
Si estuviste mirando noticias o las redes sociales quizás te cruzaste con un titular más que provocador y la contraofensiva crítica que produjo online: al cada vez más devaluado diario The New York Times no se le ocurrió mejor idea que publicar una nota llamada “¿Arruinaron las mujeres el lugar de trabajo?”, y tuvo tan mala repercusión que cambió infructuosamente el título dos veces con el objetivo de aminorar las reacciones, primero a “¿Se han apoderado los vicios femeninos del lugar de trabajo?”, y finalmente a “¿El feminismo liberal arruinó el lugar de trabajo?” con el subtítulo de “¿Puede el feminismo conservador solucionarlo?” -por si hiciera falta aclarar hacia dónde iba el razonamiento.
Para contextualizar un poco, es una transcripción del podcast del columnista conservador Ross Douthat (Interesting Times) en el que se “debate” con dos figuras representativas del feminismo también conservador que está teniendo un momentum por razones obvias en Estados Unidos, representado por las figuras Helen Andrews y Leah Libresco Sargeant. La primera escribió un ensayo titulado «La gran feminización» que habla sobre cómo el ingreso masivo de las mujeres a la fuerza laboral está feminizando espacios que deberían ser más neutrales -es decir menos “woke”-, y atención, más racionales y “comprometidos con la búsqueda de la verdad”, desde campus universitarios al derecho, trayendo consecuencias para el funcionamiento de las instituciones y la sociedad toda; la segunda tiene un nuevo libro titulado «La dignidad de la dependencia», donde sugiere que el feminismo liberal nos ha fallado al obligar a las mujeres a reprimir su naturaleza y adaptarse a entornos laborales y sistemas sociales diseñados para hombres, y en el que insta a los varones a abrazar los cuidados así como su lado más dependiente y empático.
Pero más allá de analizar estas nuevas cepas de feminismo, qué dicen y por qué cobran visibilidad ahora, un pequeño desvío para narrar la envalentonada -e intencionada- decisión de uno de los diarios más masivos a nivel global de publicar una editorial que plantea que la única manera de arreglar el entorno laboral, a todas luces desigual, es convertir a las mujeres en ciudadanas de segunda clase -o más bien sostener el status quo para que lo sigan siendo. Como dice la crítica y escritora Sophie Gilbert, esta publicación es como escuchar a alguien que, mientras observa un tsunami arrasar una ciudad costera, se queja de la cantidad de residuos que hay.
Un discurso berreta con un timing perfecto.
Quizás esta época en particular, en que muchos gobiernos (incluyendo EE.UU., pero también otros del sur global como el de Argentina) están desfinanciando políticas públicas y redes de protección de mujeres y minorías, cerrando instituciones y espacios de contención para ellas, con brechas de género que crecen día a día y no solo en el trabajo, sino también en la representación política y ciudadana, e incluso en la semana en la que ni ser una presidenta electa por voto popular te exime de recibir acoso callejero y ser criticada y revictimizada, no sea el mejor momento para seguir echándole la culpa a las mujeres de todo. En particular, siendo que la mayoría de las instituciones que rigen hoy este sistema en el que vivimos fueron construidas y están regidas por varones. O quizás, justamente, sí sea el mejor momento para algunos.
Pero antes de pasar a eso, quiero destacar algunos puntos más de esta charla del NYT en donde se señala que el gran problema es la feminización que trae consigo la enfermedad “woke” o la “ideología de género”, un término cuyo uso ha sido muy criticado, ya que es una forma de decir que algo está “politizado”, pero con una connotación negativa; si bien, casualmente, la politización hacia la derecha no parece demonizarse o discutirse ni con tanto fervor ni tan seguido, al menos en los medios mainstream. Además, estas posturas operan bajo la creencia casi infantil de que es posible hablar, pensar y existir en “neutral” (“Pilares de la civilización —la neutralidad, el estado de derecho— se politizaron repentinamente de una manera muy perjudicial”, se lamenta Andrews), y como si exhibir una posición política clara, aunque contraria a la de uno, impidiera un intercambio de ideas con rigor intelectual.
También vale aclarar que es bastante osado postular que la ley y las instituciones eran “neutrales” antes de la supuesta “plaga woke” o el #Metoo en lugares como EEUU. Por lo pronto, acá en Argentina venimos pidiendo por una reforma judicial hace años porque la justicia, aparte de funcionar mal en todo el espectro social, lo hace sin perspectiva de género, lo que, entre otras cosas, dio lugar a fallos terribles como el que inspira el film que este año compite por el Oscar representándonos ante el mundo (que fue luego revertido).
Yo digo, ¿qué tal con tener una mirada con perspectiva histórica y verdaderamente autocrítica? ¿Con culpar a la masculinidad de las atrocidades que vienen sucediendo, desde genocidios y desastres naturales hasta los estragos que produce la acumulación de riqueza (entre el año 2000 y 2024, el 1% más rico del mundo capturó el 41% de toda la nueva riqueza, en su mayoría varones)?
Estoy tentada a decirles a los del NYT, como el patriarca en Succession: “Ustedes no son gente seria”. Sin embargo, voy a volver a citar a Gilbert, que señala que el hecho de que los argumentos de Andrews sean selectivos y no estén respaldados por pruebas no parece preocupar a nadie —¿otra señal de lo degradado que está el nivel del debate político general?—, además de refutar que el ambiente laboral realmente se haya feminizado “en exceso”: ¿acaso todas esas mujeres que están “invadiendo” y ocupando la fuerza laboral de ese y otros países están en este cuarto con nosotras?
»El 85% de los republicanos en el Congreso son hombres. De enero a agosto, se estima que 212.000 mujeres abandonaron el mercado laboral estadounidense, mientras que 44.000 hombres consiguieron empleo; las mujeres negras están siendo excluidas desproporcionadamente —quizás incluso intencionadamente— de la administración pública federal. Según un nuevo análisis de The Ankler, solo cuatro de las 100 películas estadounidenses más taquilleras de 2025 han sido dirigidas o codirigidas por mujeres, etc.», dice Gilbert en The Atlantic.
Asimismo, Andrews, que se basa en ideas biologicistas para reforzar roles estereotípicos (en el artículo incluso se habla de “warriors y worriers”, aquellos que luchan y aquellos que se preocupan, hombres y mujeres respectivamente), va tan lejos como para afirmar que la conciencia social es inherente al sexo femenino, y que al priorizar la empatía sobre la racionalidad, la seguridad sobre el riesgo y la cohesión sobre la competencia, estamos socavando las instituciones fundamentales de su país. La cereza del postre es la mención de que los “vicios” femeninos (sí, esos que del primer título), entre ellos la tendencia al “chisme” y la “incapacidad para afrontar los conflictos directamente”, son los que están arruinando el trabajo y la ley, que además “está sesgada a favor de castigar los vicios masculinos y permitir los femeninos”.
Sobre esto último, abundan los casos sobre predadores sexuales y acoso sexual laboral (Trump es un depredador sexual convicto); sin embargo, se nos invita a pensar que la corrección política llegó muy lejos. De nuevo vale la pena preguntarse: ¿los vicios de los hombres no socavan las bases de las instituciones o la sociedad?, ¿son el chisme o la evasión al conflicto potestad exclusiva de las mujeres (como al parecer también la empatía o la consciencia social, aunque nadie cree que sea un problema que le falte eso a los varones)? ¿Por qué las “emociones descontroladas” de muchos políticos o líderes masculinos ni siquiera son puestas sobre la mesa? ¿Acaso los exabruptos de un presidente que tuvo que ser asesorado para dejar de llamar “mandriles” a sus opositores —denotando su fijación con temáticas sexuales— no son una respuesta emocional desproporcionada y poco profesional?
»En septiembre, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, supuestamente le dijo al director de la Agencia Federal de Financiamiento de la Vivienda, Bill Pulte: “Te voy a dar un puñetazo en la cara”, porque Bessent había oído que Pulte hablaba mal de él a sus espaldas con Trump. (Esta anécdota refuta parcialmente el argumento de Andrews de que los hombres “libran conflictos abiertamente mientras que las mujeres socavan o marginan encubiertamente a sus enemigos”)», sigue Gilbert.
Lo más “incómodo” de la charla es cuando Sargeant le pide a Andrews que defina mejor esos vicios femeninos y le pregunta si encuentra aspectos positivos en las mujeres que puedan aportar a las instituciones, y esta no puede contestar y la evade. Más misógino no se consigue, y que sea esta una característica no intrínseca a los varones, es decir, que también pueda verse en mujeres como Andrews, es otra evidencia más de que los roles de género son culturales y (auto)construidos, y no un destino biológico inevitable.
Lo que estas nuevas cepas de feminismo conservador y corporativo hacen es justificar los discursos existentes que se ubican a la derecha y que simplemente no valoran derechos fundamentales (de las mujeres y las diversidades en general), o la inviolable humanidad de los demás, y que es el motivo por el que Andrews aboga por abolir las leyes antidiscriminación y reducir así los juicios laborales como parte de una supuesta solución. Algo así como decirle a las mujeres y minorías que dejen de quejarse y sacarles toda protección legal en vez de, por ejemplo, hacer que los espacios sean efectivamente más inclusivos, respetuosos e igualitarios.
El trabajo está roto, pero no es culpa de las mujeres.
No es una casualidad el avance del feminismo que en Estados Unidos y en la editorial llaman “conservador” y las nuevas formas del Lean in (que establecía que las mujeres podían triunfar actuando como los varones y superando el síndrome del impostor, hoy refutado), en un contexto en que el movimiento global anti-DEI crece, los varones del tecno-feudalismo piden más “energía masculina” en sus empresas, y en que la masculinidad tradicional está más en crisis que nunca. Pero no nos confundamos, estas nuevas cepas de “feminismo corpo” —por lo general blanco y privilegiado—, que son funcionales a perpetuar este sistema patriarcal, no tienen nada de novedoso o disruptivo. De hecho, suelen ser las mismas viejas ideas reempaquetadas con distintos nombres: cómo las mujeres pueden lograr ser exitosas o “venderse mejor” en el trabajo sin molestar mucho, sin hacer mucho espamento (feminista), sin ser “demasiado” ellas mismas.
Es en este contexto que la autora y activista afroamericana Jodi-Ann Burey plantea que, en efecto, no hay peor momento para llevar “tu auténtico yo” al trabajo que el día de hoy, y así lo cuenta en su último libro que problematiza la manera en que las empresas fingen interés en la equidad racial o la paridad de género, pero no cumplen sus promesas, y cómo navegar los sistemas opresivos y afrontar la violencia laboral. “El simple hecho de ser mujeres significa que nos pagan ochenta centavos por cada dólar que se le paga a un hombre blanco por el mismo puesto. No necesitamos mejores formas de negociar. Necesitamos un mejor sistema”, escribe en su libro.
Burey, que se especializa en la intersección entre raza, cultura y la equidad en salud, siendo ella una mujer racializada y además con discapacidad, explica con claridad brutal cómo funciona el mercado laboral en esta etapa post-DEI, donde muchas empresas ya están volviendo a una cultura del trabajo presencial y explotadora, y en el que la raza puede percibirse como una desventaja en el mercado laboral (el desempleo entre la población negra alcanzó su nivel más alto desde la pandemia de 2021):
»Estos sistemas no nos concibieron como trabajadoras remuneradas, y mucho menos con un salario justo. Así que, cuando llevas esa identidad al ámbito laboral, las cosas tienen que cambiar. Necesitamos licencia de maternidad, necesitamos cobertura sanitaria integral, necesitamos políticas de trabajo flexible. Sufro de brotes intermitentes de dolor crónico, y decirme que puedo preseleccionar dos días a la semana para trabajar desde casa no es la forma en que funcionan los brotes de dolor crónico», responde en una entrevista reciente en Wired.
El conflicto con el trabajo está sintiéndose más allá del género y en todo el mundo, con una Generación Z que entró al mercado durante la pandemia, que está abandonando sus ambiciones de escalar profesionalmente (ver la Quiet Ambition), quemada con las búsquedas laborales —cada vez más automatizadas— y buscando redefinirse más allá de su ocupación. Un mercado laboral que es el doble de cruel para con las mujeres, y todavía más para aquellas racializadas o de minorías marginales. Y todo eso sin problematizar e indagar en el escenario de esta supuesta “gran revolución de la AI”, que también está desplazando a mujeres de trabajos y áreas STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), que daría para toda una nota aparte.
La solución es con nosotras.
Dado que en el futuro la mayoría de los espacios de trabajo serán mixtos —una característica de la vida del siglo XXI que podemos inferir llegó para quedarse—, todo indicaría que deberíamos proponer más discusiones en la línea de cómo mejorar los espacios de trabajo actuales para todos y no solo pedirle a las mujeres que se moderen con sus reclamos; de igual modo, parece casi una broma esgrimir que “las formas de interacción femeninas no se adaptan bien a muchas instituciones importantes” (Andrews dixit), cuando los que se están quedando prácticamente afuera de todo (educación, trabajo, relaciones) son los varones.
»En las universidades de todo el país, las estudiantes superan en número a los estudiantes varones en una proporción de 3 a 2. Entre los adultos jóvenes, los hombres tienen más probabilidades que las mujeres de vivir con sus padres; a mediados de los treinta, más del 15% de los hombres todavía viven con sus padres, en comparación con menos del 9% de las mujeres. Los salarios reales de los hombres son más bajos para los percentiles 10 y 50 de ingresos que en 1979. Actualmente, la tasa de desempleo entre los hombres jóvenes con licenciatura de entre 23 y 30 es casi el doble que la de sus pares femeninas», explica Scott Galloway en su nuevo libro “Notas sobre la masculinidad”.
Y quiero retomar con el “timing” de estos discursos y cómo se usan en los medios masivos, pero también en la cultura en general, porque lo que tenemos que adivinar detrás de movidas como la del New York Times es la forma en que se está queriendo reencuadrar el debate: cambio estructural por cambios cosméticos en las conductas femeninas, injusticia sistémica por exceso de “feminidad” en la sociedad, y con mucho hincapié en el último tiempo, que mientras que el problema real es que los hombres se están quedando detrás —pero la culpa nunca la tienen ellos—, la verdadera urgencia de las mujeres son las bajas tasas de natalidad, no la desigualdad. No se trata tanto de que estén mirando otro canal, sino que quieren que nosotrxs lo hagamos.
Por eso abundan estas nuevas retóricas híbridas, en las que, por ejemplo, se relativiza la existencia de la manosfera como algo tóxico y contraproducente, y por el contrario se piensa una quizás menos radicalizada (¿de centro derecha?), en la que a los varones se les pueda enseñar valores de vulnerabilidad y cuidado, como sugiere Sargeant. Aunque no pida una división más igualitaria del trabajo doméstico o una verdadera conciliación para las madres que trabajan, sino que más bien se lamenta de que las mujeres se sientan obligadas a adaptarse a estructuras laborales explotadoras que “les roban sus años fértiles, prometiéndoles la congelación de óvulos”.
Se ve que para estas feministas resulta muy difícil imaginar que muchas mujeres simplemente no deseamos ser madres y que otras tantas prioricen su carrera profesional, o que las que ya son madres quieran seguir trabajando y solo pidan que no se las penalice profesional o económicamente. Tampoco pasa por la cabeza de la mayoría de los políticos pronatalistas que, como explica la economista ganadora del Premio Nobel Claudia Goldin, la falta de inclinación de los hombres hacia las tareas domésticas y de crianza es, entre otras variables, lo que puede estar frenando las tasas de natalidad.
Y es que si seguimos pensando que la solución es ignorar o disfrazar las desigualdades, señalar las faltas de las mujeres (y feministas) o victimizar a los hombres, que es “a pesar” de nosotras y no “con nosotras”, lo único que podemos esperar es que esta separación que ya estamos viendo se profundice aún más.