cuando retornó en el 2018 no regresó al mismo barrio, aunque sí se reencontró con la asociación que ayudó a crear. Luego, en tiempos de pandemia, se vinculó con el barrio donde vive ahora, tejiendo otra red. Hoy pertenece al Comité de Cultura de la Asociación de líderes conformada por 25 personas, tanto venezolanas como colombianas, en su mayoría mujeres.
Carmen usa gran parte de su casa como jardín infantil, sala lúdica o salón comunal. Su aspiración es tener una ludoteca. Allí también está su silla de pensamientos: una mecedora de mimbre azul con blanco. Ella, como su casa, se manifiesta siempre de puertas abiertas, lo cual explica que durante la entrevista haya dos niños jugando y una vecina que hasta hace poco le charlaba. Sueña con ser psicóloga y cree en la importancia de conocer los talentos de las personas, por eso se empeña en que las infancias de su barrio encuentren en su casa un lugar de exploración desde el juego, el conocimiento y el arte: “para mí lo más importante es descubrir su falencia y su profesión, ¿que quisieran ser ellos?, porque si se pueden formar desde pequeños, ellos pueden ir descubriendo su herramienta poco a poco”.
Algo parecido hace con mujeres o madres que no tienen una idea clara de qué hacer de sus vidas, partiendo de la sencilla pregunta “¿qué les gusta o gustaba hacer?”, para motivarlas a intentarlo. Piensa en el caso de una vecina que la buscó para contarle que estaba viviendo violencia intrafamiliar: su mayor preocupación era que, aunque quería separarse, no podía trabajar porque, según ella, no sabía hacer nada y debía cuidar de 5 hijxs. Carmen la ayudó a instalarse en un trabajo de floristería. Una clave entonces, según Carmen, para que las mujeres salgan de los círculos de violencia, es que ellas tengan la certeza que pueden valerse por sí mismas, especialmente en los aspectos económico y laboral.
Tanto en Colombia como en Norte de Santander los porcentajes más altos de VBG se concentran en territorios empobrecidos, a donde normalmente llega la mayoría de población que migra en condiciones de precariedad. Aunque las VBG afectan a mujeres y disidencias sin importar su condición, no sucede de la misma manera ni con el mismo nivel de riesgo y de consecuencias cuando se es empobrecida y migrante o refugiada.
Desde 2019 hasta 2023 el Instituto Nacional de Salud (INS) registra un acumulado de 161.527 casos de violencia de género o intrafamiliar en todo el país, de los cuales el 84,3% se han reportado en estratos socioeconómicos 1 y 2 —que en Colombia corresponden a niveles de pobreza—. Para Norte de Santander la misma entidad ha documentado 3.975 registros de violencia de género o intrafamiliar con un panorama parecido al nacional: 2.945 mujeres, la mayoría del registro total, pertenece a los estratos 1 y 2. A esto hay que añadirle que, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), “en todos los años de 2012 a 2020, el índice de feminidad de la pobreza es superior a 100 (indicando que hay más mujeres que hombres en situación de pobreza monetaria) en todos los departamentos y, con relativa estabilidad a lo largo de esta serie. Para 2020 había 114 mujeres en situación de pobreza monetaria por cada 100 hombres en esta misma situación en Colombia”. Además, cuando se trata de mujeres migrantes, la pobreza monetaria es mayor: el mismo DANE registra que para 2022 “la pobreza monetaria para los migrantes fue de 35,3% en las mujeres y de 31,7% en los hombres” y para las personas migrantes venezolanas en específico “la pobreza monetaria fue de 64,1% en las mujeres y de 57,1% en los hombres”.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de Naciones Unidas (ONU) coinciden en que en la actualidad la mayor parte de personas empobrecidas en el mundo siguen siendo mujeres. Mientras que Amnistía Internacional señala cómo “el sistema patriarcal y la perpetuación de los roles de género fomentan desigualdades sociales, culturales y económicas que generan pobreza económica”. Esto mantiene otro círculo: la pobreza aumenta el riesgo de VBG y las VBG mantienen a las mujeres y disidencias en el empobrecimiento.
En el contexto de movimientos migratorios mixtos, los riesgos de ser sobreviviente de VBG aumentan al no tener acceso a mecanismos de protección en “situaciones de vulnerabilidad, sobre todo en la migración irregular donde los medios de vida se ven limitados”, señala el GIFMM. Para la politóloga Diana Garcés, esto implica reconocer que: “no es que la migración en sí misma exponga a las mujeres a violencias, sino las condiciones en las que se genera esta migración”, teniendo en cuenta que “las violencias de género son un continuo” estructural. De esta manera, el trabajo de las lideresas comunitarias, y de las ONG que las apoyan, debe estar dirigido hacia distintos frentes, de modo que se pueda brindar un acompañamiento interseccional.
Nancy Jaimes enfatiza en que la mujer migrante está “súper expuesta” y que una de sus principales barreras es no contar con documentos que le permitan acceder a los servicios gubernamentales, a trabajos formales y a derechos básicos.
Las condiciones socioeconómicas de barrios como los habitados por Suyiney, Sulima, Carmen y Nancy ratifican lo vital que es el trabajo de las lideresas sociales por territorios libres de VBG. Su labor no solo consiste en guiar y acompañar, sino también en disminuir la brecha de desconocimiento, porque como afirma Carmen Becerra “cuando uno conoce qué derecho tiene, uno puede decir, me paro firme”. No obstante, no se debe pretender que este trabajo sea suficiente, porque conocer los derechos no resuelve la ineficiencia o poca capacidad institucional, así como el machismo estructural y la xenofobia que se replica más allá de los barrios y que está igualmente en las instituciones (como la policía o los juzgados) encargadas de tramitar la justicia penal ante estos eventos.
Cuando a Carmen se le pregunta por qué es importante su liderazgo en un barrio en condiciones de pobreza extrema y altos índices de VBG, ella sin titubear afirma: “porque hay veces que ellas no tienen apoyo”.
Vivir sin violencias también es una necesidad básica
Yuri migró hacia Venezuela por temor al recuerdo de la muerte de su hermano, provocada durante un desplazamiento forzado en zona rural de Bucaramanga. Cruzó la frontera con sus dos hijos menores de dos años, sintiendo la tierra distinta. A Colombia retornó en guagua (bus) y embarazada, durante el 2016, también por la crisis económica. “¡Qué viaje más espantoso en mi vida! Tuve que dejar a dos de mis hijos porque el pasaje no me alcanzó”, recuerda antes de añadir que, pese a regresar a su tierra natal, le fue muy difícil estabilizarse.
En Cúcuta la acogió un familiar quien al poco tiempo la echó. Estuvo sin ingresos para el sustento propio y de sus hijxs. Fueron muchas las noches tristes que la impulsarían más adelante a asumir su liderazgo social, “yo decía: nosotros tenemos también que ser esa mano amiga para ellos”, refiriéndose a las personas migrantes.
Le comentaron sobre unos lotes en un terreno baldío. Yuri hizo la caminata más larga de su vida para llegar a ese barrio: lo primero que encontró fue la pendiente en ascenso de un cerro. Pese a la incertidumbre, tomó uno de los lotes para construir el hogar donde aún vive. Sin embargo, a la tierra le resultó dueño y las personas que habían hecho sus ranchos fueron desalojadas. Con la preocupación de volver a quedarse en la calle con sus hijos, Yuri volvió a construir. Ante la siguiente amenaza de desalojo la comunidad trancó el anillo vial más cercano para llamar la atención de las autoridades. En el asentamiento no contaban con servicios básicos de energía, alcantarillado, vías pavimentadas y agua potable. La enfermedad de niñas y niños llevó a que por primera vez fueran atendidas por una ONG. Yuri, junto a su comunidad, empezó una pelea por el agua hasta que lograron abastecimiento para las 950 familias. Al principio fueron mangueras negras, más adelante gestionaron tuberías para aguas limpias.
De la lucha por condiciones dignas para vivir surgió su interés por formarse en VBG. Para Yuri es claro: toda VBG perturba el bienestar y puede conducir a la muerte, ¿no es entonces una necesidad básica tener vidas libres de violencias en los barrios? Por eso, además de trabajar para que quienes lo necesitan sigan recibiendo ayuda humanitaria, para asegurar la alimentación de las infancias en su comunidad y construir lazos para garantizar jornadas de salud, su labor también se centra en defender a las sobrevivientes: ahora está vinculada a otra red fuera de su barrio conformada por otras mujeres también capacitadas en VBG, protección de sobrevivientes y activación de rutas de apoyo psicosocial.
“Me asoleo porque aquí en mi comunidad viven personas que han pasado lo mismo que yo he pasado. Me asoleo porque aquí hay personas que sufren violencia basada en género y no se dan cuenta y lo normalizan todo. Por eso me asoleo y porque sé que aquí hay niñas y niños que de verdad necesitan de la ayuda de nosotros”, afirma. Ella explica que, además de seguir formando mujeres, niñas, niños y adolescentes, también forman hombres porque, a su consideración, no formar a los mayores agresores hace que la violencia permanezca, mientras que “si hacemos hombres aliados que cuiden a las mujeres, vamos a ir disminuyendo toda esa brecha de desigualdad, de violencia”.
Refugiarlas: donde el sistema falla, el barrio reacciona
Nancy Jaimes nació en Cesar y vivió cinco años en Venezuela. A Colombia retornó en 2018 cruzando el río con un hijo y su suegra. En ambos casos, migró por factores económicos. Al llegar, accedió al lote donde vive ahora, de forma parecida a la de Yuri. Desde que empezó a construir su casa planeó tener un salón grande para reunirse con muchas personas: el mismo que hoy funciona como espacio seguro.
En el pasado, sufrió violencia económica y psicológica que la llevó a intentar quitarse la vida, estando a puertas de convertirse en un caso de suicidio feminicida. Todo este proceso lo atravesó sola, por lo que entiende la importancia de los espacios en los que las mujeres puedan encontrarse, compartir sus historias, escucharse, aconsejarse y apoyarse.
Precisamente, fue en un espacio de escucha y acompañamiento en el que empezó a formarse como lideresa. Al principio de cada encuentro en los círculos de apoyo no lograba hablar, solo llorar. Más adelante contó con apoyo psicológico. El acompañamiento que recibió la motivó a replicar esas acciones para ayudar a otras mujeres que viven situaciones similares a la suya. Desde el 2020 continuó formándose como lideresa. Ahora cuenta con una asociación propia llamada Mujeres, renacer y vivir.
Las demás lideresas también tienen espacios seguros: lugares físicos en sus casas o cerca de ellas donde pueden escuchar, orientar y refugiar a una mujer víctima o en riesgo de VBG. Es el primer lugar dentro del barrio donde una persona en peligro puede encontrar tranquilidad y apoyo después de ser violentada y antes de disponerse a la, muchas veces, engorrosa ruta institucional de protección por VBG. Estos espacios significan mucho en una ciudad que no tiene ninguna casa de acogida para mujeres víctimas de violencias garantizada por la municipalidad.
Como explica el GIFMM “en el contexto colombiano la violencia basada en género tiene poca visibilidad, los datos son escasos debido a la poca denuncia por parte de las sobrevivientes, a la naturalización de la VBG por parte de las autoridades o a su negativa a reconocer ciertas prácticas como VBG, y que se presenta una baja respuesta en la atención y seguimiento de casos por parte de actores estatales; se resalta que estas brechas de acceso, divulgación y reconocimiento aumentan en contextos humanitarios y de migración”. Esto lo reconocen las lideresas, quienes lo han vivido o han visto como sucede con mujeres de su comunidad.
Durante una mesa intersectorial en Cúcuta, por ejemplo, las lideresas se quejaron de la vacilación de las instituciones que llevan a las mujeres a desistir y de los comentarios entrometidos del personal de la policía, que termina abogando por los agresores. Carmen cuenta que expusieron un caso de una mujer golpeada a quien, al poner la denuncia, un policía le dijo: “si pone el denuncio a su marido lo meten ocho años preso, ¿y usted va a hacer eso?, ¿usted va a dejar que a su marido lo metan preso?”.
Carmen es enfática en las acciones que deben tomar las autoridades en estos casos. En sus propias palabras, ellas denuncian esta negligencia no con el objetivo de que “boten al empleado, sino para que le den una capacitación de cómo atender a las mujeres que llegan maltratadas y golpeadas porque así nadie denuncia”. De no suceder esto, “las personas se desgastan, gastan la poca plata que tienen y no les solucionan nada. ¿Y qué les toca? Volver a llegar a la casa, a convivir con el agresor”.
Las lideresas coinciden en relatos de comisarios ausentes de sus puestos de trabajo, vigilantes de centros de salud que no entienden que el código rosa (por violencia sexual) es confidencial y en cambio quieren saberlo todo y agentes de la policía que se niegan a entrar a los barrios por tratarse de asentamientos. Sin embargo, en algunas ocasiones, cuando la ruta comienza por las ONG, la respuesta institucional funciona diferente.
La ruta comunitaria que han creado las lideresas consiste entonces en reaccionar pronto. Generalmente resguardan a las víctimas en sus casas o en casas vecinas y les brindan primeros auxilios psicológicos, mientras activan la ruta con ONG o instituciones del Estado, según el caso y nivel de respuesta. Fundación PLAN, por ejemplo, ha podido activar rutas de acompañamiento psicosocial en 74 casos de VBG (28 en Cúcuta y 46 en Ocaña).
El espacio que comparten las lideresas con cada mujer en riesgo es fundamental, según Carmen, para darles una solución evitando confundirlas. Para Sulima estos espacios son esenciales porque les permiten desahogarse, recomponer la autoestima y comprender que el peligro puede aumentar. Si lo ven pertinente, las lideresas gestionan atención en salud mental en alianza con organizaciones no gubernamentales como Fundación PLAN, World Visión, UNFPA y CORPRODINCO. Al final de cada día, el mejor apoyo que les brindan es acompañarlas y escucharlas, concluye Nancy.
Nadie se empodera en el vacío
La solidaridad entre mujeres teje la red, como también lo hace la determinación que tienen para impedir que otras atraviesen las mismas violencias. Sin embargo, el momento determinante para que una mujer que estuvo expuesta decida convertirse en apoyo para otras no se da por arte de magia. Como en la acción trenzada mencionada antes, cada mujer que hoy es lideresa encontró un punto de apoyo desde el cual tejer. En el contexto de Cúcuta y Ocaña, uno de esos puntos de apoyo han sido las organizaciones de la sociedad civil, tanto de base como internacionales.
Ángela Anzola De Toro, presidenta ejecutiva de Fundación PLAN, resalta que “Fundación PLAN fortalece la agencia, seguridad, confianza y empoderamiento de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes, con el objetivo de potenciar su capacidad para actuar y ejercer sus derechos a nivel individual, familiar, comunitario e institucional. Este trabajo implica identificar las causas de la desigualdad de género para mejorar sus condiciones y promover el liderazgo femenino. Además, incentivamos la participación activa de niños y hombres en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria”.
Las lideresas entrevistadas sostienen sentirse empoderadas. Para Nancy, esto significa que, cuando una mujer sabe que lo que está viviendo es una violencia, es ella misma quien denuncia. Para Carmen el empoderamiento se construye gracias al conocimiento adquirido a través de capacitaciones y de acciones que le permiten entender la importancia de la autonomía económica. Suyiney considera que, en su caso, está en la fuerza para volver a empezar, valorarse y aprender a caminar de nuevo. Así para todas, el empoderamiento representa algo distinto pero relevante y transformador en su realidad.
No obstante, las acciones deben trascender lo personal y enfocarse en lo estructural. Diana Garcés explica cómo el discurso del empoderamiento ha sido instrumentalizado por un sistema patriarcal, hegemónico y capitalista diluyendo su sentido y reduciéndolo a la individualidad, lo cual conlleva a “aislar a los sujetos e individualizarlos y que cada uno se haga responsable de sus propias vidas”. En contextos como Colombia, donde pese a existir un Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos —que entre otras cosas busca la garantía de derechos fundamentales— los derechos insatisfechos siguen siendo notorios, resulta fundamental que todos los actores de la sociedad focalicen esfuerzos para seguir potenciando liderazgos colectivos, procurando condiciones materiales suficientes para que los entornos comunitarios protectores se sostengan en el tiempo y la confianza intergeneracional entre mujeres sea el puente que desde lo comunitario mejore las vidas libres de violencias para todas.
Me cuido para cuidarte
“Eso es lo que a mí me llena, sano mis heridas así, dando el vacío de los huecos que tengo en que a mí no me ayudaron, en ayudar al que necesita”, manifiesta Suyiney.
Todas las lideresas entrevistadas, excepto Nancy, han estado en riesgo debido al acompañamiento que brindan a otras mujeres. Por ejemplo, Yuri cuenta dos órdenes de protección: una por violencia física y tentativa de feminicidio por parte de una expareja y otra contra el agresor de su vecina quien sabía que ella la había refugiado y acompañado a denunciar. En esos contextos la pregunta de Sulima cobra más sentido: “nosotras ayudamos a todo el mundo y, ¿quién nos ayuda a nosotras?”
La organización feminista Moiras en Cúcuta, ha sido clave en la consolidación de espacios para la conversación y el desahogo. Desde el centro de la ciudad han organizado encuentros entre mujeres bajo distintos ejes: mujeres migrantes, mujeres buscadoras de desaparecidos y en este caso, en alianza con Fundación PLAN, mujeres lideresas —algunas de ellas con experiencias migratorias—. Clara Valencia, integrante de Moiras, detalla que usan dispositivos textiles como el bordado y el tejido, permitiéndose expresar de manera segura.
“En la casa de Moiras nos liberamos de todo (…) nos escuchamos las unas con las otras y nos vamos relajadas”, dice Sulima. Entre tejidos y bordados pueden contar sus problemas más profundos o superficiales, reír, llorar, consentirse y al final soltar. Los círculos de sororidad también han permitido superar diferencias con lideresas más antiguas y entre nacionalidades distintas. O en otros momentos, han servido para provocar conversaciones, entre hilos, sobre VBG.
Aun así, las lideresas concuerdan en que generalmente no tienen tiempo para sí mismas, debido a que vuelcan su energía para liderar y sostener los procesos de liderazgo, acompañamiento y protección comunitaria desde sus barrios. De ahí que sea importante preguntarse quién cuida a las cuidadoras y si acaso el autocuidado, como el empoderamiento, no debe tener igualmente una respuesta comunitaria.
En términos de macramé, si un nudo se rompe, pero otros diez sostienen, es posible seguir soportando el peso de la estructura, mientras el nudo roto se sana. De igual manera podría pensarse que sucede para las lideresas. Las cinco mujeres migrantes de esta historia han asumido una fuerza entrañable, sacando del dolor propio la determinación para cuidar de otras. A la vez que organizaciones de la sociedad civil y de base han abrazado sus soledades, ellas han abrazado las soledades de niñas y mujeres de sus barrios, entre tanto, sus experiencias interseccionales han nutrido, de las maneras más auténticas, una convicción por garantizar acciones comunitarias de lucha contra las VBG en lugares donde el Estado aún tiene mucho por hacer.
Editor asistente: Álvaro Sáenz / @alvaretto
Fotografías por: Lina María Rojas – @li__rojas / @liroilustra
Vannesa Jiménez González – @vanne_jimenez_g
*Este contenido fue realizado en alianza con Fundación PLAN, gracias a los aportes del Gobierno de Canadá.
Me moviliza leer testimonios de mujeres que han atravesado por situaciones tan fuertes, al mismo tiempo siento admiración por ver como la persona vuelve a renacer, logrando sacar lo negativo y construir un futuro pensando en ayudar al otro