
El martes 10 de junio, la detonación simultánea de una motobomba y cilindros explosivos en los barrios Manuela Beltrán, El Mango y Meléndez de Cali, en zonas cercanas a estaciones de policía, dejaron al menos dos muertos y varios heridos, provocando pánico y la implementación de medidas como ley seca, cierre temprano de establecimientos y suspensión de clases.
Esto ocurrió un día después de que el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fuera víctima de un atentado Fontibón de Bogotá, a manos de un menor de edad, resultando gravemente herido. Actualmente, se mantiene en estado crítico.
Menos de 24 horas después se reportaron actos violentos con explosivos y enfrentamientos armados en los departamentos del Cauca y Valle del Cauca, encendiendo las alertas en una región ya golpeada por largos años de conflicto y presencia de estructuras armadas. Aunque no siempre alcanzan difusión nacional, estos hechos se han convertido en el pan de cada día para comunidades rurales, afianzando la idea de que la violencia en el suroccidente colombiano nunca desapareció del todo.
El alcance de los atentados apunta a un patrón de violencia coordinada, sobre el que las autoridades han elaborado algunas teorías: unas apuntan a ataques de grupos armados ilegales locales, principalmente asociados con las disidencias. Lo cierto es que, aún, no existen certezas. El atentado contra Uribe Turbay, calificado por la Fiscalía como obra de una “red criminal” y no un acto aislado, recuerda dramáticamente los crímenes políticos de los años noventa. Que un aspirante presidencial sea atacado por la espalda con balas y deje en evidencia una posible inteligencia criminal detrás, muestra cuán frágil sigue siendo la seguridad política del país, incluso en ciudades como Bogotá.
Desde entonces, usuarios en redes sociales han asegurado que nos devolvimos a los años 90’s, cuando este tipo de acciones eran usuales. Algunos, incluso, llegaron a asegurar que desde esa época la violencia política en el país había, prácticamente, desaparecido. ¿Pero sí?
Estos no son hechos aislados. La historia de Colombia ha sido una marcada por la violencia social y política desde siempre. Nada más para tener un marco más cercano, desde la firma del Acuerdo de Paz de 2016 han sido asesinados más de 1.400 líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia. Que, aunque muchos no los reconozcan, también son figuras políticas de altísima relevancia. Sólo que su muerte se nos convirtió en paisaje.
En 2023, Indepaz registró 188 líderes y lideresas asesinados, sumado a 44 firmantes de paz que también fueron víctimas mortales ese año. La Defensoría del Pueblo reporta además que desde 2016 han muerto 1.477 personas lideresas en el país. Y en 2024 se perpetraron 60 masacres en el nororiente y suroccidente del país, dejando más de 60 muertos, entre ellos firmantes de paz y líderes sociales.
El panorama no ha mejorado. Indepaz registró 173 líderes y lideresas sociales asesinadas durante el 2024, lo que representa un promedio de casi una cada dos días. Para 2025, entre enero y mayo, van 71 líderes sociales asesinados. Un evento que recrudeció la violencia, además, contra firmantes de paz, vino con la crisis en el Catatumbo, cuando iniciaron los enfrentamientos entre la guerrilla del ELN con el Frente 33 de las disidencias de las FARC para lograr el control territorial de la zona: Nada más en esta región del país fueron asesinados 16 firmantes en un lapso de tres meses, desde enero, hasta marzo de 2025.
Otro componente devastador en todo esto es la violencia contra las mujeres. Según la Fundación PARES, entre 2018 y 2024 fueron asesinadas 158 lideresas sociales; muchas de ellas también sufrieron violencia sexual, psicológica y vicaria. La Comisión Colombiana de Juristas alertó que los homicidios de lideresas crecieron un 35,2 % en 2023, con 23 mujeres asesinadas, algunas indígenas, afrodescendientes o campesinas. Además, se registraron casos como el reciente transfeminicidio de Nawar Jiménez, lideresa trans en Bolívar, que se inscriben en un patrón de violencia basada en género y prejuicio.
La violencia de género en contextos de conflicto no solo mata: también busca silenciar voces que defienden derechos colectivos, ambientales y territoriales. Pero, como hemos dicho antes, esto no es nuevo. El informe de Sisma Mujer y Somos Defensoras documenta que entre 2013 y 2019 se contabilizaron 84 homicidios de mujeres lideresas, y que más del 90 % de estos casos permanecen en impunidad. Las lideresas enfrentan no solo el riesgo por su papel público, sino también violencias estructurales claves como el reclutamiento forzado de familiares, o de ellas mismas, amenazas sexuales y discriminación dentro de sus comunidades, que agravan su vulnerabilidad.
Colombia no ha tenido descanso de la violencia, sólo han sido manifestaciones de un conflicto persistente, multifacético y cíclico. Atenta directamente contra la vida de mujeres, líderes y candidaturas políticas, y revela fallas profundas de protección estatal y debilidad en las políticas y los intentos por la paz.
En el más reciente episodio de La Semanaria hablamos con Elizabeth Dickinson, analista sénior de Crisis Group para Colombia, y con Laura Bonilla, Subdirectora de la Fundación Pares, para entender qué ha venido pasando con la violencia en el país y, sobre todo, por qué no es algo nuevo.