
“Hace muchos años hubo un quiebre en mi vida y dejé de tener conductas que no eran respetuosas. Gracias a un acompañamiento terapéutico prolongado lo pude superar y hoy soy otra persona. La que describen existió, pero hace mucho tiempo que no existe más”, dice el periodista de internacionales Pedro Brieger en un vídeo que compartió en su cuenta de X, una semana después de la denuncia pública por múltiples acosos a 19 colegas, académicas y vecinas de él, que sufrieron situaciones que van desde el hostigamiento, hasta masturbarse delante de ellas sin su consentimiento en ámbitos de trabajo.
Empiezo este artículo, en un medio feminista, con la voz de un hombre acusado por acoso sexual y abuso de poder, porque así lo quisieron las afectadas que le dieron la palabra. Ahora la novedad, el hecho noticioso, es su versión. Ellas consideraron “imprescindible” que admitiera los hechos y pidiera disculpas públicas. Brieger hizo lo que le pidieron y sumó un bonus track sobreactuado que no hace más que subestimar a la tribuna que convirtió rápidamente en meme su narrativa. Se puso a disposición para intentar “ayudar de la manera que lo consideren conveniente con el objetivo de que esta clase de actos no se produzcan más. Creo que mi testimonio puede servir para romper los pactos que existen entre hombres para tapar nuestras conductas, dentro y fuera del periodismo. Estoy dispuesto a colaborar para que así sea. Pido perdón a quienes ofendí y afecté”.
Previo a que se conocieran las denuncias él le había dicho al periodista Alejandro Alfie, el primero en contar las historias de acoso: “Lo que planteás de ninguna manera ocurrió. Mi vida fue, es y será pública, soy periodista” y sumó, “te adelanto que de persistir en la difamación, tendré que recurrir a un abogado para denunciar a tus fuentes y a vos y reclamarle me indemnicen los perjuicios que me generen por difundir acusaciones falsas de semejante gravedad”. Pasó de negar a admitir.
El deseo de las víctimas y las formas de reparación que eligen son, muchas veces, un elefante suelto en una cristalería. En Argentina, al menos desde 2017, año del giro denunciante como lo nombró la escritora Marina Mariasch, cuidamos al elefante porque -como feministas- nos importa lo que ellas quieren, valoramos su palabra. Son ellas las que ponen los términos y condiciones de una posible reparación.
Eso no quita que todas las feministas estemos de acuerdo con esos pedidos que a veces pueden caer en la inflación punitiva o en riesgos innovadores como darle la palabra a los denunciados y que propongan en la arena pública su versión de los hechos clausurando, de alguna manera, el caso. ¿Y ahora qué?
Soy pesimista. Sólo pienso en un escenario catastrófico tras este pedido de disculpas que se justifica basándose en la patologización de sus conductas: una horda de varones pidiendo perdón y contando en redes que ellos también acosaron pero estaban enfermos y cambiaron con terapia. En este contexto de reacción conservadora un #MeToo de ellos está lejos de ser una de ciencia ficción.
Me interesa abordar algo de lo que pone en crisis “el caso Pedro Brieger”. Es cierto que existe una tradición de un feminismo más liberal que busca resolver problemas sólo con herramientas legales y administrativas y, lamentablemente, esas herramientas son un paredón, se volvieron insuficientes, o hay casos en los que ni siquiera tienen una respuesta, como este, donde las conductas ni siquiera configuran un delito concreto, no hay denuncia judicial y hay una justificación patológica por parte del denunciado.
Existe una tradición del feminismo popular, intuitivo, que actúa. Hace una década dos hermanas del oeste del conurbano bonaerense fueron condenadas por defenderse de un vecino que intentó violarlas y que las hostigaba. Una de ellas le clavó un cuchillo en la espalda al agresor para ahuyentarlo, él sobrevivió y la causa que se interpuso contra ellas fue por “tentativa de homicidio”. Dos años, un mes y veintiún días pasaron el encierro preventivo antes de la condena que, paradojalmente, fue por la misma cantidad de tiempo. La historia de las hermanas Ailén y Marina Jara es una de las más emblemáticas de los últimos años. Durante 2017 el nombre de Eva Analía “Higui” De Jesús traspasó las fronteras nacionales y su pedido de libertad se volvió causa internacional: ella también había intentado defenderse de una violación correctiva por ser lesbiana.
A veces estamos solas con nuestras almas frente al acosador. Lo aprendí cuando estaba en primer grado y los varones me levantaban la pollera del uniforme mientras subía la escalera para entrar al salón. La maestra me mandaba a poner calzas pero yo me resistía. ¿Por qué me tenía que tapar yo si los que invadían mi espacio íntimo eran ellos? Mi mamá me enseñó que una patada en las bolas podía ser un arma efectiva aunque defenderme me llevara a la dirección del colegio.
El grito de Ni Una Menos, para mí, siempre fue una revolución de la conciencia del riesgo en el que vivimos, de la muerte cotidiana, de la exposición diaria al femicidio. Si todos los días muere una mujer, una lesbiana, una travesti, una trans por el hecho de ser mujer, torta, travesti, trans; cada una de nosotras está en peligro. Eso, lejos de paralizarnos, idealmente tenía que llevarnos a actuar. No sólo a denunciar.
Me interesa sacar el foco en el castigo y ponerlo en algo más interesante que me enseñó el feminismo popular: tenemos derecho a defendernos. Nosotras también somos sujetas de ese derecho.
En esta era antifeminista cada vez vamos a estar más solas frente a las violencias de todo tipo. Entonces, quiero reivindicar nuestro derecho a la defensa en este mundo tanático en el que nos toca vivir y en el que insistimos en sobrevivir. La defensa como filosofía es mucho más que estrategias de combate.
En vez de enredarnos tanto en el lenguaje de la justicia y los tipos penales, deberíamos dar herramientas para defendernos porque, muy a pesar mío, de mis convicciones y del mundo que elijo habitar, los acosos, los abusos y las violaciones van a seguir ocurriendo. El patriarcado tiene capacidad adaptativa. Los tipos sofistican sus formas de hostigamiento y en un mundo cada vez más desigual, más violento, la utopía feminista sigue siendo eso: una utopía. “Solo un mundo más igualitario (en términos políticos, en términos sociales, en términos económicos) puede hacer que sea cada vez menos caro para una persona sin poder denunciar a una poderosa”, escribió Tamara Tenembaum en esta columna.
Una provocación: quizás sea hora de enseñar en las escuelas de periodismo formas de autodefensa: cómo clavar el taco de un zapato en una parte blanda y escapar, o salir con perfume con vaporizador en la cartera para tirarles a los ojos a los acosadores. Insisto: soy pesimista en que algo cambie pronto y prefiero agenciar a las pibas más jóvenes. Defendete, hermana.
Hace poco fui a ver “Prima facie”, una obra de teatro que protagoniza la actriz Julieta Zylberberg. Ella interpreta a una abogada penalista, bella, sexy, “empoderada”, que defiende a agresores sexuales con éxito y, de repente, ella misma pasa a ocupar el lugar de víctima. Todos los trucos que se sabe de memoria para hacer trastabillar a las agredidas son usados en su contra. Su universo legalista implosiona. “Yo no voy a sacar nada de todo esto. Sólo estoy acá para proteger a otras mujeres”, dice en un momento, absolutamente rota, sobre las tablas y ante el estrado.
Si de algo sirven las denuncias públicas que generan múltiples debates en torno al mal llamado concepto de “cancelación” es para proteger a otras mujeres. Queremos que todo cambie, que dejen de molestarnos, pero ellos siguen ahí y nos incomodan. A pesar de que en las redacciones por las que pasé las que más me maltrataron fueron otras mujeres, ninguna me acosó.
Otra forma de defendernos y protegernos entre nosotras es ocupar espacios. Nos acosan también porque son mayoría. El periodismo es un espacio de dominación masculina y no es metáfora. Es literal. La única alternativa interesante y creativa que leí en estos días desde que se conocieron las denuncias y los medios en los que trabajaba lo corrieron de los espacios que ocupaba fue la que menciona acá la colega Carla Perelló: que los medios contraten mujeres para los lugares que dejó vacíos. Todas aquellas a las que Brieger les puso obstáculos en sus carreras merecen ocupar esos espacios. Los que tienen que pedir disculpas públicas son las empresas mediáticas que lo sostuvieron. A veces creo que exigimos más a las personas que a las estructuras de poder. Ya lo apartaron, ¿y ahora? Veo como todos los días los lugares que dejó vacío empiezan a ser ocupados por otros varones. El problema no es -sólo-Pedro Brieger, es toda la institución.