“—Entonces, ya me dirán ustedes qué debo hacer; les he mostrado los presupuestos, les he mostrado los precios de los locales de una casa como la que puede hacerse ahí, estrecha y sin sol. Les he mostrado todo, ya me dirán ustedes cuánto puedo ganar yo, o si es que tengo que trabajar perdiendo dinero: me remito a lo que digan ustedes…
Este papel de víctima sumisa había intimidado a Quinto.
—Pero —dijo él, conciliador, dispuesto a la equidad— el sitio es céntrico…”
Ítalo Calvino, en “La especulación inmobiliaria”
“Mamá, ¿cómo llegamos a vivir aquí?” Esa es una pregunta que no solemos hacernos en la infancia. Llegamos al mundo y éste es el que nos dice qué es. Durante los primeros años, le creemos. Vemos las calles, los vecinos, las aceras, las rejas, el tendejón de la esquina, el parque, la avenida, el lote baldío y cercado, el perro que siempre cruza sin saber si va o vuelve, los postes y la tortillería. Nos enteramos de que habitamos un barrio antes de saber que existe una ciudad. Esa es nuestra primera experiencia con lo público, con el orden que impone el vivir en sociedad.
¿Cómo era el barrio en el que naciste? El mío era blanco, como solían serlo los barrios de las periferias mexicanas antes de que la gente de dinero decidiera que siempre sí quería vivir en las zonas céntricas. Al menos lo era de la parte delantera de la casa. Si salías por la puerta trasera era otro: “Detrás de tu casa vive gente pobre”, me dijo una amiga durante un cumpleaños, con sus ojos claros enclavados en su cara rosa, como exigiéndome una explicación. Yo pensaba que así eran todas las colonias: las casas de atrás, la mía, y las casas de adelante. Los tres mundos en su respectivo orden freudiano.
Tardé años y procesos en entender la amonestación de mi amiga, el inhabitual orden de mi colonia y la forma en la que mi ciudad había sido forjada. Antes de que algún agente inmobiliario le ofreciera a mis papás un precio único para invertir, mi primer mundo era todo menos una ciudad. Era lo que ocurría cuando uno se trasladaba de la ciudad a una pequeña comunidad maya, en donde vivían personas que todos los días viajaban unos 25 minutos para trabajar limpiando las casas de personas no mayas, o construyéndolas.
Los conflictos territoriales no son siempre el sable, las hordas, el fuego y la palabra. A veces son el paso, los acuerdos, el fluido y el murmullo. Las dinámicas urbanas pueden ser tan permanentes como imperceptibles, como las placas tectónicas que pasan desapercibidas por movilizarse diariamente.
Las dinámicas de las ciudades son tan complejas como imperceptibles en el día a día. Y también contradictorias. A veces las ciudades huyen de sus zonas céntricas, buscando conquistar lo campestre, lo rural, lo exterior. Pero llega un momento en el que se aburren y buscan ocupar esos lugares que habían dejado descuidados. Es ahí cuando se habla de “densificación”, de “repoblar” y de “revivir” los centros históricos.
Densificar, hacer algo más denso, más compacto: “La sangre es más densa que el agua” escuché decir alguna vez, que porque sus células están más apretadas, más juntas. Densificar las ciudades significa hacer todo para que estén así, con los destinos más pegados, con más edificios extendiéndose y menos inmuebles anchos y extendidos.
Hacia afuera, hacia dentro, para volver a las afueras, y nuevamente hacia el centro. Como si se tratase de un latido constante visible en muchas ciudades del mundo. Y algunas veces, cuando se va para adentro, es cuando surge lo que llamamos gentrificación.
Hoy en día, los urbanistas suelen discutir durante horas sobre lo que es, y lo que no, la gentrificación. Pero en su mayoría coinciden en que se trata de un proceso en el cual la gente rica empieza a ver con buenos ojos a los barrios que antes rechazaba y a los que rara vez visitaban. Deciden que sería buena idea irse a vivir ahí “a formar parte de la vida” que allí se encontraba. Pero no llegan a vivir como la gente de los barrios, sino a traer otras dinámicas de consumo y de uso del espacio público. Los barrios comienzan a cambiar, comienzan a ser más caros y comienzan a ser pensados para los nuevos habitantes con mayor poder adquisitivo que las familias que tradicionalmente vivían ahí.
Yo no sé qué partes de mi ciudad fueron gentrificadas y cuáles no. Los urbanistas a veces también se levantan la voz entre sí cuando se les pregunta. Pero sea gentrificación u otro proceso, la realidad es que mi ciudad no es para todas las personas. Unas cuántas deciden quién es dónde y cuándo. Otras sólo gestionan el corto marco de maniobra que les queda.
Pero no podemos entender las ciudades sin la desigualdad. Aquel latido no es neutral sino que representa la movilización de toda una población urbana, de aquellos que delimitan las tendencias de inversión y especulación. Las ciudades sueñan pero solo algunos de sus habitantes lo hacen en forma de renders. Por eso no debe extrañarnos que los asentamientos precarios -esos “tugurios”, “barrios miseria” o zonas de la “no-ciudad”- únicamente sean percibidos por ese latir constante cuando significan desplazamientos.
Con la llegada de matrimonios jóvenes, los terrenos en la nada se convirtieron en mi colonia. Ésta pronto se extendió hasta alcanzar al pueblo maya y digerirlo en una nueva colonia -aquella que estaba en la parte de atrás de mi casa-. Posteriormente, la ciudad hizo sístole y los barrios centrales, antes considerados populares, fueron poco a poco comprados por familias que podían remodelar las casonas de estilo español para darles un aire más instagrameable. Y en este camino, algunas personas recordaron que podían también hacer escenarios de turismo sobre esas mismas calles, así que el hambre y las ganas se juntaron.
Las casas de barrios centrales de mi ciudad nunca tuvieron esos colores magenta, rosa, guinda y celeste en tonos mexicanos. Pero los turistas están convencidos de que así es la vida del día a día y de repente el centro se convirtió más en un parque turístico, que en un lugar para poder vivir. Quienes llegaron en un momento, ahora se quejan del ruido de restaurantes, bares, conciertos y las risas de europeos que van de un lugar a otro. Así que mi ciudad entendió que era momento de un diástole. O más bien, el mercado inmobiliario así lo entendió. Se empezaron a enfocar en adquirir y acaparar esas casas en el centro a las que antes llamaban “populares”- usaban esa palabra como si fuese algo malo, algo de lo que había que rehuir-. Se volvió una moda comprar para remodelar, o bien comprar para destruir y construir encima.
En la historia de este pulsar, las personas que menos opciones de vivienda tienen deben simplemente correr detrás del capricho de los tejidos. Somos ese porcentaje de la población quienes decidimos -así sea inconscientemente, así sea como mero efecto de nuestros imaginarios- cuál es la dirección que toca priorizar en este ballet urbano.
Los territorios han sido zonas de disputa y acumulación en manos de unos cuantos. ¿Qué nos hace creer que las ciudades son la excepción? ¿Quién nos ha metido en la cabeza que son espacios despolitizados y neutrales? ¿De dónde hemos sacado que no hay nada que deconstruir y cuestionar? ¿O acaso pensamos que el lugar que ocupamos en la urbe no puede estar plagado de privilegios?
Termino la jornada y la envuelvo para dormir. Por un momento me quedo pensando. Me inquieta pensar cuando comience a hablar. Qué contestaría si me preguntan: ¿cómo llegamos a vivir aquí?