Por Valentina Montoya Robledo
María Ernestina, líder de las trabajadoras domésticas afroperuanas, madruga todos los días y, tras dejar su casa organizada y despedirse de su familia, atraviesa Lima de un extremo en Comas a otro en Surco, para desempeñarse como trabajadora doméstica. Se demora cerca de seis horas diarias para moverse entre buses hacinados y caminatas extenuantes cuando la ruta ya no cubre el barrio rico en el que trabaja: “Al llegar a la estación de Chacarilla, ahí no hay carro que me lleve hasta mi trabajo, entonces tengo que caminar largas cuadras, cerca de quince cuadras, para llegar a mi trabajo porque ahí son zonas residenciales, porque no pasa ahí ninguna combi”. Pero, además, gasta cerca del 36% de sus ingresos movilizándose por la ciudad. Ella es el ejemplo tangible de las más de diecisiete millones de trabajadoras domésticas en América Latina y el Caribe siguen siendo invisibles para quienes planean la movilidad de nuestras ciudades.
La invisibilidad de las trabajadoras domésticas a la hora de planear la movilidad en la ciudad magnifica la invisibilidad de las mujeres en el espacio público. Joan Scott dice que la división sexual del trabajo está íntimamente ligada al capitalismo y al patriarcado. Así, las mujeres hemos sido relegadas al ámbito de lo privado, del cuidado, de lo reproductivo y de lo doméstico, mientras los hombres han estado en lo público, lo productivo, la “historia oficial”. En esta división de los roles, el trabajo mayoritariamente desarrollado por las mujeres ha sido subvalorado social y económicamente.
Las ideas que han permeado esta división de roles entre lo público y lo privado, tienen una fuerte repercusión en el espacio urbano. Cuando las mujeres somos limitadas al espacio privado, entonces la ciudad que se construye, ese espacio físico de lo público, se diseña y se edifica solo para los hombres y sus necesidades. Desde la geografía feminista, se ha criticado la ciudad construida solo para los hombres jóvenes blancos y capaces, que ignora las vivencias de las mujeres y otros grupos marginalizados.
Y ¿cómo es este tipo de ciudad? Es una ciudad que no responde al trabajo de cuidado, donde no hay jardines infantiles, ni farmacias, ni supermercados cerca, ni bien conectados; donde los sistemas de transporte público tienen reglas claras en contra de llevar paquetes grandes que permitirían a las mujeres hacer las compras. Incluso, como en el caso de Maria Inés en Urabá “a veces uno lleva alguna cosa y resulta que al bajarse no hay ese apoyo para la persona ayudar a bajar ese costal que lleva, de la buseta”. Es una ciudad en la cual la seguridad personal y libre de violencias basadas en género son secundarias y no existe buena iluminación en las aceras. Un lugar donde prima la violencia y la competencia por encima de la solidaridad y, sobre todo, la sororidad. Tal como lo narra Elena, sobre un caso de acoso que sufrió en un bus de Neiva en Colombia: “venía la buseta totalmente llena, venían señoras, señores, jóvenes, de todo venía y absolutamente nadie se atrevió a decir: “No oiga, respete a la señora” prácticamente yo me sentí solita ahí…”. Es un espacio urbano donde no hay rampas para llevar coches de bebés o sillas de ruedas; una ciudad dispersa y abierta, con andenes destruidos o inexistentes, en la que caminar se convierte en una prueba de obstáculos.
Estas ciudades, creadas supuestamente bajo un concepto de neutralidad, esconden una profunda segregación por género, y están a lo largo y ancho de nuestra región. Así, por ejemplo, en términos de violencias basadas en género, un alto porcentaje de las mujeres en América Latina y el Caribe han sido víctimas de acoso sexual en el transporte público. Lima, Bogotá y Ciudad de México son las tres urbes más peligrosas para las mujeres a nivel mundial.
Asimismo, la infraestructura centrada en los carros particulares ignora que las mujeres son las mayores usuarias de los sistemas de transporte público y las mayores peatonas en la región. Además, pese a que el uso de la bicicleta ha aumentado en ciudades latinoamericanas, los porcentajes de mujeres usuarias siguen siendo muy bajos. En ciudades como Bogotá, Medellín y Buenos Aires, que han promovido ampliamente su uso, no llegamos al 30%. Hoy pocos se preguntan acerca de las razones que subyacen esta diferencia y sobre cómo promover que más mujeres se suban a la bicicleta. Muy escasos son los que conocen historias como las de Claudia Patricia, quien iba en bicicleta en Apartadó y fue arrollada por una moto y hoy está en una situación precaria porque no tenía un sistema de salud de calidad y no puede seguir trabajando por los daños físicos que sufrió.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con las trabajadoras domésticas? Justamente, en la medida en que su trabajo ha sido históricamente invisibilizado tanto por su género, su raza y su clase, como por estar en lo doméstico, la ciudad y su movilidad no se ha planeado para responder a sus necesidades. El transporte público se planea para llevar sobre todo a las personas de escasos recursos desde sus hogares hasta los centros de trabajo formal en las ciudades. Es decir, éste está especialmente planeado para movilizar a los hombres que realizan trabajo formal y productivo, sin importar que ellos no usen tanto el transporte público como las trabajadoras domésticas, dado que muchos también hacen uso de motocicletas y bicicletas.
Mientras tanto, las zonas residenciales en las que ellas laboran están mal conectadas a los sistemas de transporte. Si no, indaguen cómo son los andenes en las lomas de El Poblado en Medellín, por qué son escasas o inexistentes las rutas de buses integrados en Rosales en Bogotá, o cómo es el transporte público en las Lomas de Chapultepec en Ciudad de México.
Esta desconexión trae consigo recorridos extremadamente largos y costosos para una de cada cuatro mujeres que gana un salario por su trabajo en América Latina. Si les queda alguna duda, escuchen el segmento sonoro de Invisible Commutes en el cual Belén describe recorridos de más de seis horas diarias en el transporte público de Bogotá y explica: “No alcanzo el trasbordo y me toca coger un transporte ilegal que me vale 1500 más para llegar a la casa”.
Como dice la geógrafa feminista Gillian Rosé, “para las feministas, las rutinas diarias de las mujeres nunca carecen de importancia, porque esos eventos aparentemente triviales y banales del día a día están inmersos en las estructuras de poder que limitan y confinan a las mujeres”. Así, los recorridos de las trabajadoras domésticas como Maria Ernestina, Elena, Belén, y María Inés no son simples anécdotas, son la evidencia de las estructuras de género, raza y clase que operan en los entornos urbanos Latinoamericanos. Sacarlas a ellas de lo doméstico es darles la oportunidad de ejercer un verdadero derecho a la ciudad, reconocer en ellas sujetos políticos, promover su descanso y atacar no solo su pobreza económica sino su pobreza de tiempo. Ponerlas a ellas en el foco es el primer paso para crear una ciudad feminista. Una ciudad, que como lo plantea Leslie Kern, “es un experimento en marcha sobre el arte de llevar una vida distinta, mejor y más justa, en el mundo urbano”.
Muy interesante, como ciudadanos debemos pedir perdón por nuestra miopía y emprender acciones de cambio y visibilización a los problemas de ciudad
Gracias Doctora Valentina, que buen artículo y que llamada al compromiso vital con la mujer trabajadora.