Empecemos por el final: el día que la presidenta del Perú, Dina Boluarte, deje el gobierno, será detenida. Nadie que haya gobernado 42 días –a la fecha– y cargue sobre su mandato con 54 muertos, puede irse a su casa y cerrar la puerta como si nada hubiera pasado. La ex vicepresidenta del golpista ex jefe de Estado, Pedro Castillo, lo sabe. Quizá por eso, ella y sus voceros están haciendo responsables de las protestas del sur andino –que tienen en vilo al país desde el 8 de diciembre– a Evo Morales y su agenda geopolítica en el altiplano, al narcotráfico, a los rezagos del terrorismo, a las mafias de mineros ilegales, al propio Pedro Castillo, entre otros actores (que según varios medios, algo de influencia tienen). Aún más, sin asomo de autocrítica, se respalda al Estado represor y se invisibiliza la demanda de los manifestantes, que hoy piden básicamente su renuncia, el reemplazo de la mesa directiva del Congreso y elecciones generales este mismo año. “No sé… no entiendo por qué se están levantando en contra de este gobierno”, dijo Boluarte cuando tenía una semana en el cargo.
Ella misma conoce la respuesta, fácil y compleja a la vez: en el Perú se perdona todo, menos la traición. Y el hecho de que quien gobierne sea una mujer otorga una segunda lectura a esa frase, como veremos más adelante. Por ahora diremos que la imagen que perseguirá el resto de sus días a Dina Boluarte es la de 17 ataúdes colocados uno al lado del otro, en medio de una multitud que copó la plaza principal de Juliaca, una de las ciudades más comerciales de la convulsionada región sureña de Puno. La gente estaba velando a sus muertos –caídos en uno de los enfrentamientos con la policía– en el mismo escenario en el que un año atrás, la propia Dina, entonces vicepresidenta y ministra, aseguraba que si Pedro Castillo era vacado por el Congreso (por acusaciones de corrupción), ella se iba también. Esa tarde, sobre aquel estrado, selló sus palabras con un abrazo al entonces presidente.
Castillo representaba al Perú rural que votó por él (con Boluarte como compañera de ideas y de plancha presidencial), y esa identificación es una carga pesada sobre las espaldas de su sucesora. Un tiempo antes del insólito golpe de Estado de diciembre pasado, ella ya había marcado su distancia, pero con pésimo cálculo político. “Dina comete el mismo error de todos nuestros políticos: llegan al poder y rompen su promesa”, explica Carmen Ilizarbe, antropóloga con estudios de género y autora de ‘La democracia y la calle. Protestas y contrahegemonía en el Perú’ (IEP, 2022). Con trabajos de campo en la zona minera de Apurímac (región de nacimiento de Boluarte), la investigadora ha podido comprobar que la sensación de los apurimeños es de haber sido traicionados: “Se ha echado tierra sobre un proyecto que ellos abrazaban simbólicamente en la figura de Castillo, y esperaban de ella consecuencia con ese proyecto”.
No solo su palabra rota la convierte, a los ojos de quienes piden su renuncia, en una traidora. Las fuentes consultadas para este artículo coinciden en que eligió no cuestionar el statu quo político, al punto de resultar una figura conveniente y cómoda para las élites que gobiernan, con el respaldo de la derecha capitalina. “Lejos de jugar su propia carta, está sometida a los demás. Está jugando a ser intérprete de presiones de los demás, y allí pierde su oportunidad”, apunta el historiador Antonio Zapata (La República, 10/01/23). En esa línea, Ilizarbe recuerda que dos días antes de que Boluarte asumiera el poder, una subcomisión del Congreso “le perdonó la vida”, al archivar una acusación constitucional que buscaba su inhabilitación de la función pública por 10 años, debido a información dudosa en su declaración jurada de intereses. “Y lo han hecho muy notorio, el propio Congreso refuerza la imagen que ella proyecta en la calle. Dina habría podido hacer un gobierno de transición manejable, si no se hubiera plegado al Congreso que la gente repudia. Sumado a eso, no he visto los típicos ataques de acoso político contra la mujer (‘no tiene la capacidad’, ‘no tiene ninguna experiencia’, ‘es muy joven’, etc.), sino más bien gente tratando de decir que es una funcionaria experimentada, agrandando un perfil que realmente no tiene”.
Pero ¿cuál es el perfil de Dina Boluarte y cómo el Perú de hoy maneja la presencia de liderazgos femeninos? Claudia Nuñez, historiadora cusqueña especializada en género, ha estudiado durante años a un personaje que ayuda –desde la antítesis– a entender el rol de Boluarte: Francisca Zubiaga y Bernales, la ‘Mariscala’. Su esposo, Agustín Gamarra, gobernó el Perú entre 1829 y 1833, y de 1839 a 1841, pero era ella quien tomaba las decisiones, quien despachaba con los ministros, ajustaba los textos que salían del despacho presidencial y se enfrentaba al Congreso, mientras su marido apagaba motines por todo el país. Por eso era también llamada la ‘Presidenta’, aunque en esos primeros años en que los peruanos recién empezaban a imaginar lo que era una república, o lo que era un presidente, era poco probable que se formalizara su influencia en un documento oficial. De hecho, como tantas otras mujeres que fueron agentes políticos de cambio, a ‘Pancha’ también se le ubica en los anexos y pie de página de los libros de historia, visibles solo por sus vínculos con algún hombre de su familia, y en todo caso, nunca a la par de los grandes nombres masculinos. “Los académicos reclaman una prueba de su investidura. A mí me divierte que hasta el día de hoy doña ‘Pancha’ siga incomodando a ese sector que cuestiona a las mujeres en el poder”.
El paralelo con Boluarte –la primera presidenta electa y reconocida por la historia del Perú– es interesante. La única coincidencia es que son mujeres provincianas del sur andino (la Mariscala nace en el Cusco), pero es en sus diferencias fundamentales en lo que se basará el trato de Lima hacia la una y la otra, como señala Nuñez. “Dina es una abogada de 60 años, estuvo casada, detrás de ella no hay un ‘primer caballero’, una masculinidad cuestionada, no tiene un esposo a quien echarle sombra ni quien tenga que estar de segundón, está ella sola. Tampoco le van a exigir que ponga a alguna figura protocolar (a Alberto Fujimori se le va a exigir siempre una primera dama: su esposa o una de sus hijas). Dina es madre y vamos a ver que en su discurso siempre va a apelar a esta condición para empatizar. En cambio, la Mariscala era una mujer joven, llega al poder con casi 28 años y está casada con un caudillo. No tiene hijos, lo cual le retira un poco la condición de mujer. Dina es expresamente católica; la Mariscala rompe con la iglesia, es más, la cuestiona, trata de que pague sus impuestos, busca instaurar un estado laico. Puestas frente al espejo, lo que vemos es a una Dina que cumple con el paquete de una mujer sometida que no va a poner en cuestión, no va a desequilibrar, incomodar ni interpelar algo que es más importante que el sexo de quien gobierna: la masculinidad de la investidura presidencial”.
La ex congresista y activista en derechos humanos y género, Rocío Silva–Santisteban, lo explica así: “Dina ejerce un liderazgo funcional porque está subalternizada por quien ostenta el poder de verdad, y quienes están tomando las decisiones son los sectores políticos de siempre, limeños, centralistas, y los militares”. Entonces, el poder femenino no es igual al poder ejercido por una mujer, de ahí que Boluarte pueda haber optado por el camino de la hegemonía, seguir consolidando el patriarcado, el centralismo del país (es lo que ha hecho); antes que elegir el otro camino, el de ejercer un liderazgo como política mujer, a riesgo de ser atacada, cuestionada, por ‘peligrosa’. Para el periodista Mario Ghibellini, en realidad Dina ha elegido una tercera vía, la de la administración ‘mantequilla’. “De ahí su insistencia en llamar al suyo un “gobierno de transición”, cuando en sentido estricto no lo es (…). Sus afanes por hacernos creer que su estadía allí es solo una pascanita carecen de sustancia. Y lo mismo cabe decir del talante indulgente con el que, según parece, quisiera ser juzgada (…). Su discurso permanentemente apunta a que no nos la tomemos muy en serio o seamos comprensivos con sus patinadas”. (El Comercio, 13/01/23).
La historiadora Nuñez vuelve a la comparación con la Mariscala: “Lima va a tratarla muy mal, la va a odiar desde el comienzo, por varios motivos. Es del Cusco, un contrapunto muy fuerte para Lima. Ella no va a guardar ni siquiera las ropas a la usanza de las limeñas, en que vas a tener a las tapadas (mujeres de la Lima virreinal, que se cubrían medio rostro con mantones) haciendo glamour de sus perfumes, sus zapatos. A la Mariscala le va a gustar andar con pantalón de material tosco, siempre cusqueño, además era una buena jinete y en las reuniones sociales prefería lidiarse en ajedrez que en la pista de baile. Lima la va a rechazar porque es este tipo de serrana que a ellos no les gusta, porque no está domesticada, se va a meter con cosas que para la época son imperdonables, va a querer que las mujeres vayan a las aulas, estudien ciencias, va a fundar colegios laicos para mujeres. Por eso Lima termina por expulsarla. En cambio su esposo, cuando regrese al Perú y vuelva a ser presidente, ya no tocará esos temas porque él sí va a ser domesticado por ese poder”.
Para Nuñez, a pesar de que Dina tiene un discurso muy reivindicativo de su origen serrano, apurimeño, es un ‘sujeto político’ en tanto se amolda al gusto de la capital por la sierra folclórica, no por la sierra política. “Me recuerda mucho a los primeros incas después de la conquista, los incas títeres. Estaban totalmente adoctrinados, manipulados, orquestados por las élites políticas coloniales. La categoría de inca va a ser insuficiente. Creo que algo de eso pasa con Dina, no es una mujer que represente. Hasta en la forma de vestir guarda los protocolos de todo lo que Lima está esperando”. Silva–-Santisteban anota un detalle en ese sentido. “En uno de sus recientes mensajes a la Nación la vi impecable, con manicure francesa, pero las manos manchadas de sangre”.
Hay un factor muy notorio en la presidenta. Ella no habla quechua, aunque sí conoce algunas frases en esa lengua. “Cuando habla en quechua no lo hace para la población quechua hablante, sino para deslumbrar a las personas hispanohablantes, sobre todo de Lima, y seguir folclorizando esa identidad suya de mujer serrana”, añade Nuñez. En las redes sociales, mucha gente que habla quechua asegura que no se le entiende y considera como una burla las expresiones de la presidenta en un idioma que no es suyo. “Es el quechua de un gamonal, con una superioridad, el quechua que usas para comunicarte con tus indios. Ella habla quechua pero está en un rol masculino. Incluso se refiere a las ‘hermanas’ del ande confundiendo una palabra que usan los hombres para referirse a ellas (‘panay’ en vez de ‘ñañay’)”, apunta Silva-Santisteban.
Dina pertenece a un espacio donde el poder ha sido construido desde una mirada masculina, entonces ¿dónde está el poder de las mujeres en esta coyuntura, cómo se construye, cómo se delimita? Para empezar, el poder femenino es de naturaleza colectiva, no es individualista. Y eso se ve claramente en el liderazgo ejercido por las mujeres aymara (indígenas y campesinas del sur andino de Perú y Bolivia). Hace unos días, el periodista puneño Liubomir Fernández afirmó no solo que las mujeres han tomado protagonismo en las protestas, sino que en el mundo aymara, “cuando pasa eso, ya no hay marcha atrás. Detrás de ellas hay hijos, esposos. Los problemas que se están debatiendo han llegado hasta las familias, las comerciantes toman la decisión, ellas llevan la rienda de los negocios. Es una cuestión colectiva”.
Aunque no se ha estudiado mucho sobre ellas (en comparación con poblaciones quechua y amazónicas), bajo la perspectiva de Ilizarbe, las mujeres aymara son conocidas por ser muy aguerridas, “quizá se parecerían un poco a la imagen de las lógicas matriarcales mexicanas”. Recuerda también que las recias y los recios aymaras –y Puno en particular– son la explicación principal de que (el grupo terrorista) Sendero Luminoso no haya podido entrar ahí en los 80 y 90. “Son muy tradicionales en muchas cosas también. Ellas tienen una idea bien distinta de lo que el feminismo entiende por liberación”.
De igual modo, es sabido que las mujeres aymara son quienes administran los negocios y la economía familiar y –en segunda escala– comunal. “Hay herramientas que te dotan de poder, por ejemplo el dinero”, apunta Nuñez. “Cuando el dinero las coloca en situaciones folclóricas (bautizos, matrimonios, ‘padrinos’ o ‘madrinas’ locales), es un dinero bien visto por la capital. Yo no veo a Lima preguntarse de dónde vienen todas las cajas de cerveza en festividades religiosas, o cuando van a la fiesta de Paucartambo en el Cusco, de dónde salen esos banquetes y viandas. Pero cuando el dinero es un vehículo que politiza o vuelve sujetos políticos a las mujeres, se vuelve peligroso, se comienza a cuestionar su origen, se sospecha, en este caso, que si los dineros para las movilizaciones provienen del narcotráfico”, agrega Nuñez.
Para la historiadora, se ignora toda una esfera doméstica de la protesta de las comunidades campesinas e indígenas, con un rol político clave: la supervivencia de esas manifestaciones. “Nos olvidamos de que, más allá del momento de choque, en las protestas lo que se está construyendo es una cotidianeidad. Esa gente tiene que comer, dormir, tiene que vivir. Y quienes están haciendo sobrevivir esas ollas comunes, administrando los recursos, quienes están cocinando, son mujeres. En ese rol que nadie reconoce ni reivindica es donde vive y florece el poder femenino y lo que yo llamo la ‘dictadura del afecto’. Cuán olvidados están estos aspectos que han sido despolitizados: el amor, el afecto, la ternura, el consuelo, ¿por qué no se puede gobernar desde estos aspectos que son considerados femeninos? ¿Dónde quedan?”.
Esa esfera doméstica de la protesta campesina trae a colación nuevamente la importancia del quechua. “Quienes son hasta ahora las principales agentes de transferencia lingüística y las que conservan las lenguas originarias son predominantemente mujeres. Son repositorias de memoria. Igual fue con Micaela Bastidas en la rebelión de 1780. Estas mujeres que están ahorita sosteniendo los levantamientos, son el equivalente a una Micaela de este tiempo. Están alimentando a la gente, los están cuidando, les están hablando en su lengua, aspectos sumamente políticos”, concluye Nuñez.
Hace dos meses se estrenó en las salas de cine de varias regiones del Perú, una película hablada totalmente en quechua. El protagonista de ‘Willaq Pirqa’ (que podría traducirse como ‘Pared que habla’) es un niño cusqueño que descubre el cine de su pueblo y, con él, un mundo desconocido y maravilloso para su propia comunidad. Quienes hemos ido a verla la hemos aplaudido de pie, algunos con los ojos humedecidos. Rocío Silva–Santisteban recoge la lección de esa cinta, que en tiempos oscuros ayuda a recordar lo esencial: “Me di cuenta del rol de las mujeres en la película. Como la abuela, que le busca el mejor ‘castigo’: mandarlo al cine y que regrese para contarle a todos de qué trató la película. O la joven madre, que quiere que su hijo estudie y llegue a ser médico. En medio de la tristeza de estos días, la película me ubicó nuevamente en el eje de nuestro país: la comunidad. Ahí las decisiones las tomaba la comunidad, todos conversaban, todos dialogaban. Había posiciones diferentes, pero la gente llegaba a consensos. Y todo en asambleas. En el mundo andino, el sujeto no es alguien individualizado, es un sujeto comunitario, su vida pasa por la comunidad. Tenemos que repensar la gran lección de los mundos quechua, aymara y amazónicos y que no se entiende en el mundo urbano: lo común, los comunes. Eso es lo único que podrá salvarnos”.
Hola, gracias por tu gran aporte. Una amplia mirada a la organización desde la cosmovisión femenina.
Fuerza y resistencia desde Ecuador.
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