Autoría: An Flores
Edición: María Fitzgerald
Intervención artística en fotografías: Isabella Londoño
“Para mí, desde entonces la vida no ha sido la misma. El país no es el mismo. Nuestro quehacer político y artístico no pueden ser lo mismo”, son enunciados con los que la profesora y bailarina Argelia Guerrero intenta hilar recuerdos y emociones que, al día de hoy, entran en la categoría de “lo no representable y no comunicable”: la dificultad de hablar de cosas que nos hacen enmudecer o gritar, como lo diría la filósofa Adriana Cavarero.
Así como gran parte de la población mexicana, uno de los primeros acercamientos de Argelia con la noche-madrugada de Iguala fue la foto de Julio César Mondragón Fontes —normalista víctima de crímenes de lesa humanidad — que circuló en redes sociales y medios acostumbrados a la espectacularización de la violencia. “Horas muy dolorosas” es como Argelia describe la mañana del 27 de septiembre de 2014.
En Guerrero, algunas de las familias de los municipios de Ahuacuotzingo o Tixtla buscaban transporte para llegar a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos y preguntar por sus hijos; otras recorrían las clínicas de Iguala, dudaban de acudir al Servicio Médico Forense (Semefo) local o tocaban en fachadas que les generaban confianza para saber si, de casualidad, alguno de los heridos se refugiaba ahí; un par más, desde comunidades más alejadas, escucharon los nombres de sus seres queridos en pláticas que, hasta entonces, eran rumores o respondían a narrativas estigmatizantes y contribuían a la construcción del enemigo interno: jóvenes que se ‘decía/especulaba’ andaban en malos pasos o ‘de revoltosos’.
En Ciudad de México, la información también “llegaba a cuentagotas” y personas como Argelia tuvieron “ciertos momentos de esperanza y pensaron que la foto de Julio César era fake news”. Días después, la prensa, la opinión pública y las instituciones se refirieron a “los de Ayotzinapa con connotaciones negativas y clasistas que despojaron a los estudiantes de su identidad y dignidad”, relata Argelia, quien ya se organizaba con la comunidad estudiantil y docente del Centro Nacional de las Artes (Cenart) para sumarse a los paros convocados por distintas universidades y preparatorias del país. “Hablábamos de lo que estaba sucediendo en las escuelas de danza, teatro y música. Teníamos a las bailarinas en los semáforos informando a la gente sobre lo que estaba pasando […] La danza fue el primer espacio en el que decanté ese dolor […] No era posible quedarse callado”, cuenta.
Si bien Argelia considera que “el sector artístico fue muy responsable” y, desde diferentes disciplinas, tuvo un papel relevante en el rechazo a la mercantilización, normalización y legitimación de la violencia, la también activista tiene presente que la desaparición de los 43 estudiantes, las seis ejecuciones extrajudiciales y las múltiples vulneraciones a los derechos humanos de las familias buscadoras y los sobrevivientes son una herida intergeneracional que ha fragmentado a las comunidades de manera diferenciada.
Desde su perspectiva, el centralismo —esa tendencia a creer que las realidades de las ciudades son las únicas y las más importantes— ha impedido comprender las ausencias en los municipios de Tixtla, Ahuacuotzingo, Ayutla de los Libres, Atoyac, Malinaltepec, Tecoanapa y Tlapa. La visión exclusiva y predominantemente capitalina ha provocado que parte de la narrativa sobre el Caso Ayotzinapa mantenga al margen u omita por completo que la brutal violencia estatal-institucional contra los normalistas y sus familias transparenta el racismo, la aporofobia y el clasismo que, pese a su profundidad, México ha querido negar. “Los crímenes contra los estudiantes en Guerrero no sólo representan la punta del iceberg [de la crisis de derechos humanos del país] o la representan justamente porque están preñados de varios contenidos políticos específicos”, asegura el profesor Luis Fernando Méndez Franco.
Pocas son las coberturas mediáticas que no separan a los estudiantes y sus seres queridos de su pertenencia a pueblos indígenas como na savi (mixteco), me’phaa (tlapaneco) y náhuatl y de cómo, históricamente, sus territorios han sido afectados por masacres y desplazamientos forzados, ya sea a manos del Estado, del crimen organizado o de la alianza—permisividad entre ambos.
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43 estudiantes desaparecieron en Iguala; seis ejecuciones extrajudiciales; una bala le atravesó la cabeza a un joven de 19 años y a otro le destrozó el paladar, dos taxistas resultaron heridos, un equipo de fútbol pidió ayuda por más de dos horas; autoridades encargadas de la seguridad detuvieron, amenazaron y asesinaron. Este crimen de Estado ocurrió en la época de cosecha en Guerrero y en la que lxs campesinos de regiones como La Montaña organizan fiestas para celebrar que la lluvia les regaló buenas cosechas.
A lo largo de una década, madres, padres, tíxs y abuelxs han dado entrevistas en las que detallan cómo la desaparición representa una fractura en las actividades campesinas que, además de sostener la economía, crean un sentido de comunidad.
Después de la noche-madrugada de Iguala algunas familias dejaron de sembrar, pues necesitan alquilar el terreno para sustentar los gastos en medicinas o traslados a la capital. Para algunas madres y algunos padres, la pausa de su trabajo en la tierra tiene que ver con el hecho de que, por su edad o estado de salud, eran sus hijos quienes les ayudaban en las milpas.
Desean que los muchachos regresen para abrazarlos y agradecer que, por su cuidado y sabiduría, los chiles, las calabazas y el frijol pueden seguir siendo su fuente principal de ingresos o completar los sueldos que madres y padres ganan en la albañilería, el comercio, los servicios de transporte, la preparación y venta de alimentos o el trabajo doméstico.
Hay familias que continúan sembrando o cuidando del ganado. Pero cada vez que la tierra les da frutos, se preguntan por qué su país es tan injusto y por qué les ha negado la posibilidad de cosechar un futuro al lado de sus seres queridos.
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Entre los efectos del centralismo y el predominio de las narrativas citadinas también se encuentran la invisibilización y obviación de las heridas comunitarias y las re(acciones) a las mismas. “Las muertes violentas en el contexto de violaciones a los derechos humanos (…) suponen otras pérdidas en lo social: la del microgrupo social de pertenencia y referencia, disgregado por el terror […] Se trata de pérdidas que arrastran otras pérdidas”, es uno de los apuntes centrales de Yo sólo quería que amaneciera. Informe de impactos psicosociales del Caso Ayotzinapa (2018) y las bases de la configuración de lo que la investigadora y escritora Ileana Diéguez (2016) denomina comunidades del dolor: colectividades atravesadas por silencios profundos e incomunicables.
En Guerrero, las familias, de manera abrupta y obligada, (re/des)estructuraron sus dinámicas cotidianas: asumieron roles que se tradujeron en una sobrecarga económica o en el trabajo de los cuidados.
Las viviendas quedaron vacías: ya fuera porque sus integrantes se mudaron temporalmente a hospitales o cuartos de hotel para acompañar a sus seres queridos en los procesos de recuperación, o porque para algunes la casa es el lugar en donde se materializa(n) la(s) ausencia(s): limpian las habitaciones, lavan la ropa y guisan bajo la esperanza de que sus hijos vuelvan. Madres y padres miran fotografías y las abrazan mientras se dicen también ausentes de la vida de quienes les aman.
La sala, la cocina y el patio: escenarios de vaivenes entre la culpa y el reproche: cuestionamientos de qué habría pasado si no hubieran animado a sus hijos a estudiar en la Normal Rural; la culpa de desestimar sus sueños y presentimientos, de no haber sido lo suficientemente firmes y prohibirles participar en las actividades de la escuela. El reproche de haberse enterado horas más tarde de los ataques; de vivir tan alejadxs y no contar con los recursos necesarios para trasladarse y llegar antes a Tixtla. La culpa de no haberlos podido proteger y “fallar” como madres y padres. La culpa de no encontrar más palabras y estrategias para presionar a las autoridades y exigir al Estado. La culpa de no encontrarlos o no buscar “lo suficiente”; de desgastarse y quebrarse.
La ciclicidad de los traumas, las rupturas y los duelos no se limita a los espacios íntimos y privados. Los contextos de violencia e impunidad edifican geografías colapsadas: esas interacciones espacio-temporales que, según la profesora y cronista Rossana Reguillo (2021), se caracterizan por las mínimas e inestables certezas con las que la gente intenta construir su vida.
Mientras medios de importante tiraje o significativo alcance web continuaban replicando la narrativa gubernamental-institucional (la ‘verdad’ [mentira] histórica’), documentos como Procesos de la noche (Diana del Ángel, 2017) y Una historia oral de la Infamia: los ataques a los normalistas de Ayotzinapa (John Gibler, 2016) transparentaron las realidades con las que convivían las comunidades de Tixtla, Ahuacuotzingo, Ayutla de los Libres, Atoyac, Malinaltepec, Tecoanapa y Tlapa.
Los sobrevivientes de la noche-madrugada del 26 y 27 de septiembre de 2014 limitaron actividades cotidianas tan simples-complejas como salir a la calle por el estado de hipervigilancia y sobresalto, dos síntomas característicos del estrés postraumático. Temían a patrullas, policías, sirenas, alarmas, el sonido de la caída de objetos pesados o detonaciones de armas de fuego: estímulos externos que forman parte del paisaje sonoro de las geografías colapsadas.
Entrevistas realizadas por especialistas en salud mental, antropología jurídica y denuncia de violaciones a derechos humanos mostraron que gran parte de los jóvenes consideran a la sobrevivencia un hecho conflictivo: no suelen reconocerse como víctimas y constantemente se preguntan a sí mismos por qué o para qué siguen vivos. También sienten culpa por no haber podido proteger a sus compañeros o porque el destino decidió que “no les tocaba”. “Para los sobrevivientes la posibilidad de seguir vivos no es gratuita ni producto de casualidad. Sobrevivir significa una deuda con la vida, y en particular con sus compañeros asesinados y desaparecidos”, simplifican lxs expertxs en Yo sólo quería que amaneciera. Informe de impactos psicosociales del Caso Ayotzinapa.
En sus círculos familiares, los jóvenes han sufrido tensiones por discusiones en las que sus padres y madres se han opuesto, por miedo, a que estudien en la Normal. “[Tras sucesos como el de Iguala] tenemos maestros, madres y padres de familia que ya no quieren que los jóvenes salgan. Ya no somos la generación que en algún momento pudo jugar en las calles o ir solas o solos a la escuela que está a cuatro cuadras [de nuestra casa]. Eso ya no sucede. Me parece que vivimos en una pedagogía del miedo, del terror”, dice Argelia Guerrero en un tono nostálgico y cabizbajo.
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Guerrero, uno de los estados clave para la contrainsurgencia, fue —y permanece como— uno de los focos rojos de la “guerra contra el narcotráfico”, [necro] política de seguridad del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) que se tradujo en la incidencia de delitos como la desaparición y el secuestro en regiones de la Costa Chica, la Montaña y Tierra Caliente. El estado del suroeste también es epicentro de “los distintos niveles de corrupción por parte de los funcionarios públicos” y de cómo la desconfianza en las autoridades e instituciones era/es una de las razones por las que las poblaciones tlapanecas, mixtecas, amuzgas y mestizas se han integrado a la Policía Comunitaria.
Tras la pérdida de Julio César Mondragón Fontes , Marisa, su expareja y madre de una bebé recién nacida, sintió un aislamiento, un trato diferenciado y “miradas extrañas” de las personas en espacios públicos y cotidianos. Atribuye estas (re)acciones al miedo. “Tal vez que como estuvo muy sonado que los delincuentes de allá del crimen organizado les hizo eso a los muchachos de desaparecerlos o matar como lo hicieron con Julio, puedan llegar a hacer lo mismo con su familia, que ellos no se tentaban el corazón para hacer las cosas”, respondió a especialistas.
A la par del miedo transita el sospechosismo, uno que, en su mayoría, se sostiene en narrativas discriminatorias (criminalización de la pobreza, racialización del delito y desprecio por las luchas juveniles, estudiantiles y populares) que sirven de insumo para despojar a las víctimas de los derechos humanos y reclamos de justicia para encasillarlas en las categorías deshumanizantes de “daños colaterales” o “muertos” vinculados a situaciones de riesgo o ilegales: jóvenes que se ‘decía/rumoraba/especulaba’ andaban en malos pasos.
Para las familias, asegurar que sus hijos eran el saldo imprevisto y desafortunado de una pugna entre los grupos delictivos Guerreros Unidos y Los Rojos no sólo llevó a que algunxs vecinxs continuaran estigmatizando y, por consiguiente, justificando los crímenes [de Estado] en su contra.
La construcción del enemigo interno también incluyó a las familias: se les reclamaba “no haber estado al pendiente”, no poner un alto a sus hijos o apoyarlos en sus proyectos de vida. Madres y padres empezaron a romper algunos lazos, como contó Inés Gallardo, madre de Daniel Solís Gallardo, mayor de tres hermanos y estudiante de 18 años que soñaba con ser maestro en su pueblo y fue asesinado la noche-madrugada de Iguala: “Una señora me reclamó: ‘No lo dejes ir a esa escuela [a la Normal Rural’], y después de lo que pasó me reclamó: ‘Te dije que no lo dejaras entrar a esa escuela’ Y yo le dije: ‘Pero si era su ilusión’ y ella me dijo: ‘Pero mira dónde quedó su ilusión’. Por eso le dejé de hablar”.
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“Uno de los problemas fundamentales en estos años de agudización de la violencia es la enorme dificultad de nombrar, de encontrar las palabras, las narrativas capaces de dar sentido a lo que sucede —en las dinámicas cotidianas—, en los territorios ocupados por estas maquinarias de producción de muerte, desaparición y miedo” -Rossana Reguillo (Necromáquina. Cuando morir no es suficiente, 2021)
“Ellas desde el principio decían que no iban a resistir tanto tiempo; que sentían que se iban a morir de tristeza y dolor. Y hoy te dicen: ‘Aquí estoy’”, retoma la palabra Argelia Guerrero después de una pausa en la que reflexiona sobre el acercamiento que ha tenido con las madres de los 43 normalistas, “varias de ellas solteras”, como puntualiza Yo sólo quería que amaneciera. Informe de impactos psicosociales del Caso Ayotzinapa. “Estar con ellas, verlas y escucharlas provocó en mí una necesidad imperiosa de acompañarlas y hacer lo posible para que su lucha no fuera en soledad. Las madres son una potencia de lucha muy poderosa”, subraya la bailarina de espaldas a una puerta en la que cuelga un afiche sobre el rol de las mujeres en los movimientos zapatistas.
Al actuar de la necromáquina (esa que funciona a partir de la superposición de las violencias y las complicidades que les permiten operar) hay una contramáquina que reacciona e irrumpe ante realidades extremas y crueles, según la propuesta teórico-política de Rossana Reguillo. En esta contramáquina se encuentran las buscadoras: madres, abuelas, tías, hermanas, sobrinas y vecinas que, frente a la negligencia y el abandono estatal, se han vuelto expertas forenses y quienes han resignificado al cuerpo más allá del lenguaje anatómico y jurídico: hablan “auxiliadas por ese saber de que esa camiseta o ese collar es de su hija, de su hijo”, escribe la también activista. Las buscadoras visibilizan y, hasta donde les es posible, garantizan derechos que históricamente han sido negados y vulnerados en México: duelo, memoria, verdad, dignidad y justicia.
“Nombrar es un acto político”, insiste Reguillo y su consigna hace eco con el relato de Argelia Guerrero sobre el papel que han tenido las mujeres en evitar que las comunidades atravesadas por las heridas se conviertan en comunidades del olvido y el sigilo. En respuesta a las conferencias del exprocurador Jesús Murillo Karam y el exjefe de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) Tomás Zerón de Lucio sobre la ‘verdad histórica’ y las afirmaciones gubernamentales-mediáticas plagadas de contradicciones y puestas en duda por el GIEI, el EAAF y organizaciones de derechos humanos, las madres “inmediatamente salieron a reivindicar la personalidad de sus hijos y a presentárnolos”, recuerda Argelia.
Después de 10 años, esto no ha cambiado. Las madres “platican sobre sus hijos en tiempo presente” y al retratarlos a partir de sus gustos, las prendas en sus clósets, el deleite que les provoca cierto platillo, sus habilidades para el campo o sus planes “como sociedad nos devuelve a miembros de nuestra comunidad”, enfatiza Argelia no sin antes apuntar que la potencia de las buscadoras también ha sido posible por los significados y las extensiones de los núcleos familiares en Guerrero y de cómo, pese a las rupturas y sin afán de romantizar el dolor, siguen encontrando la forma de nombrar a los jóvenes y sobrevivientes como parte de una geografía que se niega a permanecer en el colapso. “Me parece que en la Ciudad de México somos un poquito menos consciente de que [en municipios como] Tixtla, todos son familia. [Aunque algunos de] los jóvenes sean primos lejanos o sólo vivan en el mismo barrio, son lazos muy fuertes. [Una desaparición] hace que una comunidad esté incompleta”, agrega.
Desde septiembre de 2014 ha sido el engranaje de las familias, las organizaciones vecinales-barriales y estudiantiles y el periodismo local —ese que “privilegia la dignidad y resistencia de las víctimas”, especifica Reguillo— el que, en medio de “un rompecabezas de piezas inconexas”, como resume John Gibler, ha reconstruido a los estudiantes y sobrevivientes fuera de un lenguaje forense, jurídico, mediatizado e institucionalmente despojado:
hijos de jornalerxs, hojalaterxs, albañiles, campesinxs, comerciantes, trabajadoras domésticas, vendedoras de pan y mazorcas, mecánicos, repartidores de agua y docentes; muchachos que mientras crecían aprendían a chaponar (limpiar la maleza), sembrar y dar de comer a las gallinas y los marranos; jóvenes que siguieron a sus primos, tíos o hermanos mayores y se inscribieron en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos porque, desde niños, querían ser maestros en sus pueblos o porque comenzaban a acercarse a las militancias de izquierda.
Nombrar desde la dignidad es un acto que recuerda que el derecho a la memoria y sus procesos “son de quienes apreciamos la vida, de quienes luchamos por la vida”, finaliza Argelia Guerrero horas después de que, al levantarse de su cama, hizo un pase de lista con los nombres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, sus familias y comunidades. “El país no es el mismo. Nuestro quehacer político y artístico no pueden ser lo mismo”, repite. Nos faltan 43. Al día de hoy, más de 116.000 personas no han vuelto a casa ¿Dónde están?