agosto 31, 2024

Los hijos del narco

¿Cómo se vive el ser hombre y la masculinidad en lugares donde las violencias estatal y del narcotráfico permean toda la cultura, toda la cotidianidad?

COMPARTIR ARTÍCULO
Compartir en Facebook Tweet Enviar por WhatsApp Enviar por WhatsApp Enviar por email
Ilustración por: Isabella Londoño.

A mí, me tocó vivir la niñez en uno de los Estados más violentos de México: Sinaloa. En la época en que la guerra contra el narcotráfico comenzó. En esas fechas, yo era una niña que eventualmente se convertiría en un hombre sin referentes sobre cómo serlo.

Nunca se había sentido tanto terror en las calles de Sinaloa como en esos años. Felipe Calderón era presidente y había declarado guerra contra el narco. Para cuando yo tenía 12 años, la guerra ya llevaba alrededor de 4 años.

Por ese entonces, reinaban las necropolíticas, que según Sayak Valencia, son las políticas de la muerte. Y en el resto del país creían que Sinaloa era un lugar sanguinario que merecía lo que le estaba sucediendo. Recuerdo que veía los noticieros sobre Sinaloa y eran pocas las noticias reales las que eran reflejadas  en los medios masivos. Se publicaban las catástrofes más grandes, pero nada de lo que sucedía localmente. Sentía que no importábamos, que se estaba eligiendo callar concienzudamente la información que salía.

Todos los días veíamos en el noticiero nacional el mapa de Sinaloa resaltado en rojo, publicando a forma de video diario las hazañas de la estrategia de “caza de narcos” de la justicia de la nación. En ese entonces, si viajabas a otro estado del país con placas de Sinaloa te detenían a una inspección porque eras “sospechoso”.

Recuerdo visitar Navolato y llevar mi carita asomándose por la ventana del carro, viendo con extrañeza los enormes tanques y camionetas color verde militar trepados de hombres morenos con ropas del mismo color verde y armas de largo alcance. Recuerdo ir de compras al supermercado y que en la entrada estuvieran los mismos hombres resguardando las puertas, mientras compañeros de su convoy hacían las compras del día. Recuerdo vívidamente estar viendo un juguete mientras mi prima mayor hacía las compras como si no estuvieran al lado dos hombres de verde con un arma casi de mi misma estatura, decidiendo qué marca de salchichas llevar. Compartir la cotidianidad con los militares, con la muerte.

Con 35 mil muertos oficiales y miles más sin ser confirmados, en ese entonces la mayoría de la población había estado presente en medio del fuego cruzado entre los narcos contra narcos, o entre narcos contra militares. 

Por esas fechas comenzó el gore en las calles. Algunas de las cosas que recuerdo son un balón de fútbol cubierto con la piel de la cara de un señor enfrente del palacio municipal, al vecino de la esquina de mi casa que lo mataron cuando mi tía estaba llegando del Super y a ella le tocó verlo perder la vida entre sus brazos. Un niño de mi salón de 5to de primaria se tuvo que ir a vivir a Guasave después de que asesinaron a su papá. O Antonio, de 13 años, quien murió en Los Cabos en el fuego cruzado cuando acribillaron a su padre.

En la escuela, en nuestros teléfonos, uno de los videos más comunes comenzó a ser la autopsia de Valentin Elizalde – que si eres Mexicano no necesita introducción, pero si eres de otro país, habrá que decir que en su momento fue el músico más importante de su generación. Algo así como lo que Peso Pluma es hoy para el regional mexicano-. Teniendo apenas 12 años, a veces, cuando había trabajos en equipo y tocaba reunirse en la casa de alguien, los hombres del salón constantemente hablaban del mentado blog del narco, y lo que encontraban ahí (en su mayoría, videos grabados por los narcotraficantes ejecutando personas). Entre varios visitaban el portal y entonces se volvía una búsqueda morbosa y un reto para ver quién aguantaba ver tal nivel de sangre. 

Con el paso de los meses, era más y más común que hubiera toque de queda; que todos los días sucediera algo. Nos habíamos vuelto inmunes, era nuestra nueva normalidad. Las películas no nos asustaban, y la vida diaria se volvían pláticas de gore, como si fuera la cosa más normal: personas ejecutadas colgadas de puentes peatonales, cabezas degolladas al lado del colegio y las cancelaciones de las clases por las narcomantas (carteles con anuncios de los narcos a otras bandas delictivas o al mismo gobierno), o esconderte detrás de tu auto porque una bala perdida en el fuego cruzado podía terminar con tu vida, irte de la ciudad porque tu papá fue desaparecido. 

Los velorios se convirtieron en eventos sociales que necesitaban espacios más grandes. Las funerarias se volvieron del tamaño de centros comerciales. Los niños escuchaban corridos y compartían el deseo de la valentía de los hombres que caían día a día. Me pregunto qué se sentiría ser hombre en esos días.

Pasaron los años, y con ello la guerra también acabó. Por lo menos la guerra cruda y voraz como en esa época. Pasaron los años y yo dejé de ser una niña, y eventualmente comencé mi transición de género. Una transición que, vista desde afuera, podrían llamar “de mujer a hombre”, pero la verdad es que no me identifico como un hombre. Me siento más cómodo describiéndome a mí mismo como una persona no binaria, o sea, alguien que no se identifica como hombre ni como mujer.

Con mi transición vinieron las hormonas, y con las hormonas, la sociedad comenzó a leerme como un hombre cisgénero. Comencé a “pasar” como hombre en lugares donde antes me leían como una mujer. Comencé a tener acceso a pláticas, lugares, sensaciones que sólo están reservados para todos aquellos que la sociedad lee como hombres.

Con ello, vinieron algunos privilegios: caminar tranquilamente por calle, que mi voz sea más escuchada entre hombres, no vivir acoso sexual. Pero también con ello vinieron nuevas expectativas de este género que estaba siendo impuesto ahora sobre mi cuerpo. Cosas que no esperaba sentir antes de transicionar. Me di cuenta de la crudeza de la masculinidad, lo dura y aislante que es, lo ausente de tacto y afecto que a veces se siente. Me di cuenta de que los hombres son violentos entre ellos de formas muy grotescas, a muchos niveles, y me di cuenta de lo normalizado que está por todos. Me di cuenta de que la violencia de género contra las personas LGBT y las mujeres no va a parar sin trabajar a la par la violencia que se vive dentro de las dinámicas sociales de los hombres, debido a que los hombres son violentos porque estructuralmente se les ha enseñado a mutilar partes de sí mismos que leen como “femeninas” pero que en realidad son características humanas: como ternura, empatía, compasión.

De repente, al arribar a esta corporalidad, me di cuenta de que me eran censuradas ciertas formas de hablar y moverme, que mi mirada sobre el cuerpo de las mujeres era leída de forma distinta, que la gente si me veía moreno y caminando de noche podía temerme, que la policía me trataba como un sospechoso, que las mujeres desconocidas no confiaban en mí como antes. Y al revisar todo el grupo de cosas que se le exigían a este nuevo cuerpo que habitaba, no pude evitar pensar en esos años de guerra.

Me di cuenta que al haber crecido como una niña en esos años yo no había adoptado esa masculinidad estereotipada como propia. Pero ¿qué habría pasado si sí? ¿Quién habría sido yo si en esos años tan vulnerables hubiera sido socializado como niño? ¿En quién me habría convertido? ¿Habría sucumbido bajo la masculinidad hegemónica o me habría revelado ante ella? ¿Qué heridas me habrían quedado si decidía resistirme a ella? Y aunque no la tenía cerca en casa, porque afortunadamente los hombres cercanos a mí no son así, mi inconciente colectivo estaba impregnado de representaciones sociales de hombres que asesinaban, violentaban, violaban, destruían, robaban, decapitaban, traicionaban, desparecían, morían, se iban, golpeaban, no lloraban, proveían a cualquier costo, pero, sobre todo, que no estaban.

¿Qué le sucede a la psique de alguien que apenas llega al mundo y se espera la crudeza de la masculinidad tóxica de él? ¿Qué terminaría aprendiendo ese niño si todo el tiempo le bombardean con la idea de que las mujeres son distintas e inferiores? ¿Qué pasa si eres un niño y lo que se espera de los hombres que admiras son moldes rígidos de masculinidad violenta? ¿Qué referencia tienes? ¿Qué otras alternativas de vida tenemos para esas infancias? ¿Cómo protegemos su vulnerabilidad, su ternura? ¿Cómo no van a terminar irremediablemente convirtiéndose en ese macho monstruo violento? ¿Qué pasa si se resiste a serlo?

Siempre he pensado que les niñes cuando nacen son hojas en blanco. Que antes de los 5 años no tenemos prejuicios, que miramos al mundo con curiosidad en lugar de extrañeza. Entonces crecemos, y, con la edad, comenzamos a apropiarnos de los códigos sociales que nos rodean. Aprendemos lo que los adultos hacen, y lo tomamos como partes de nuestra personalidad y nuestra construcción como personas. Es un período crítico en la vida de los humanos, pues forja la mirada a través de la cual ves el mundo. Casi todo lo que vive un niño lo toma como verdad absoluta, porque es lo único que conoce.

Desde mi infancia, la masculinidad, pero más específicamente los hombres, han sido algo que observo con mucho interés, y a veces miedo. Hago una distinción entre masculinidad y hombres porque no son lo mismo. La masculinidad, así como la feminidad, son algo que todes tenemos dentro de nosotres a mayor o menor medida, sin importar cuál sea tu identidad de género. Y ese balance entre ambas “energías” es algo muy personal, que expresamos cada quien de diferentes formas. O por lo menos, así lo comprendo yo.

Si bien, la masculinidad es algo que he habitado desde hace bastantes años, la categoría “hombre”, es algo que al inicio de mi vida, parecía lejano. En la niñez, uno no piensa realmente en su género, solo existimos y nos gustan algunas cosas y otras no sin mucha explicación. Son los adultos, de la mano de los medios masivos, los que impregnados por las enseñanzas de la sociedad y el statuos quo, nos llegan a imponer y adoctrinar sobre qué está bien o no hacer. De ahí que comencemos a aprender que las niñas juegan con barbies y los niños con carritos.

Algunos adultos, sin embargo, aprenden de su contexto y en lugar de replicarlo, deciden rebelarse contra todo lo que les enseñaron. Son muy pocos los que, al crecer, les toca desaprender para reconstruirse, y las personas trans usualmente somos de esas pocas personas.

Haber transicionado en la adultez me dio la posibilidad de crear distancia entre mi persona y lo que sea que significa ser un hombre.

Vivir la pubertad en la adultez, y recibir por primera vez en los 20’s las expectativas del género masculino, permitió que sí pudiera cuestionarme todo eso de forma activa, a diferencia de los hombres cisgénero. Poder preguntarme cómo quería yo crear esta nueva identidad que estaba habitando, alimentado por supuesto por todas las experiencias de vida que había presenciado. Asustado, emocionado, con incertidumbre, pero sobre todo con agencia.

Por lo anterior, me pregunto constantemente ¿cómo se habrá sentido ser hombre ese tiempo de guerra? ¿Cómo habrán recibido esas representaciones sociales todos esos niños? ¿Qué historias hemos alimentado colectivamente para que construyan sus identidades? ¿Cómo desertas de las narrativas hegemónicas sobre quién se supone que eres y deberías ser? ¿Qué papel tienen los medios masivos, la política, la iglesia, la familia, el capitalismo en todos estos roles de género? ¿Qué tan difícil sería desmantelar esto?

Yo constantemente me pregunto ¿qué tipo de hombre cisgénero habría sido? ¿De qué forma habría moldeado mi vida haber crecido como un niño en esos tiempos? ¿De qué formas me habría resistido a ser como ellos?

Conforme ha pasado el tiempo, me he volcado a la teoría, para entender más. La referencia más directa y más importante ha sido Capitalismo Gore es el que más se acerca a esta realidad en la que yo crecí. Siendo escrito por Valencia, que nació en Tijuana, a unos cuantos kilómetros de mi ciudad natal. Ella habla acerca de cómo el capitalismo “gore”, surge del neoliberalismo extremo. Que en las economías del tercer mundo, crían hombres que ejercen necropolíticas porque en este mundo neoliberal, el valor de las cosas supera el valor de las personas. Porque los sujetos del tercer mundo aspiran a las vidas del primer mundo. Un ideal imposible que sólo permite que los hombres de este lado del mundo busquen estrategias gore para generar capital. Y muchas veces, eso es a través del asesinato de personas, capitalizando la vida.

La violencia inherente al capitalismo, originada en los países del primer mundo, crea una presión insostenible sobre los hombres del tercer mundo para proveer un estilo de vida inalcanzable. Y como resultado, el Estado y los narcotraficantes se enfrentan, causando muertes. Esta ruptura del tejido social transforma las narrativas y las vidas de las personas, afectando las dinámicas familiares, las relaciones interpersonales y la construcción de estereotipos de género. Los sueños, deseos y el significado de la vida misma se ven alterados.

Sayak hace una descripción muy detallada, llegando incluso a decir que en el «capitalismo gore,» las figuras del narcotráfico se han convertido en íconos culturales. Estas figuras, como Malverde y el Chapo, junto con elementos como los narcocorridos y la moda de marca, crean una cultura pop alrededor del crimen organizado. Esta cultura impacta a la sociedad, especialmente a los jóvenes que, al crecer en un entorno de violencia y narcomantas, llegan a admirar a los narcotraficantes, insensibilizándose ante la violencia y adoptando estas figuras como modelos de éxito y poder.

Sayak Valencia introduce el concepto de «necroempoderamiento» para explicar cómo el orden capitalista, profundamente enraizado en el machismo y el heteropatriarcado, moldea las relaciones humanas y legitima a estos jóvenes que se unen a las mafias en busca de reconocimiento y poder. Los medios de comunicación contribuyen a esta legitimación, presentando a los capos de la nueva escuela como ídolos modernos, mientras naturalizan y estetizan la violencia sin mostrar sus devastadoras consecuencias en la realidad.

Si bien, Capitalismo Gore ha sido una guía muy lúcida para entender cómo opera toda esta estructura social tan compleja, creo que faltan aún más textos que no sólo expliquen las cosas por como han sido, sino cómo podrían ser.

Dentro de mi búsqueda por referencias que hablen de masculinidad, e imaginen otras posibilidades de vida, me encontré: All about love de Bell Hooks y Amateur de Thomas Page McBee.

La relación entre All About Love, Amateur y Capitalismo Gore es que todas abordan el tema de forma estructural. Analizando o narrando la relación del patriarcado, la masculinidad y el capitalismo. All About Love señala que los hombres no pueden acceder al amor si eligen el dominio. Amateur habla de las formas en que los hombres socializan ese dominio. Centrando el texto en la experiencia de un hombre trans y la pregunta ¿Por qué los hombres pelean?

Me gusta el nombre del texto “Capitalismo Gore” porque apela al género cinematográfico, en un contexto donde la realidad supera a la ficción con sus puestas en escena sangrientas. Pero en un mundo que se enfrenta a esas realidades tan más allá de la ficción, lo más radical que podríamos hacer es comenzar a imaginar y cuestionar nuevas posibilidades para la categoría hombre. Me parece increíble que no nos sea posible ficcionar nuevos horizontes para la categoría hombre, que sea un molde tan rígido incluso en nuestros tiempos.

Hasta ahora, el movimiento feminista ha imaginado posibilidades maravillosas para las mujeres, que día con día se vuelven realidad, abriendo camino para las mujeres en espacios donde antes no los había. Mientras que para los hombres, ha sido casi imposible imaginar otros territorios de vida fuera de los moldes de la masculinidad hegemónica que ya llevan bastante tiempo ejerciéndose.

Hace poco alguien me preguntaba por qué aspiro a parecer un hombre, y la verdad es que no aspiro a serlo. Y cuando comencé a transicionar, me aterraba parecerme a eso que se llama hombre porque mi subconsciente lo relacionaba con toda la masculinidad tóxica. Lo cierto es que habitar la masculinidad desde dentro me ha sensibilizado y ha sanado mi relación con los hombres y las masculinidades de mi vida. 

Acceder a sus espacios sigue sin sentirse del todo como si yo fuera parte de ellos por que yo vine de otro lado, yo conocí otras cosas. Como si la vida fueran dos caminos donde ellos vienen caminando y sólo siguen de frente sin vista periférica, mientras yo sólo me volqué sobre su rumbo y lo sigo, sabiendo que en los márgenes hay otras posibilidades. No puedo estar en sus espacios sin sentirme así, como un espía, un extraño. Porque sé que hay otras formas de hacer y vivir la vida. Formas que a veces pareciera que ni siquiera vislumbran como posibilidad.

Quizás, es momento para que las disidencias ayudemos a imaginar otros mundos posibles. Porque el hecho de que existamos es evidencia suficiente de que otras posibilidades, territorios y rumbos existen para habitar la masculinidad.

COMPARTIR ARTÍCULO
Compartir en Facebook Tweet Enviar por WhatsApp Enviar por WhatsApp Enviar por email
  • Me indigna
    (3)
  • Me moviliza
    (6)
  • Me es útil
    (2)
  • Me informa
    (3)
  • Me es indiferente
    (0)
  • Me entretiene
    (1)

Autor

  • Amelio Robles

    Amelio Robles lleva su nombre en honor de un coronel transgénero mexicano que participó en la Revolución Mexicana. Amelio está convencido de que es su tataranieto y le gustaría que más gente supiera de su abuelo.

    Ver todas las entradas

Comentarios

2 thoughts on “Los hijos del narco

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Artículos relacionados