
“Quisiera ser lesbiana” es una frase atrevida y chocante que quizás hemos dicho alguna vez las mujeres heterosexuales de nuestros tiempos. Por supuesto que la gran mayoría sabemos que esto no es cierto, ser heterosexuales nos da privilegios como que nuestra sexualidad sea legal, aceptable y hasta celebrada en todas partes del mundo, sin que nos discriminen, y pudiendo demostrar afecto en público. Además, las relaciones entre mujeres no están exentas de machismo, siguen muchas veces los patrones de la heteronorma, y vienen con otro set de complicaciones, porque todas las relaciones humanas son difíciles y en el amor pueden tornarse tormentosas. El pasto no necesariamente es más verde en el mundo queer.
La frase está mal también porque en realidad lo que queremos decir es que nuestras vidas sexoafectivas serían mucho mejores si no nos gustaran los hombres. Pero no es como si las orientaciones sexuales se eligieran por descarte. He llegado también a escuchar “los hombres me gustan pero no me caen bien”. O el popular “hombre no es gente ni familia de uno” que se usa para referirse a una situación en donde ¡otra vez! un hombre nos ha decepcionado moralmente. Estas expresiones podrían calificarse a simple vista como misandría, “lo mismo que la misoginia pero al revés”, pero, a diferencia de la misoginia, no nacen de creer que los hombres sean nuestros subalternos, o que valgan menos que nosotras, sino de una profunda decepción y muchas veces miedo.
En los últimos diez años hemos estado teniendo una conversación pública sobre las desigualdades al interior de las parejas heterosexuales. Pasamos por varias olas de denuncias masivas por acoso y violencia sexual. Demasiadas veces un hombre autodenominado aliado del feminismo resultó ser un agresor. Más que “misandria” estas expresiones son “heteropesimismo”. Lo que en realidad estamos diciendo es que estamos hartas, frustradas, desilusionadas, por la desigualdad de poder en las relaciones sexoafectivas, y de que la vara esté tan baja para el amor heterosexual.
El término heteropesimismo fue acuñado en 2019 en un ensayo que Asa Seresin publicó en la revista The New Inquiry, y se define como: “una desafiliación performativa de la heterosexualidad, usualmente expresada como arrepentimiento, vergüenza o desesperanza frente a la experiencia heterosexual”, y añade que “que estas disafiliciones sean performativas no significa que no sean sinceras, más bien es que rara vez van acompañadas de un abandono real de la heterosexualidad.” El heteropesimismo es una queja, no necesariamente un plan de renuncia, es un momento cultural que expresa la crisis de la heterosexualidad, que no es nueva, pero que ahora discutimos con distancia y desenfado.
Heteropesismo en el pop
En los últimos años esta idea ha empezado a aparecer con insistencia en el pop, un género en donde antes solía idealizarse la pareja heteronormada. Olivia Rodrigo en Guts es uno de los mejores ejemplos. En “Bad idea, right?” habla de una chica que sabe que “cangrejear” con su ex es una mala idea, pero lo hace de todas formas porque es joven y necia. En “Ballad of the Homeschooled Girl” menciona que todos los chicos que le gustan son gais. En “Get him back!” vuelve a hablar de un terrible ex, con quien quiere volver y de quien quiere vengarse, hacerle de cenar y rayarle el carro. Finalmente completa la idea en “Love is embarrassing”, “Dios, el amor sí que es vergonzoso. Nada más mira como me crucifico a mí misma por un perdedor de segunda que no vale la pena ni mencionar” (“God, love’s fucking embarrassing, just watch as I crucify myself for some second string looser who’s not worth mentioning”). Todas estas canciones tienen algo de humor, porque Olivia sabe que estos chicos no están a su altura pero los busca irremediablemente.
Desde el arquetipo femenino opuesto, Sabrina Carpenter dice lo mismo en Short n’ Sweet. En “Please, please, please” tiene una relación con un chico que tanto ella como sus amistades saben que no le conviene, y le pide que no la haga llorar para que no se corra su lindo maquillaje: “Que me rompas el corazón es una cosa, que me rompas el ego es otra, te ruego que no avergüences, malparido” (“Heartbreak is one thing, my ego is another. I beg you, don’t embarrass me motherfucker”), le canta. En “Good Graces” le advierte a su pareja que si la trata mal ella convertirá su amor en odio, y luego repite pegajósamente en el puente “I won’t give a fuck about you”. “Sharpest Tool” es un largo insulto (presuntamente a Sean Méndez), en donde le reclama a un chico (lleno de defectos y no muy inteligente) por ilusionarla y dejarla de repente. “Dumb and poetic” tiene el mismo tema: es una queja por sentirse atraída por un tonto y ávido lector de libros de autoayuda que experimenta con hongos y repite lugares comunes como si fueran grandes revelaciones. En “Slim Pickins” profundiza en el mismo tema cantando: “Creo que voy a morir sola […] a todos los pendejos que tengo en el celular los veo pasar como si apostara en una máquina tragamonedas, ellos ganan y yo pierdo”, “Este chico ni entiende de gramática [doesn’t even know the difference between there, their, and they are] pero aún así está en mi cuarto desnudo”, “Un chico amable y que respire parece imposible de encontrar”, y concluye en el coro “Si no puedo tener al que quiero, me conformaré con besarte a ti. Ya que todos los buenos están muertos o ya tienen pareja, no tengo más remedio que gemir y quejarme”. Finalmente en “Lie to girls” dice “No me jures por tu mamá que este es el primer trago que te tomas en un mes, no me digas que fue un incidente aislado que solo pasó una vez, no tienes que fingir, jamás he encontrado una horrible verdad que no pueda maquillar. Soy una idiota, pero también soy muy ingeniosa, puedo hacer que un mierdero se vea como un ‘para siempre’”, y resuelve con esta sentencia: “[Los hombres] no tienen que mentirle a las chicas, si les gustas, ellas se mentirán a sí mismas.”
Escuchando ambos álbumes me quedé pensando que la Catalina de veinte años hubiese querido tenerlos y cantarlos al menos para navegar las convulsas relaciones sexoafectivas que uno llega a tener en los veintes. No recuerdo escuchar cosas así en las canciones de los dosmiles, noventas, ochentas, que más bien apuntaban a amores trágicos con hombres distantes, evasivos o infieles, que nos hacían daño pero que no dejábamos porque estábamos sometidas por el amor. Britney cantaba “Hit me baby, one more time” (vuelve conmigo una vez más). Alejandra Gúzman en su éxito “Hacer el amor con otro” compara a su nuevo amante con el anterior: “Blanco como el yogurt, sin ese toro que tu llevas en el pecho. Fragilidad de flor, nada que ver con mi perverso favorito” y resuelve que “Quise olvidarte con él, quise vengar todas tus infidelidades, y me salió tan mal que hasta me cuesta respirar su mismo aire”. Para Alejandra un mal amor con un hombre es trágico, para Olivia y Sabrina es ridículo. Para las tres, es irremediable. O inevitable, como dijo Shakira.
Born this way
En el centro de la queja heteropesimista está la idea de que no seríamos hetero “si pudieramos”. Esta idea la retoma el artista Hayden Kays en su pintura de 2021 titulada “Fact” (Hecho), en donde, sobre una superficie rosa solo se lee la frase “If you think sexuality is a choice, how do you explain the fact that women still like men?” (“Si la sexualidad es una elección, ¿cómo explicas que a las mujeres aún les gusten los hombres?”). Es una pregunta difícil de responder para la mayoría de las heteras que somos críticas del machismo y de la heteronorma. En un mundo en donde el 60% de las mujeres víctimas de feminicidio mueren a manos de sus parejas, en donde existen Dominique Pellicot y sus 70 violadores, tener una relación sexoafectiva con un hombre es un factor de riesgo. Aún así, esa escalofriante estadística no ha erradicado nuestro gusto por los hombres. ¿Por qué?
La orientación sexual parece innata e irremediable porque no podemos cambiarla a voluntad. Pero la idea de que la orientación sexual es algo “innato”, “biológico” o hasta “natural” se inscribe dentro del determinismo biológico. En realidad, las características físicas de nuestros cuerpos son apenas una parte de la complejidad que es la sexualidad humana. La orientación sexual suele expresarse en la niñez o en la adolescencia temprana, a veces mucho antes de que sepamos qué es el sexo. Pero también aparece mucho después, a veces porque la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad y todo el espectro de la atracción humana, incluyendo la asexualidad, no se han presentado como opciones, y a veces simplemente, porque la gente cambia. Tengo amigas que en sus cuarentas se descubrieron bisexuales. Tengo otras amigas que, decepcionadas por el amor romántico heterosexual, intentaron salir y tener vínculos sexoafectivos con mujeres fracasando rotundamente.
Por allá en los noventas se hizo popular la idea falsa de que había un gen de la homosexualidad, el Xq28, y ¡qu´ sorpresa!, sirvió para afirmar que la orientación sexual era “culpa” de las madres. Pero la realidad es que ningún estudio ha logrado explicar cuales son los determinantes de la orientación sexual, probablemente porque no hay una única explicación y menos una única explicación biológica. Que la orientación sexual no sea precisamente opcional, no quiere decir que sea innata. Que la sexualidad sea fluída, no quiere decir que sea cambiante para todas las personas.
La orientación sexual puede compararse a los gustos por la música o la comida, hay algo que nos complace, que se siente “natural” porque no podemos articular de dónde sale, pero todo el tiempo está mediado por nuestras experiencias y contextos culturales. Para que yo pueda decir algo como “me gustan los chapulines”, tengo que sentir un placer físico por las texturas crujientes y los sabores ahumados, pero además, tengo que superar un tabú social, con el que crecí, que dice que no se comen insectos y que son desagradables. Necesito ambas, no basta solo una de las condiciones. Y es imposible saber hasta dónde llega lo biológico y dónde comienza lo cultural.
Si yo me siento capaz de apreciar la belleza de las mujeres, ¿cómo sé que me gustan los hombres? Bueno, hay algunos chicos guapos con los que se me queda pegada la mirada, quiero darle replay a cierto movimiento, de repente me estoy riendo de un comentario que viniendo de otra persona no me hubiera merecido ni una levantada de ceja. “¡Qué linda esa barbita! Un mojito, dos mojitos”, como dijo Shak cuando se enamoró del tonto de Piqué. Evidentemente (aunque quizás debemos decirlo más), que a uno le guste la masculinidad no significa que le vayan a gustar todas las masculinidades, que se expresan de forma diversa. Si a mi me gusta específicamente la masculinidad de “los intelectuales con gafitas”, ¿me seguirían gustando los hombres si todos fuera como los personajes de Vin Diesel? El deseo heterosexual, como cualquier otra expresión del deseo sexual y afectivo, es mucho más diverso y particular en la realidad que en las contrucciones mentales de la heteronorma.
Cuando el movimiento lgbtiq+ dice “born this way” no es tanto que esté diciendo que aquí hay algo genético, físico o natural, el punto es decir “¡no puedes cambiarme!”, una afirmación que no es menor ante la proliferación y diversidad de esa forma de tortura que ha sido mal llamada “terapia de conversión” (su nombre correcto es Esfuerzos de Cambio de Orientación Sexual, Identidad de Género o Expresión de Género o ECOSIEG). Ahora, para las personas que imparten estas formas de tortura no importa en realidad si la orientación sexual es natural o no, si piensan que es biológica te hormonarán, si piensan que es social te entrenarán para performar la heteronorma y si piensan que es espiritual te harán un exorcismo. Si las diversidades sexuales tuvieron que decir esto es innato, fue para salvarse de la violencia de las personas que intentan cambiarlas.
En su ensayo, Seresin trae el ejemplo de cuando se hizo, irónicamente, la “bandera del orgullo heterosexual”, con franjas blancas y negras, “como el uniforme de los reos en las caricaturas”. El punto de la bandera es que, el orgullo lgbt es una forma de resistencia a la discriminación una subversión de la vergüenza impuesta a las diversidades por la sociedad. El “orgullo heterosexual” en cambio, es ridículo, pues no es la resistencia a nada, es una celebración del Statu quo para la que ya hay demasiados productos culturales.
¿Renunciar a la heterosexualidad?
Si hoy nos estamos preguntando si es que la heterosexualidad es innata (esto siempre se dio por sentado) es porque hay un cambio cultural, porque hoy, en el 2025, para muchas mujeres ser heterosexual no es lo ideal. Es lo hegemónico, sin duda, y por eso, aunque ser hetera sea inconveniente, no recibimos un castigo por subvertir el sistema, por eso no nos enfrentamos a violencias y torturas impuestas desde afuera para que cambiemos nuestra heterosexualidad. Ser hetera es, sin duda, lo más fácil y aceptable, pero por primera vez la heterosexualidad ha empezado a ser vergonzante.
Además, parece que el heteropesimismo está sustentado en datos. En octubre de 2024, se publicó en la revista Social Psychological and Personality Science, un estudio realizado por Elaine Hoan y Geoff MacDonald, en donde entrevistan a casi 6,000 adultos, para que evaluaran qué tan satisfechos se sentían con su vida en general, y en particular con su vida sexoafectiva. El estudio mostró que las más felices, saludables y satisfechas sexualmente eran las mujeres solteras y sin hijos, y que los más felices de entre los hombres eran los casados. El estudio también mostró que los más insatisfechos eran los hombres jóvenes y solteros. Esto se puede explicar a partir de las dinámicas de las relaciones heterosexuales que siguen beneficiando a los hombres, quienes reciben cuidados físicos y afectivos, y también apoyo económico de sus parejas, sin ser recíprocos. Cuando los hombres están solteros suelen pagar por todos lo trabajo de cuidado, lavandería, pagan comida a domicilio o tienen que invertirle tiempo a hacer mercado y cocinar, también gastan en limpieza de la casa, renta, sastre entre otras muchas tareas, y cuando están en pareja con una mujer, bajo los roles de género tradicionales, estos gastos empiezan a ser compartidos o desaparecen del todo pues ella los asume con su trabajo.
Este es un poco el punto del bestseller internacional “Kim Jiyoung, Born 1982”, de la escritora Cho Nam-Joo, publicado por primera vez en 2016, y que cuenta la historia de Jiyoung, una mujer casada y con una hija que empieza a tener una especie de brotes psicóticos en donde cambia de personalidad, detonados por todo el machismo a su alrededor. Al terminar el libro, después de ver todos los esfuerzos y renuncias de Jiyoung por su familia, y por adaptarse a ese rol femenino tradicional, uno se pregunta ¿para qué putas? En mayo de 2016, mientras todas las mujeres de Corea del Sur leían esta historia, un tipo apuñaló a una mujer en un baño público en la estación de metro Gangnam, supuestamente para “vengarse de todas las mujeres que lo habían ignorado y humillado en sus vidas”. Ese año también comenzó una ola de denuncias por acoso y violencia sexual. Esta tormenta perfecta desencadenó en lo que hoy se conoce como el movimiento 4B, o el movimiento de los 4 “No”: no a bihon (las relaciones heterosexuales), bichulsan (la maternidad), biyeonae (las citas con hombres) y bisekseu (el sexo heterosexual). No es la primera vez que algo así pasa en la historia del feminismo, algunas feministas de la segunda ola anglosajona hablaban del “lesbianismo político”, que llamaba a renunciar a cualquier vínculo con los hombres. Aunque el lesbianismo político es una idea provocadora en papel, ha perdido legitimidad pues, al igual que el movimiento 4B, colinda con la idea transfóbica de que la biología es destino. Los hombres no son esencialmente malos solo por ser hombres, sino porque han sido socializados en y además han elegido formas de masculinidad explotadoras y violentas.
Vemos estas renuncias como “extremas” o “radicales”, pero a nadie le parece malo cuando una mujer decide entrar a un convento, en donde tendrá las mismas renuncias, quizás salvo el matrimonio porque simbólica y perturbadoramente las monjas están “casadas” con Dios. Lo que pasa es que, aunque ha habido notorias monjas rebeldes con inmensos aportes a la humanidad como Sor Juana o Hildegarda de Bingen, los conventos son instituciones que siguen estándo al servicio de la Iglesia y del patriarcado. También hay muchísimos hombres que pasan de tener vínculos emocionales con las mujeres: intelectuales, soldados, sacerdotes que aplican lo que vendría siendo el 3B, porque renuncian a todo menos al sexo (a veces violación) que les sirve para probar -a otros hombres- su hombría. Cuando los hombres eligen estos caminos nadie piensa que eso llevará al colapso de la sociedad, porque lo que esos hombres le aportan a las mujeres es prescindible, mientras que son los servicios que las mujeres prestan a los hombres lo que sostiene la humanidad.
El movimiento 4B y todas sus variantes más o menos intensas son una respuesta totalmente razonable a una situación particular. Renunciar a los hombres es una elección de vida válida y comprensible para muchas mujeres. Pero esa renuncia difícilmente será masiva, siempre habrá mujeres que por elección u obligación se seguirán vinculando con los hombres, y seguirán enfrentándose a las mismas frustraciones y violencias. Incluso si no tienen a hombres como pareja, tienen padres, los hombres también son nuestros jefes, colegas, subalternos, vecinos, no podemos prescindir de los hombres totalmente como si viviéramos en Temiscira. También hay algo de esencialismo biológico en pasar de todos los hombres, quizás para muchos es más fácil ser machos, pero definitivamente no es natural, la masculinidad violenta se impone con prácticas violentas, y los hombres son seres libres y pensantes que pueden elegir cambiar. El problema es que el movimiento 4B es más una forma de protesta que una solución al problema de desigualdad. Se necesita más que una renuncia para que los hombres cambien, por ejemplo, necesitamos que comprendan colectivamente que los comportamientos machistas tienen que ser intrínsecos a la masculinidad, y a eso no necesariamente vamos a llegar con la segregación.
¿Y los hombres?
El heteropesimismo supera las relaciones sexoafectivas porque también es un problema político. En noviembre de 2023, se hizo viral un editorial del Washington Post titulado “Si las actitudes no cambian, el desencuentro político en las citas románticas pone en peligro al matrimonio”. El editorial señala que los hombres en EEUU, en comparación con las mujeres, están más desempleados, tienen niveles educativos más bajos y tienen más riesgos de depresión y abuso de sustancias, mientras que las mujeres educadas y con libertades económicas se han vuelto más exigentes. Además, dice el editorial, los hombres han dado un giro a la derecha, pues en la generación Z, solo el 16% se identifica como progresistas versus un 46% de las mujeres. El artículo pasa a señalar, que el 71% de las personas que se identifican como Demócratas, no están interesadas en emparejarse con alguien Repúblicano. Finalmente concluye que alguien tendrá que ceder pues esta polarización política acabará con el matrimonio. El editorial no lo dice de forma explícita pero el orden de los argumentos da a entender que aquí las personas intransigentes son las demócratas y probablemente mujeres, que son la mayoría progresista. No citan ningún estudio que señale que hay personas republicanas que no saldrían jamás con alguien liberal. ¿Qué tanto le importará a un hombre republicano estar con una pareja de ideas demócratas, si ni siquiera la considera un sujeto político?
Lo que hace que mi cerebro explote con este editorial es que la preocupación del Washington Post sea el matrimonio. ¿Qué importa si hay menos matrimonios? ¿A quién le conviene que haya más matrimonios entre personas con ideas políticas totalmente opuestas? ¿Cómo son esos acuerdos? ¿Hacen concesiones de parte y parte o uno de los dos asume un bajo perfil y un poco de autocensura para evitar peleas? ¿A quién nos imaginamos haciendo ese esfuerzo, al hombre o a la mujer? ¿Qué tipo de concesiones son posibles si estás en una relación con una persona que no considera que las mujeres somos seres humanos, que debemos ser autónomas y libres? ¿Cómo amar a alguien cuyas ideas políticas y sus consecuencias ponen en peligro tu bienestar y tu vida? Porque no son simples desencuentros como si fueran hinchas de diferentes equipos de fútbol. Aquí una postura quiere derechos para todas las personas, para las mujeres y también para los hombres, mientras que la otra postura pretende quitarnos esos derechos a las mujeres, hacernos callar frente a las violencias del patriarcado, explotar nuestro trabajo no remunerado y controlar nuestros cuerpos y nuestras vidas. ¿Por qué quiere el Washington Post que hagamos esa concesión? Quizás estamos mejor solteras que casadas con un macho de “centro” o abiertamente conservador.
Ahora, las mujeres no somos las únicas que padecemos de heteropesimismo. Toda la manósfera, que habla de las mujeres como si solo quisiéramos dinero y siliconas, los Incels que insisten en que las mujeres hegemónicamente bellas son “Stacys” que solo salen con “Chads”, las influencers que te repiten que debes ser “una mujer de alto valor” porque debes resignarte a ser vista como una mercancía, “los machos alfa” que insisten en que para conquistar una mujer tienes que engañarla, todos son heteropesimistas. No hay nada más pesimista y triste que la idea de que las relaciones entre hombres y mujeres únicamente pueden ser transaccionales.
Los discursos de los Incels no son nuevos, son una remasterización de la misoginia que siempre ha servido para imponer el patriarcado. En una época decían que “a las mujeres no hay que entenderlas sino quererlas” parten de la idea de que no hay puentes posibles, de que somos sustancialmente distintos y que peor, las mujeres somos ininteligibles. Nuestras abuelas que alguna vez nos dijeron que no debíamos creer en las palabras de los hombres que nos estuvieran coqueteando también eran heteropesimistas, la diferencia es que ellas eran dependientes económica y jurídicamente de los hombres, y por eso estas recomendaciones se daban en secreto.
En 1987 debutó la que podría ser la serie de televisión más heteropesimista de la historia: la comedia “Married With Children” (Casados con hijos), protagonizada por ed O’Neill, Katey Sagal y el debut de Chrsitina Applegate. La serie buscaba ser la antítesis de otras que mostraban familias perfectas como The Brady Bunch o The Cosby Show (que, como sabemos hoy, no era tan perfecta tras bambalinas), y contaba la historia de Peggy y Al Bundy, un matrimonio en donde se odiaban el uno al otro (también odiaban a sus hijos) y se insultaban constantemente. La serie fue una de las más exitosas de la televisión estadounidense y llegando a las 11 temporadas (¡hasta 1997!).
Uno de los chistes reiterados de la serie era que a las mujeres solo nos interesaba tener una relación con un hombre por su dinero. Esta advertencia aún se pasa de hombre a hombre, sin detenerse a pensar que son ellos quienes han puesto las condiciones para que dependamos económicamente. No se dan cuenta de que están en un hueco que se cavaron a sí mismos: no quieren que estemos con ellos “por su dinero”, pero no están dispuestos a dar nada más, ni trabajos de cuidado ni apoyo emocional, y mucho menos a desprenderse de la fantasía de poder que es el rol del proveedor.
Antes, lo socialmente aceptable era que los hombres se quejaran en público de las mujeres en las relaciones: demandantes, cantaletudas, interesadas, irracionales, y ahora somos las mujeres las que insistimos que estamos insatisfechas con estas relaciones. El heteropesimismo en los hombres no subvierte el sistema sino que lo reafirma. El heteropesimismo en las mujeres lo que muestra es que hay una grieta en el modelo, y que hemos logrado ciertas libertades como para poder hacer estas quejas en voz alta. Pero entonces la gran pregunta que me surge es: ¿los hombres están escuchando? Como para las relaciones humanas se necesitan dos (como mínimo), si los hombres no cambian, además de abrir esta conversación y poner límites, ¿qué más podemos hacer? No vamos a sostener la heterosexualidad a punta de esperanza y tolerancia unilateral. ¿Nos toca sostenerla solas (y a cambio de nada)? El heteropesimismo es algo que se reprocha a las mujeres, “no debemos caer en eso”, “es una generalización”, “es más productiva la esperanza” y sí, estoy segura que muchas mujeres hacemos un esfuerzo conciente para no caer en esas trampas mentales, pero ¿por qué nadie le está diciendo a los hombres que si no están dispuestos a considerarnos como seres humanos, que si no pueden tener estándares éticos o integridad en una relación, simplemente no nos merecen? Que una pareja respete tus derechos humanos no es una exigencia exagerada sino un mínimo, absurdo es esperar que las mujeres hagamos concesiones sobre nuestra humanidad.
Los vínculos queer nunca estuvieron al servicio de la reproducción humana ni para sostener las instituciones, al contrario, y por eso han tenido la posibilidad de centrar el deseo y el placer. No hay motivos ulteriores para ser queer. Las relaciones heterosexuales, en cambio, han sido históricamente y siguen siendo para muchas personas, utilitarias y transaccionales. La heterosexualidad parece que no tuviera valor en sí misma, tanto que con frecuencia se presenta como un deber. Cuestionar ese modelo también significa abrirse a explorar, desde la heterosexualidad, los nuevos caminos que han abierto las relaciones queer en cuanto el placer, los afectos y la construcción de todo tipo de vínculos, incluídas las familias . Por primera vez las personas heteras estamos teniendo la posibilidad de pensar estos vínculos no desde el deber, no desde el contrato social, y nos encontramos con que muchos hombres se mantienen aferrados a injustas desigualdades de poder que no les permiten la conexión humana que tanto necesitan. Y hasta que eso cambie, quizás tendremos que hablar de heterorealismo.