
En el colegio tuve que hacer una tarea para clase de literatura: narrar cómo había sido mi nacimiento. Me pareció una misión imposible. Por supuesto que yo no recordaba nada y tampoco encontraba la creatividad para imaginarme cómo habría sido ese proceso para mí. Recuerdo que decidí entonces escribir sobre cómo yo había nacido a través de las palabras de mi madre. Era solo a través de su historia, de su miedo, su deseo y su amor que yo podía siquiera dimensionar cómo había sido mi llegada a este mundo. Ese escrito, sin yo saberlo, era una premonición.
A veces siento —en mi trabajo, en el litigio, en el activismo feminista— que me comunico con un lenguaje que todavía no existe del todo. Que nace de la necesidad de recuperar las partes del mundo que quedaron enterradas bajo un sistema que nunca las rescató, prefiriendo lo injusto y lo opresivo sobre la dignidad humana.
Quienes me conocen saben que habita en mí un romanticismo radical, el que me hace terminar un libro de poesía de Alejandra Pizarnik y reflexionar, no solo sobre la desesperación del ser, sino también del mundo, de las sociedades que a veces parecen estar enterradas en un búnker en donde se hace difícil respirar. Eso me pasó mientras leía ese poema hermoso de Alejandra “La palabra que sana”, que dice: “Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.
Pizarnik, de una forma sutilmente encantadora, nombra uno de los misterios del lenguaje: su capacidad de revelar e inventar mundos que todavía no existen. El lenguaje desentierra, no solo describe la realidad, actúa casi como una herramienta arqueológica que va removiendo capas de silencio, de dolor, de memoria incluso. Ella seguramente hablaba de aquello que no podemos nombrar sobre nosotros mismos, ese sentimiento de no pertenecer en este mundo (críticos literarios sabrán esto mejor que yo). Pero lo que yo pensaba mientras leía era que ese gesto —poético, frágil, pero radical de desenterrar— es también el gesto del litigio y del activismo feminista. Porque el feminismo, cuando litiga, cuando marcha, cuando nombra, hace exactamente eso: desenterrar un mundo posible a través de un nuevo lenguaje, uno que no existía, o que existía sofocado.
Cuando se refiere a que “alguien canta el lugar en que se forma el silencio”, ella describe el silencio como un lugar fértil, un útero, por así decirlo, que nos permite entrar en ese territorio antes de que las palabras lo nombren; y darle origen a algo. Cuando nosotras cantamos nuestras arengas, marchamos, resistimos, le decimos a las Cortes que el derecho debe cambiar, que hay que nombrar lo que nunca fue nombrado, parimos no lo que la sociedad quiere, sino lo que nosotras decidimos, lo que nosotras deseamos. Aquello que nace de nuestras palabras. Y esto se opone a lo que oprime y violenta.
Porque, como bien lo dijo Alejandra, la furia no crea nada, la violencia no funda mundos, “no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo”. Las feministas le enseñamos a la sociedad que la existencia no depende del estruendo. Se construye en otra parte: desde la resistencia, desde la esperanza radical de quienes se atreven a imaginar justicia antes de siquiera verla.
El derecho, tal como lo conocimos durante siglos, nació en un lenguaje patriarcal. Cada categoría jurídica estaba escrita desde un mundo donde las mujeres eran una nota al pie, y a veces, ni siquiera eso. Cuando las feministas litigamos, hacemos algo profundamente poético: ensanchamos el lenguaje jurídico para que quepamos todas, creando conceptos que antes no existían en la ley como el feminicidio, la violencia obstétrica, el consentimiento como la piedra angular de la libertad, la autonomía reproductiva como derecho. Haciendo eso creamos mundos, porque en el derecho, como en la vida misma, nombrar es hacer existir.
La palabra feminista no solo desentierra, sino que crea puentes; es un proceso parecido a la alquimia: lo que antes fue “conflicto doméstico” se vuelve violencia de género; lo que antes fue vergüenza, ahora es denuncia; lo que antes fue soledad, ahora es comunidad. Es la palabra que se atreve a devolver la humanidad. “Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. El lenguaje es entonces inagotable. En él cabemos todas, todos y todes. Ese “más y otra cosa” es lo que finalmente nos salva.
La palabra sana porque revela la verdad que el silencio escondía. Sana porque nos permite decirlo de nuevo, de otra forma, con otra luz. Las palabras se vuelven refugio, convierten el silencio en argumento: dicen justicia, reparación, igualdad, memoria, libertad, dignidad, cuidado y esperanza. Por ello, sanan la historia, sanan el derecho, sanan a quienes fueron expulsadas de la sociedad, nos ayudan a resistir y, sobre todo, nos abrazan en una enorme apuesta por un lenguaje capaz de desenterrar un mundo más justo.