
Preguntándome por mi escalonar diario en los contextos que sigo habitando, la calle, lo universitario, una habitación arrendada, la noche desde una presión de seguridad propia que resguarde mi cuerpo en público, la hermandad trans y la literatura, llegué a una conversación tan difícil como honesta: ¿me sigo sintiendo sola, aun después de haber estado ocupando años importantes para aprender que mi legitimidad en el mundo no merece estar escondida? En otras palabras, ¿entre más visible, entre más cerca de la mujer trans que soñé y entre más me distancio de un futuro impuesto, más cerca estoy de una forma extraña de no tener raíz, ni sustento, ni ancla?
Como si aun en medio de tanto terreno ganado estuviera más cerca de una soledad defendible que le da sentido a todo si lo pensamos bien, porque entre más sola me siento, sé que más lejos estoy de la cisgeneridad impuesta, de una categoría binaria de asignación corporal, mental y espiritual. Más lejos de la normatividad patriarcal, de la figura del macho que maté, del amor común donde no cabía la identidad travesti desde la dignidad. Más lejos estoy de la muerte a la que te orillan en los años, más lejos de desaparecer o incluso más cerca de acabar con un deseo tibio donde no existíamos a viva voz mujeres como yo.
En fin, más lejos del mundo, pero tan metida en él, que duele. Y aquí estoy nuevamente escribiéndolo para ti y para mí que entendemos lo que se siente.
Es por ello que la soledad trans y travesti que experimento, que resulta hermosa al entenderla desde otros lugares y no desde la conmiseración propia, termina respondiendo a una forma política de desapego del sistema que nos margina. Por eso, por más que mis amigas cis y trans o mi familia escogida o los amores que transitan conmigo me demuestren su presencia y decidan quedarse, esa distancia arraigada a mi cuerpo e identidad (que me acerca y me aleja de este exterior) no desaparece; está respirando una y otra vez y gritándome cosas que tienen nombre propio.
En ese sentido, una forma de estar en el mundo siendo esta pulsión de vida trans/humana, empieza reconociendo que la soledad no termina siendo una elección, que podría ser una consecuencia de las violencias y las decepciones atrapadas en el tiempo y en el cuerpo; se vuelve una trinchera desde la cual mirar, defender y posicionar otras cuestiones más urgentes como construir la ternura, las sensibilidades disidentes, la fuerza de los sentidos, la dirección de una corpo-resistencia hacia el rompimiento de una hegemonía del sentir, incluso.
Esa soledad nos permite inventarnos una forma en los afectos que es muy nuestra y que terminamos comprendiendo solo en nuestro lenguaje, un lenguaje trans-travesti que nos negamos a entregar, que no le pertenece a la cisgeneridad, que imagina la reconquista de las que no teníamos mucha voz, ni mucho valor, ni fuimos ni somos bien vistas: “las malas”, las sin tierra, las borradas y olvidadas. En fin, la renuencia travesti que nos respalda.
Entonces, la soledad siendo trans no es una condena, porque no es tan mala como nos la pintaron. La misma que surge como una renuncia inmensa, como un darle la espalda a la familia normativa y sus exigencias de valor y moral, al cuerpo cis, a la identidad cis, al pacto transversal a lo masculino/femenino, al contrato social del género o a la bíblica imposición en el cuerpo de las no-normales, de que solo nos espera la desdicha y la vergüenza y el abandono, se siente como una gran victoria que arde un poquito.
Esa soledad que, siendo tan joven, ya conozco, no es el peor precio a pagar, ni tampoco es tan terrible la certeza de que sentirse y estar por fuera de la norma es sinónimo de venganza poética.
Me posiciono siendo y existiendo, amándome trans y no solo cuestionando, sino renunciando al mercado sexual trans del fetichismo, de la vergüenza masculina al desearnos, de tener cuerpas hermosas y dicientes y valiosas que no merecen ser secretos. Reconozco que tal renuncia me lanza a una esquina donde se llora en silencio.
El amor desconsiderado, plástico, falso y patético que nos roba, también detona la sensación de no volver a querer pensar en una familia, en una pareja, en tener hijos o en buscar respeto de la normalidad. El “amor” inmundo e ingrato que nos migajean no es una opción. Y cuando no aceptamos lo único que el mundo puede y pretende ofrecer, la soledad (que es faro) toma terreno y eso es político, porque escogerla y aceptarla como protección y hogar es un modo de salvaguardar nuestras ilusiones, pero también de ir desconfigurando un sistema histórico que nos orilló a una memoria trans, forjada desde el aislamiento y desde una mirada de lástima y desprecio cis que se alegra de nuestro dolor.
Asimismo, si tanto daño nos ha hecho el binarismo de género, lo tradicional, lo políticamente correcto, lo legítimo socialmente, lo sacamos del mapa e intentamos regar un terreno fértil: recuperar el dolor y reformarlo. La ternura, el goce y lo íntimo como herramientas políticas.
Y la soledad también hace parte de la ecuación, por eso toca renombrarla, darle un rostro y una voz, abrir sus alas, escribirle desde el agradecimiento que, ojalá, si vamos a sentirnos solas, lo hagamos juntas.
Por ello, cuando escogemos estar solas a vivir violencias en nuestros hogares, a sufrir maltrato físico o emocional por parte de un hombre solo por querer una familia o a callar para que no nos quiten la vida, escogemos una forma de reparación enorme para las de ahora y las futuras generaciones que nos pisan los talones. Escogemos una forma de dignidad en el espacio/tiempo donde somos una colectividad deviniendo retribución hacia nuestras cuerpas.
Entonces, si por vivir mi autenticidad y por renunciar al sistema que me quería borrada debo quedarme siempre al margen, lo haré sin pensarlo las veces que pueda.
Así también, desde este habitar una carne disidente al cis-tema, le hago contrapeso a la anestesia de un sistema binario forjado desde el privilegio y la eliminación de las extrañas a su normalidad, a su completitud, a sus procesos de sanación vacíos. Yo soy una travesti quebrada, me he caído, he sido abusada, tumbada, olvidada. Y ahora, una escritora desnudando su soledad como forma política de existencia.
Por tanto, mi apuesta de desmontar un destino arrojado a la soledad que vivimos muchas mujeres trans es darle un cuerpo vivo (un hogar que es nuestra cuerpa unida), recién nacido y sin género, al mundo donde las identidades —como la mía— tengan su oportunidad de armarse sin que les quiten nada ni las persigan hasta el agotamiento por una premeditación de lo que debería ser. Un imaginario amoroso y honesto que proteja lo trans-marica que somos:
- Armemos una casa, cosechemos un campo trans/NB, desnaturalicemos la vida humana y biológica, desarmemos a la cisgeneridad.
- Consolemos nuestras voces, su valor en este cis-tema indiferente, el poder que aguardan y desde el cual se puede resistir e insistir.
- Aprendamos a abrir las puertas de nuestra habitación nunca propia a otras trans-disidentes y que compartir el dolor por una constante presión de soledad en el cuerpo nos una aún más.
- Recordemos a las que murieron peleando su identidad en este in-mundo, sus luchas, sus formas de escapar de la desgracia para no darle la razón a la cisgeneridad y a la muerte.
- Reconsideremos el lenguaje, su fuerza poética, su alma que nos ha permitido imaginar y reestructurar la vida por fuera de las normatividades impuestas.
- Y amémonos en nuestra vulnerabilidad como una forma de quemar el mundo sin que lo noten.